Legado
A los médicos en mi familia
Aunque la historia de mi hermano Pablo Montero es distinta a la mía, la profesión que él persiguió es igualmente digna y sacrificada que la de este pobre maestro rural: la de médico de pueblo. No solamente ha servido durante décadas a miles de enfermos en las montañas de El Bijao, sino que con los frutos de su esfuerzo pagó mi educación de docente, que a su vez ha cambiado para bien muchas vidas en nuestra escuela campesina.
Pablo supo a los doce años que quería estudiar medicina, cuando conoció al Doctor Gonzalo Zayas, cirujano educado en Bogotá y luego en Boloña, que peregrinó durante tres décadas por estas montañas, curando cuanta dolencia era dado a la ciencia médica sanar en aquel entonces. El señor Gonzalo, también de cuna pobre, había en su momento ganado con la brillantez de su cerebro la simpatía del Rector de la Universidad de Bogotá, quien se convirtió en su guardián y sufragó sus estudios. Tal vez por esto se sentiría en deuda con la vida y se consumió atendiendo a los demás para pagarla. Renunció a la fortuna al declinar la oportunidad de ser médico en Roma, y regresó a Colombia a servir a la patria. Pero algún avieso político de turno le desterró a Bocas del Toro por pronunciarse en favor de la libertad. En el Istmo ejerció la cirugía en los poblados de las montañas más densas y desamparadas. Buen samaritano del bisturí, culminó décadas de entrega haciendo una muerte de santo, pues hasta con el último aliento previó el beneficio de miles de vidas.
Llegaba a nuestro villorrio caballero en un borrico platero, cada dos o tres meses, desde Dios sabe qué otro caserío mísero, y acampaba en la plazoleta por una semana. Curaba a quien podía, realizando milagros con trebejos cenceños y drogas escasas. Quien podía, le pagaban con gallinas, cutarras o sancochos; quien no, con bendiciones y besos en la mano. Nunca rechazó a un paciente. Luego se marchaba por los caminos del monte rumbo al siguiente villorrio.
Pablo, entonces un chicuelo sucio, no se despegaba de él durante la breve estadía. Gustaba de mirar a los enfermos acostados en las mesas, dormidos con éter, con el vientre abierto y latente, mientras el doctor Zayas repetía con manos de artista el milagro cotidiano de aliviar el dolor y retornar la salud. A mi hermano no le asqueaba la sangre; incluso ayudaba a hervir los instrumentos en un fogón junto a la quebrada.
En las noches, como el Doctor dormía al aire libre, Pablo se echaba como un perrillo al pie de su hamaca, y lo acosaba con preguntas sobre lo que había visto en el día. Que cómo se llama esa tripa, que por qué le cortó a Fulano aquella parte, y que cómo se llama «la vaina esa de metar que se jujga en la barriga der pasiente pa’ jalajle pa’ juera er pellejo». El Doctor con paciencia respondía, y al parecer disfrutaba del coloquio que le imponía el pilluelo, a trueque de menos horas de descanso. Creo que reconoció en la rudeza del pequeño salvaje los destellos de una inteligencia natural.
– ¿Y tú que vas a ser cuando grande? – le preguntaba.
– Yo quiero sé’ como ujté’– le respondía Pablito.
– Entonces tendrás que estudiar mucho y ganar buenas calificaciones.
Mi hermano, motivado por la posibilidad lisonjera de ser como aquel ídolo suyo, estudiaba a la luz escasa de la guaricha y se destacaba en el grupejo de desnutridos que componíamos el alumnado del villorrio.
Una noche, volviendo de atender a una parturienta, al Doctor lo picó una terciopelo, serpiente terrible que abunda en estos montes, cuyo veneno en poco tiempo puede acabar con la vida de un hombre. Se había agachado a recoger algo del suelo y, en un latigazo, el reptil le besó la carne. Pablito trajo la noticia al pueblo: «que se muere er dortó’, que lo picó un bicho».
