El eclipse
a Asimov
El día de su muerte, prisionero en una nao española, James Thorne comprendió que había pecado contra una inteligencia que excedía su entendimiento. De rodillas sobre la cubierta, en mar abierto frente a las costas peruanas, contempló el eclipse total: los flamantes pétalos de la corona hicieron correr lágrimas sobre sus mejillas pálidas. Bloqueó en su mente el llanto de los marinos que, echados en los rincones, rogaban a la Virgen que perdonara sus vidas. Transido por el milagro celeste, suplicó perdón al espíritu de un hombre que vio sólo unos minutos, ocho años antes, a quien por instigación suya quemaron vivo, acusado de herejía, en la plaza de una aldea cercana a Bristol.
James Williams Thorne nació en el otoño de 1534, hijo ilegítimo de Lord Francis Russell, Vizconde de Bedford, y una joven cortesana. Mostró desde temprano una inteligencia extraordinaria y gran sensibilidad hacia los fenómenos naturales. Algunos veranos consumió en las fincas de su padre en Crowndale, donde trabó amistad con un granjero, de nombre Edmund Drake, y en especial con el segundo de sus hijos, ahijado del Vizconde y bautizado con el mismo nombre: Francis. Durante los almuerzos en aquella granja, los filosos discursos del granjero contra los católicos eran el postre cotidiano. Aunque salpicada con explosiones de risa, aquella ardiente retórica infundió una temprana semilla de rebeldía en sus mentes vulnerables.
El Vizconde, impedido de otorgarle un título nobiliario, se contentó con costear al hijo la educación que su mente prodigiosa merecía. Durante diez años, Thorne estudió en Oxford a los clásicos griegos y latinos. Aunque su educación cubría todas las artes conocidas en su tiempo, el mozalbete desarrolló un ferviente interés por la matemática árabe y por los escritos de Hiparco. Las paredes universitarias le aislaron parcialmente contra el ambiente caldeado de prejuicios religiosos, tras el alzamiento católico de 1549. Tomó una cátedra en el recién fundado Colegio de la Trinidad, en Cambridgeshire, alrededor de 1556, donde ganó renombre como crítico de las ideas de Ptolomeo. Había empezado a estudiar con avidez la innovadora 'De revolutionibus' de Copérnico, y comprendió pronto la profunda implicación de esta obra en la simplificación armónica de las esferas celestes.
Tras una corta y violenta persecución de parte de la Iglesia, abjuró públicamente de sus ideas en 1565, para salvar la vida. Huyó hacia Londres, donde publicó almanaques astrológicos para sostenerse económicamente. Siguió utilizando en secreto el método copernicano para realizar sus predicciones astronómicas. La precisión de sus pronósticos le ganó gran prestigio y suficiente dinero para vivir holgadamente. Sentía algo de vergüenza por utilizar la retórica, que aprendió en los discursos de Cicerón, como levadura para insuflar en sus horóscopos un tono convincente. Internamente, le irritaba la hipocresía en que se tuvo que envolver para sobrevivir. Tras una década malgastada en lo que consideraba una actividad denigrante, recibió con agrado una carta de invitación de su amigo de infancia, Francis Drake, para participar en un debate donde se escogería al astrónomo para su próxima expedición marítima.
Sin interrumpir el flujo de mi narración, quiero acotar aquí que la astronomía se encontraba en un estado muy primitivo en 1575, cuando Thorne recibió la invitación. Galileo, quien en su madurez reinventaría el telescopio y lo apuntaría hacia el cielo para descubrir las lunas de Júpiter y las fases de Venus, era apenas un inquieto niño de once años corriendo por las calles de Florencia. Las tres leyes de la mecánica planetaria de Kepler tendrían que esperar décadas antes de que el pequeño alemán, de apenas cuatro años, acurrucado en alguna cuna en Weil der Stadt, encontrara su vocación. Newton, que estremecería al mundo con su teoría de la gravitación y sus revolucionarios métodos matemáticos, distaba todavía tres o cuatro generaciones hacia el futuro.
