La presa

a Jean Auel

En el matorral, enredada entre madroños, está la presa. Escucho sus gruñidos cortos y el estremecer agitado de las ramas. Creo que no me ha olido, pues avanzo hacia ella contra el viento; sé que no me ha visto todavía. Tal vez se presiente vulnerable, atascada entre las espinas. Tal vez su corazón late furioso, como el mío.

Hace frío. La nieve cubre los vellos de mis brazos. El vapor de mi boca me hace pensar en lo duro que será este invierno. Queda poca luz, acaso una luna más. Hemos comido poco y temo que, si la caza no mejora, esta noche larga será la última. Otros cazadores de mi clan, al otro lado del río, deben estar ahora acechando a un grupo de ciervos que descubrieron en la madrugada.

Pero los ciervos son rápidos; nosotros, débiles, por el hambre. Mi pulso se desboca nuevamente, pues la presa se ha quedado quieta, tal vez cansada, o porque me ha sentido cerca. Nuestra esperanza está cautiva entre la maleza. Me levanto, con la lanza en la mano, sigiloso. Siento un tirón en mi hombro: el pelaje de mi abrigo se ha enredado en los abrojos. Al tratar de zafarme, hago ruido. El jabalí se estremece y temo que escapará.

Suelto la piel, y desnudo me abalanzo sobre la presa, arma en mano. El cerdo me ve venir hacia él y patea furioso. Mi lanza lo corta; de una coz me hiere el rostro. Escapa del matorral, con la carne viva, hacia el arroyo. Me toco el pómulo: los dedos se manchan de sangre. Lloro, pero no por el frío o por la cara rota, sino por haber dejado escapar a la presa.

Oigo pasos tras de mí. Me giro, y una lanza atraviesa mi vientre. Varios extraños, de pie frente a mí, sonríen cuando grito. Algunos se van a perseguir al jabalí. Dos se quedan. Son más altos que nosotros, con rostros pintados y menos pelo en el cuerpo. Hablan en una lengua que no conozco. El más fuerte saca una piedra larga y filosa, que mete en mi pecho. Miro al cielo. La luna creciente brilla pálidamente entre las nubes. Aún es de día, pero ya siento que llega la noche.

Roberto Pérez-Franco
2006