Dos hombres lo montaron en el asno y lo llevaron hasta la capilla. Con la pierna ardiendo en dolor, el Doctor pidió a Pablo buscar en el maletín un frasquito de suero antiofídico. Pero la tragedia no dejó escapatoria: el borrico asustado pisó el maletín, rompiendo el frasco. «Que llamen por radio a la ciudad – ordenó el Doctor –, que pidan al Hospital suero para serpiente terciopelo». El maestro de entonces transmitió por radio el mensaje. «Dicen que en menos de una hora llega – informó –. Van a mandar en avioneta a un enfermero con el suero».
Dos hombres a caballo se fueron a encender piras a lo largo del potrero que servía como pista. El fuego indicaría al piloto el sitio para el aterrizaje nocturno. Pablito, incapaz de ser inútil, se largó – guaricha en mano – a encender hogueras también. Y es aquí donde la desgracia se encona, donde el destino tuerce los planes, o los endereza, según se quiera ver. Pues Pablo, andando por el herbazal a oscuras, metió la mano en un arbusto y espantó a otra serpiente terciopelo que, en vez de huir a causa del fuego, se giró y le picó. Aunque la mordida fue de soslayo, el veneno pronto hizo efecto.
Incrédulo ante la terrible fortuna de aquel día, el Doctor vio llegar a la capilla al niño lívido, cargado por los mismos dos fortachones que minutos atrás lo trajeran a él.
– ¿Y que carajo te pasó a ti, mocoso? – preguntó el Doctor, tembloroso y ya hinchado.
– Que me trabó er bichu tambié’ – respondió Pablo, desfalleciente.
Poco después apareció el titilar de la luz de la avioneta, astro fugaz en el cielo estrellado. El aparato se deslizó sobre el llano dando saltos de potro arisco a lo largo del pasillo de fogatas.
El triste gesto del enfermero cuando entró en la capilla, le indicó al Doctor la gravedad de su estado. Había pasado ya casi una hora desde la picadura, y el veneno había golpeado con fuerza. Puesto al tanto de la conjunción desastrosa, el enfermero llenó una jeringa y, buscándole la vena al Doctor, le susurró en el oído:
– Éste es el único frasco de suero que teníamos en el hospital, Doctor. El invierno ha sido terrible. Se lo pongo enseguida...
– No, Lucio – ordenó Gonzalo Zayas al enfermero, con voz queda –. Pónselo al niño.
Si Pablo lo hubiera entendido, habría rechazado aquel sacrificio, pero apenas si tenía ya sentido. El efecto del veneno es más feroz en el cuerpo chico de un niño. Cuando mi hermano despertó, horas después, el Doctor ya había muerto. «Que no sirvió el suero que le pusieron», le mintieron al principio. Pero días después le dijeron la verdad, entregándole una nota, manuscrita por el enfermero, dictada por el Doctor Zayas en el lecho de muerte.
«Serás un buen médico algún día, mi fiel amigo», decía el papel, en palabras hoy algo borradas por las lágrimas del muchacho. «Yo he pagado ya mi deuda. Ahora debes tú tomar esta cruz y ser el guardián de la salud de tus hermanos. En este altar inmolarás tus noches. La soledad y el estudio serán tu pan diario; la mente y el pulso firme, tus herramientas de cirujano. Salva muchas vidas, Pablito, aunque te cueste la tuya. Entrégate por amor a tus hermanos en servicio y ayuda, para el bienestar común. Todos los demás afanes son vanidades humanas».
No sólo le dejó la inspiración, sino también los recursos para completar su sueño. Esa nota tiene en el consultorio de mi hermano un sitio más prominente que su diploma de médico de la Universidad de Boloña. Él anda peregrinando en las montañas, sirviendo con su ciencia, como lo hizo su precursor, a los que no tienen nada en esta vida.
Gonzalo Zayas murió hinchado, consumido por el dolor, mientras Pablo a su lado sanaba dormido. Mi hermano me confesaría años después que en su delirio lo vio venir – como un ángel que desciende desde un abismo invertido – a sacarlo, con su mano, de la oscuridad.
Roberto Pérez-Franco
2005