Astrónomos y astrólogos diferían muy poco en tiempos de Thorne. Ambos se ocupaban principalmente en anotar y predecir las posiciones de los cuerpos visibles: el Sol, la Luna, los cinco planetas clásicos. La diferencia yacía en el propósito. El astrónomo aplicaría sus conocimientos a la preparación de calendarios, a la navegación marítima y a lo que podríamos llamar una astronomía pre-científica. El astrólogo, por otro lado, buscaría encontrar en los cielos vaticinios propicios sobre si Inglaterra vencería a España en la próxima guerra, o en determinar si los nacidos bajo el signo de Virgo son compatibles en el amor con los nacidos en Tauro. La similitud de los métodos permitió a muchos astrónomos en necesidad – como Thorne mismo y luego Kepler – conseguir el pan diario mediante charlatanerías zodiacales.
La posibilidad de usar su conocimiento en una causa más digna, como la navegación de alta mar para debilitar al Imperio Español, le resultaba lisonjera. Por ello, respondió en seguida a la invitación de Drake y procedió a prepararse profundamente para el debate. Memorizó – con gran esfuerzo – enormes tablas con las efemérides susceptibles de ser debatidas: las fases de la luna, las posiciones de los planetas, el movimiento del Sol en el cielo. Confiado en su preparación, pero algo nervioso por desconocer a sus contrincantes, se presentó en la corte de la Reina Isabel en la fecha acordada. Le recibió Francis, fuertemente bronceado. Con una amplia sonrisa le presentó a los principales miembros de la corte, incluyendo a la Reina misma. Faltando una hora para el debate, pudieron conversar como viejos amigos sobre los años transcurridos desde la infancia en Crowndale.
Drake era entonces, en las altas esferas de la corte británica, una especie de héroe nacional oculto. Gracias a sus contactos con los Hawkins de Plymouth, había abandonado en la juventud el cabotaje para perseguir fortuna en alta mar. Tras varias expediciones, encontró finalmente gloria eterna en 1573, en una decisiva aventura en Nombre de Dios. Asediando las aguas del Darién, con una tripulación de corsarios franceses y negros cimarrones, Drake interceptó los cargamentos de tesoros españoles. Para poder cargar con el oro, tuvieron que dejar en tierra la plata. Este golpe, clímax de su carrera de corsario, sació temporalmente su odio hacia los católicos, y hacia los españoles en particular, dotando a la vez de fortuna vitalicia al puñado de sobrevivientes que regresaron con él a Plymouth.
La Reina Isabel, aunque patrona y protectora de las andanzas de Drake, tuvo que mantener sus logros en secreto, pues había firmado una tregua temporal con el Rey Felipe II de España. Francis gozaba de la gracia de la Reina: hubiese bastado que él señalara a alguien con el dedo para que se le concediera de inmediato la posición de astrónomo navegante en la expedición. Sin embargo, Drake prefirió que se realizara el debate para no ejercer innecesariamente su influencia, y preservar sus privilegios. Confiaba en que James Thorne, con su habilidad verbal y su conocimiento de los cielos, vencería sin problemas a la media docena de aspirantes que se habían presentado a la hora convenida para la elección.
Drake decidió en el punto, unilateralmente, que el formato del debate sería el siguiente: James Thorne, sentado a su derecha, presentaría a cada astrónomo una pregunta. Si el interrogado respondía incorrectamente, Thorne debería demostrar a los presentes el error, con lo cual se eliminaría al desafortunado candidato y se procedería a interrogar al siguiente. Por otro lado, si el aspirante respondía correctamente, éste tendría a su vez la oportunidad de presentar a Thorne una pregunta, bajo las mismas condiciones. El procedimiento se aplicaría sucesivamente hasta que quedase un solo astrónomo. Thorne sonrió al comprender que su amigo le hacía una merced: bastaba con que él presentara la pregunta más difícil desde el principio para eliminar sistemáticamente a todos los contrincantes. Unos segundos le bastaron para elegir la pregunta.
– ¿Cuándo veré el próximo eclipse total del sol?
El primer candidato, un joven matemático, palideció súbitamente. Esperaba que la pregunta versara sobre la ubicación de las constelaciones, el paso del Sol sobre el meridiano, el uso del sextante o cualquier otro tema relevante a la orientación en mar abierto.
– Disculpadme, sire Drake – ripostó el joven – pero no veo la relación entre la pregunta y la navegación marítima.
Tras un breve cruce de miradas con el amigo a su derecha, Drake sentenció:
– ¡Entonces no conocéis ni la primera palabra sobre la vida en el mar! Más de un Capitán ha sufrido amotinamiento por marineros asustados ante un eclipse de sol o de luna. Un buen astrónomo navegante advertirá al Capitán de dichos fenómenos celestes antes de que ocurran, para que éste lo haga saber a sus tripulantes, previniendo el pánico y una posible revuelta.
Thorne volvió a sonreír: ignoraba la utilidad que el pronóstico de un eclipse podría tener para la navegación. Ni siquiera sabía si Drake estaba mintiendo para defenderlo (por cierto, decía la verdad: Colón sufrió un motín tal en su primer viaje). Había elegido el tema del eclipse por la dificultad implícita en su cálculo. Pronosticar otras efemérides, tales como las fases de la luna, o la posición de los planetas sobre las constelaciones, era relativamente fácil en el corto plazo. La determinación de un eclipse, por el contrario, era en extremo difícil e inexacta, pues involucraba el movimiento de tres cuerpos: el Sol, la Luna y la Tierra. Primero había que determinar en qué fechas habría eclipses, y luego determinar desde qué partes de la Tierra éstos serían visibles.
Era, definitivamente, la pregunta más difícil, porque el arte de pronosticar eclipses estaba asentado todavía sobre técnicas endebles, pero no porque se les considerara irrelevantes: los eclipses han fascinado a los observadores del cielo desde que el hombre existe. Han arrojado luz sobre nuestra comprensión del universo: la sombra circular sobre la luna eclipsada demostró a Aristóteles la esfericidad de la Tierra. Además, la impresión que los eclipses causan sobre el espíritu humano es profunda y mística. Con frecuencia se asocia la inesperada oscuridad con eventos trascendentales, probablemente por la semejanza que existe entre la luna eclipsada y la sangre, y la conexión inconsciente que hace la mente entre el agujero perfectamente circular del eclipse solar y nuestro hondo miedo al vacío y la soledad del universo.
Ejemplos sobran. Eclipses de sol y luna precedieron la subida al trono del Rey Shulgi de Babilonia. Homero incluyó a ambos en la Odisea. Uno anular despidió a Jerjes cuando se echó al mar contra Grecia, según recuenta Heródoto, quien también afirma que el cielo se oscureció en Esparta tras las batallas de Termópilas y Salamis. La leyenda de Rómulo indica que fue concebido durante un eclipse total, que mientras fundaba Roma presenció otro eclipse parcial, y que desapareció un día que el sol se oscureció de súbito. Cuando Cristo expiró en la cruz, el día se transformó en noche. La pluma delirante de Juan, el discípulo amado, incluyó en el Apocalipsis de Patmos al sol negro y a la luna roja, como señales del fin de los tiempos. La lista es interminable...
Por el alto impacto de estos fenómenos sobre nuestra psique, el enigma de su predicción ha obsesionado a los naturalistas. Pero han sido pocos los victoriosos, pues el arte de pronosticar eclipses es, literalmente, una espada de doble filo. Aunque los chinos han registrado eclipses desde hace cuatro mil años, muchos astrónomos del Emperador fueron decapitados al fallar en el pronóstico. El premio, sin embargo, es dulce: el general romano Gaius Sulpicius Gallus predijo que la luna se oscurecería en la víspera de la batalla de Pydna, o al menos eso se dijo, y al regresar de Macedonia fue elegido Cónsul. La hazaña de Gallus, en el siglo II A.C., resulta creíble porque se trataba de un estudioso de los textos griegos.
Además, pronosticar un eclipse de luna es menos complejo, pues es visible desde muchos sitios. Predecir la visibilidad de uno de sol, por el contrario, implica conocer si la sombra cruzará sobre el lugar exacto donde está ubicado el observador. Según Heródoto, Tales de Mileto predijo el eclipse solar que puso fin a la guerra entre Lidios y Medos, seis siglos antes de Cristo. Esta aseveración podría deberse más a la mitología bélica o a un golpe de suerte, que al estricto cálculo astronómico, dada la complejidad del problema. Su solución requiere una riqueza de observación y herramientas matemáticas de las que Tales carecía.
Hiparco tuvo mejor suerte. Heredó de los caldeos seiscientos años de anotaciones detalladas sobre eclipses, iniciadas en el siglo VIII A.C. por orden del Rey Nabonasar de Babilonia y refinadas por Kidinnu. Este registro permitió a los astrónomos babilonios detectar los ciclos eclípticos de 18 años que el griego Suidas bautizó luego como de Saros. Aprovechando este registro y compilando tablas trigonométricas extensas, Hiparco se convirtió en el primer humano con acceso a un método confiable para predecir eclipses. Pronto siguieron otros: en la India del siglo sexto, Brahmagupta, astrónomo principal de Ujaín, utilizó un álgebra primitiva (mucho antes del nacimiento de su inventor, Al-Juarizmi) para calcular los eclipses.
Sin embargo, la predicción exacta de la visibilidad de un eclipse total de sol seguía siendo un reto colosal para los astrónomos ingleses del siglo XVI. Si se toma en cuenta que sólo hasta 1715 pudo Edmund Halley calcular la ruta de la umbra de un eclipse solar, se entenderá que en 1575, al momento del debate organizado por Drake, predecir un eclipse solar era una tarea que muy pocos podrían haber realizado.
Poco sorprende, pues, que uno tras otro, todos los aspirantes aventuraron respuestas erradas, las cuales Thorne refutó sin problemas. Cuando en la sala ya no quedaba más astrónomo que Thorne, un paje anunció la llegada de un sacerdote jesuita, que traía a un tal Roy de Bristol para participar en el debate de su Majestad.
Aunque en la mente de Drake el debate ya había concluido, con el resultado que él esperaba, el hecho de que aquel hombre viniese acompañado de un jesuita le despertó el deseo de verlo humillado como los otros candidatos que fueron despachados sin clemencia por Thorne.
– Que pase – ordenó al paje.
Thorne no dijo nada. Dos hombres entraron a la enorme sala haciendo varias reverencias en el camino. El jesuita vestía el hábito característico de su tiempo y difícilmente ocultaba su ansiedad. El llamado Roy de Bristol parecía un campesino corriente, de tal vez unos cincuenta años, con el rostro envejecido por el trabajo arduo del campo, el pelo algo gris y comenzando a escasear, y la mirada baja y tranquila.
–¿Sois católico, Maese Roy?, preguntó Drake, con tono firme.
El catolicismo sería proscrito en Inglaterra un lustro más tarde. El campesino respondió afirmativamente con un suave movimiento de cabeza.
–¡Muy bien! Adelante, James – sentenció Drake.
– ¿Qué os hace pensar que este hombre es un buen candidato para la posición de astrónomo navegante? – preguntó Thorne al jesuita.
En su rostro se dibujó, al pronunciar las últimas palabras, un gesto de cansancio o incredulidad.
– Mi señor: Roy es un gran astrólogo. En nuestra parroquia, él calcula los equinoccios y las fases de la luna para las fiestas de la Pascua, y siempre coinciden con las fechas que indica la Santa Iglesia.
Al decir esta palabra 'Santa', el jesuita bajó un poco el rostro, comprendiendo que estaba metiendo la cabeza en la boca del león, pero prosiguió:
– Además, su talento parece ser sobrenatural, casi divino. A los seis años de edad pronosticó la aparición del cometa que horrorizó a tantos otros pueblos. Los parroquianos de nuestra pequeña aldea permanecieron tranquilos, porque ya Roy había anunciado la venida del cometa.
James Thorne no pudo contener un brote espontáneo de risa, que hizo inclinar la cabeza del jesuita y del campesino. Una cosa es predecir la fecha de la Pascua en base a la luna llena y los equinoccios: él mismo podía hacer eso, de memoria. Pero otra cosa muy distinta era predecir la aparición de un cometa. En el tiempo de Thorne no se conocía la naturaleza de los cometas: faltaban dos años para que Tycho Brahe demostrase, usando el paralaje, que los cometas no son fenómenos atmosféricos, sino cuerpos celestes. El cometa que Roy había predicho, según el jesuita, fue visible en 1531 (por lo cual Roy tenía en efecto cincuenta años si hizo su supuesta predicción a la edad de seis). Posiblemente éste sea el mismo cometa cuyo retorno predijo Edmund Halley en 1705, y que hoy lleva su nombre. Sólo tras el retorno de dicho cometa en 1758 se demostró que los cometas son visitantes recurrentes y que sus apariciones son – por ende – susceptibles de ser pronosticadas.
Tras el comentario que hizo el jesuita sobre el cometa, Thorne etiquetó en su mente a Roy de Bristol como un charlatán, pero decidió seguir con el juego de Drake. Lo puso al tanto del mecanismo del debate, y le presentó la misma pregunta que a todos los anteriores.
– ¿Mi señor me pregunta cuándo verá el próximo eclipse total del sol? – repitió el campesino.
Thorne asintió. El campesino iba a responder algo, cuando Thorne lo interrumpió:
– ¿Quién es vuestra madre?.
Roy pareció sorprenderse, pero respondió:
– Mi madre es una aldeana, nacida en nuestra parroquia.
– ¿Y vuestro padre? – agregó Thorne, cada vez más iracundo, sin entender la razón.
– Nunca lo conocí – respondió en voz baja el campesino.
Algo de resentimiento por la condición propia había en su timbre cuando dijo:
– El hijo de una aldeana católica y un hombre desconocido. Muy bien, ¿qué contestáis a mi pregunta?
El campesino aspiró hondo. Thorne lo miraba con algo de desgano, fatigado tal vez por el esfuerzo mental prolongado, pero más probablemente apático hacia lo que consideraba una clara pérdida de tiempo. Roy miró al cielo y luego clavó los ojos en Thorne, diciendo:
– El próximo eclipse total de sol que mi señor contemplará será dentro de ocho años, al mediodía del 19 de junio de 1583.
El rostro de James Thorne se iluminó de súbito con una oleada de arrogancia. El pronóstico era claramente un error, tan fácil de refutar que no tomaría un instante.
– Lo siento, estáis equivocado. ¡Buenas tardes! – sentenció, moviendo la cabeza en negativa e indicando la puerta con desdén.
El jesuita se movía inquieto sobre su sitio, y el campesino permaneció en silencio por un rato.
– ¿No os marcháis todavía? – espetó Thorne.
– Mi señor tuvo la bondad de explicarme las reglas del debate. Espero manso a que mi señor me demuestre mi error – agregó Roy de Bristol, con una extraña mezcla de humildad y firmeza.
A pesar de sentir que todo aquello estaba muy por debajo de la dignidad de su futuro puesto, Thorne respiró hondo y decidió cumplir con toda justicia, explicándole al campesino lo siguiente:
– Los eclipses de sol solamente pueden ocurrir en los días de luna nueva. El día que habéis indicado como fecha del eclipse, el 19 de junio de 1583, no es día de luna nueva, y por lo tanto es imposible que en él ocurra un eclipse de sol. Espero que estéis satisfecho con la explicación. Ahora, ¡buenas tardes! – finiquitó Thorne, que ya empezaba a impacientarse.
El jesuita tomó por la ropa a Roy de Bristol, y lo haló suavemente hacia la puerta. El campesino hizo una reverencia hacia Drake y otra hacia James Thorne, diciendo:
– El eclipse será lo último que mi señor verá en este mundo.
Thorne enrojeció y se puso de pie, ofendido por lo que consideró una amenaza contra su vida, pero el campesino siguió retirándose mansamente hacia la puerta. Su animadversión hacia los católicos amplificó la reacción visceral y deseó la muerte del insolente. Decidió utilizar una estrategia sutil e irónica. Sabía que los cometas eran universalmente considerados como fenómenos atmosféricos impredecibles. Aquel capaz de anunciar su visita con anticipación tendría que explicar dicha facultad en virtud de un poder metafísico, el cual podía provenir sólo de dos fuentes: la divina o la satánica. Thorne escribió una carta a la Reina, la cual Drake entregó personalmente, en la cual acusaba de herejía y pacto satánico a Roy de Bristol, usando como evidencia su afamado pronóstico del cometa de 1531. Utilizó en su contra la propia afirmación del jesuita, de que los pronósticos de Roy parecían sobrenaturales. Thorne recibió pronto la noticia de que Roy de Bristol había sido juzgado por la Iglesia y encontrado hereje. Se le quemó vivo en medio de la plaza de su aldea, en el otoño de ese mismo año.
En diciembre de 1577, James William Thorne partió de Plymouth, en una expedición contra los españoles, comisionada y financiada directamente por la Reina Isabel, y capitaneada por Francis Drake. A bordo del Pelican, como astrónomo navegante, encabezaba una flota de cinco barcos y ciento cincuenta hombres. El viaje prometía estar lleno de riesgos, y su efecto vivificante hizo pensar a Thorne que era precisamente ésta vida la que había deseado siempre.
Tras cruzar el Atlántico, tuvieron que abandonar dos barcos en las costas de Suramérica. Los tres restantes, desviados hacia el Sur por una tormenta, cruzaron Tierra del Fuego tras dieciséis días de navegación intrépida. En el Pacífico, feroces tormentas destruyeron al tercer barco, y obligaron al cuarto a regresar a Inglaterra. Drake, apoyado en el talentoso Thorne, decidió explorar el Pacífico en la única nave restante, el Pelican, al cual rebautizaron Golden Hind.
Subiendo por las costas pacíficas de Suramérica, atacaron varios puertos españoles. Al llegar al puerto de San Miguel, en la costa norte del Perú, una nave española capturó a algunos de los tripulantes del Golden Hind que habían llegado hasta la costa en una embarcación de remos para aprovisionarse de agua fresca y frutas. Entre los capturados se encontraba James William Thorne.
Sabiendo que un rescate sería suicida, Drake se vio forzado a abandonar a los secuestrados. Prosiguió su viaje hacia el norte, hasta la actual Alaska, y luego cruzó el Pacífico. Visitó las Molucas y bordeó el extremo sur de África. El 26 de septiembre de 1580 llegó de vuelta a Plymouth con 59 hombres y un cargamento de especias y tesoros saqueados a los españoles. Era el primer Capitán en dar la vuelta al mundo al mando de su nave. La mitad de los ingresos del Imperio Británico en ese año provinieron de lo que trajo el Golden Hind en aquel viaje. La Reina, que no quería arriesgar guerra abierta contra España, decidió mantener como información secreta todo lo referente al viaje de Drake.
Nadie intentó nunca rescatar a James Thorne. Los otros cinco hombres que bajaron con él esa madrugada en la lancha hasta la costa fueron ejecutados de inmediato en el sitio. A Thorne lo llevaron preso, porque su apariencia de persona importante hizo pensar a los soldados españoles que podría ser de beneficio. Compareció ante la Audiencia de Lima, donde se le juzgó y se le encontró culpable de piratería y de atentar contra la honra del Rey de España, Felipe II. Condenado a ser ejecutado en la plaza mayor de Lima, Thorne ofreció al Virrey del Perú, Francisco Álvarez de Toledo y Figueroa, información detallada sobre las operaciones y estrategias de Francis Drake en el Nuevo Mundo, y del involucramiento directo de la Reina en su financiamiento y soporte político.
Con esta traición selló su sentencia de muerte: ya no podría regresar nunca a Inglaterra. Toledo le perdonó la vida, pero le condenó a prisión sin definir el término. Olvidado en un calabozo mísero, en las afueras de Lima, Thorne perdió toda noción del tiempo y del mundo exterior. No supo nunca que la información que facilitó al Virrey fue utilizada para enviar desde Perú, en 1579, una expedición militar en persecución del pirata Drake, al mando de Sarmiento de Gamboa. En 1581, al culminar su virreinato en el Perú, Francisco de Toledo retornó a España.
Poco tiempo después, el Rey Felipe II, a la sazón también llamado Felipe I de Portugal, ordenó traer al reo a su presencia. Felipe sentía como inminente una invasión a Inglaterra, con la cual pretendía salvar el catolicismo en Europa occidental y consolidar su control sobre Holanda. La idea de fondo, seguramente propuesta por Toledo, era que Thorne revelara a los Capitanes de la futura Armada española, todos sus conocimientos de las técnicas navales inglesas, especialmente las del pirata Francis Drake.
James Thorne fue trasladado de su calabozo en Lima a una prisión en el puerto de San Miguel. Permaneció en condiciones insalubres durante varias semanas, donde contrajo una enfermedad gastrointestinal, posiblemente disentería. Tras varios días en alta mar, lo acometieron la diarrea y el vómito, y se deshidrató rápidamente. Sabía que moriría antes de llegar a España.
Entonces ocurrió el milagro. Aproximadamente una hora antes del mediodía, la mañana comenzó a oscurecerse. Apretando los párpados, arrojando miradas breves hacia el zenit, Thorne distinguió que el perfil redondo de la Luna había penetrado ya casi la mitad del disco solar. Sintiendo que la vida se le escapaba, se puso de pie y buscó al Capitán de la nave.
– ¿Qué día es hoy? – preguntó estremecido, en un mal español.
El Capitán lo apartó con la mano y caminó hacia popa. Thorne le agarró las vestiduras y lo tiró con fuerza:
– ¿Qué día es hoy? – repitió, en una voz que indicaba debilidad y furia.
– Es 19 de junio, día de San Gervasio y San Protasio, mártires – espetó el Capitán.
La alusión al santoral tenía la intención de ser un insulto indirecto hacia el reo protestante, pero Thorne estaba demasiado consternado como para atender a tales detalles.
– ¿De 1583? – preguntó.
El Capitán no respondió; le arrojó una mirada de desprecio y liberó la manga que el inglés estaba sujetando.
– ¡Ingleses de mierda!
Thorne no pudo sostenerse más tiempo en pie. Se arrastró hasta un rincón de cubierta y esperó a ver si el eclipse alcanzaba la totalidad. Habría transcurrido una media hora o tal vez un poco más, cuando el disco lunar se colocó directamente frente al Sol. El día, que había mostrado un cielo azul despejado hace unas horas, se convirtió en noche. Con lágrimas en los ojos, Thorne distinguió varias constelaciones y planetas. La pálida fluorescencia de la corona solar, que Thorne nunca antes había visto, le pareció un grupo de pétalos alrededor de un fúnebre girasol negro. La totalidad del eclipse era lo más hermoso que había visto en su vida. Recordó a Roy de Bristol y sus palabras proféticas, y en el silencio de su corazón, pidió perdón.
Febril y convulso, James William Thorne murió esa noche por la deshidratación que le causó la disentería. No pudo entender nunca la razón de la fecha del eclipse, ni cómo pudo un campesino de Bristol haber realizado tan prodigioso pronóstico. En nuestra posición privilegiada en el futuro, podemos aclarar la primera incógnita. En efecto, como lo indicó oportunamente en su momento Thorne, el 19 de junio de 1583 no es día de luna nueva. Al menos, no en el calendario Juliano. Sin embargo, los romanos no eran los mejores astrónomos. Aunque la mayoría de las civilizaciones antiguas, incluyendo a los caldeos, mayas y árabes, habían logrado cómputos muy exactos de la duración del año, los romanos se conformaron con una aproximación algo burda. El calendario establecido por Julio César en el año 8 A.C., bajo la asesoría del astrónomo alejandrino Sosígenes, representaba una gran mejora con respecto al antiguo calendario romano, pero incluía un error de poco más de once minutos por año.
Este error, acumulado durante dieciséis siglos, representaba más de doce días en tiempos de Thorne. El doctor napolitano Aloysius Lilius propuso una solución, que fue expandida y defendida por Christopher Clavius en un discutido volumen de ochocientas páginas. La nueva reforma se basaba en los cálculos que hiciera siete siglos antes el árabe Al-Battani, hijo de un fabricante de instrumentos de astronomía, quien había desafiado las enseñanzas de Ptolomeo mucho antes que Copérnico, y había determinado la duración del año con gran precisión.
La bula 'Inter gravissimas' del papa Gregorio XIII estableció el nuevo calendario a partir de 1582, en el cual se avanzaba la fecha actual en diez días para que el equinoccio de verano siguiente ocurriera el 21 de marzo, la misma fecha en que ocurrió en el año 325 D.C. durante el Concilio de Nicea, y reformaba la fórmula para determinar los bisiestos. España, reino predominantemente católico, implementó el calendario gregoriano en todos sus territorios el mismo año 1582: el día siguiente al 4 de octubre fue denominado 15 de octubre. Así, según el recién estrenado calendario gregoriano, la luna nueva del día juliano 9 de junio de 1583, ocurrió el día 19 de junio de 1583 según el calendario gregoriano vigente en la nave española. Los reinos protestantes, entre ellos Inglaterra, se negaron a implementar la mejora en el calendario, por su procedencia católica.
Lo que tal vez nadie podrá explicar es cómo pudo Roy de Bristol pronosticar que aquel día de luna nueva ocurriría un eclipse total de sol al mediodía. Más aún, cómo logró predecir que habría un nuevo calendario ya en vigencia en ese momento, que James Thorne vería dicho eclipse, y que esto sería lo último que contemplarían sus ojos. La predicción del fenómeno celeste se explicaría, si se quiere, mediante un profundísimo conocimiento astronómico, difícilmente accesible a un campesino del siglo XVI. Pero profetizar que Thorne estaría muriendo ese mismo día, a dos mil millas náuticas de las costas del Perú, en el punto exacto del Océano Pacífico donde la sombra de la luna se cruzaría con su nave, regida por un nuevo calendario, es inaudita y sin precedentes en la historia. Excede a la astronomía y cae de lleno en lo sobrenatural. Thorne estaba en lo cierto al acusar a Roy de Bristol por emplear técnicas sobrenaturales para sus predicciones: esta es, además, la única forma en que pudo haber predicho en su infancia la llegada del cometa que luego conoceríamos como Halley. Sin embargo, en mi opinión, se equivocó por completo al juzgar la naturaleza de su sabiduría.
Roberto Pérez-Franco
2006