Jueves Santo

a mi padre

Camino con mi padre, por las calles estrechas de mi pueblo,
con el trote de niño, la procesión que llaman "del silencio".
Procesión de los hombres, tras el Cristo de púrpura y de yeso.
Migración de nostalgia, cual un peregrinaje hacia el destierro.
Nadie dice palabra: meditan - caminando - en el tormento.

Distingo tantas caras: del zapatero humilde, el noble Yeyo,
del maestro de escuela, del médico, del cura y del abuelo
que marcha vacilante (recordando las marchas de otros tiempos).
¡Semblante de mi padre, con expresión estoica de hondo duelo!
Las miradas sombrías oprimen algo incógnito en mi pecho.

Oigo el tambor romano, al frente de la fila: va advirtiendo
con pregón militar, el destino terrible de este reo.
«¿Por qué llevan así - le pregunto a mi padre - a Jesús preso?»
Él me manda a callar, con breve ademán firme, pero tierno.
Nadie sabe el porqué, pero los trajo aquí el desasosiego...

¿Será porque pequé? ¿Será que he sido malo en el colegio?
¿Será que el Redentor ha de pagar en carne propia el precio?
¡Un gallo canta, lejos! Siento que soy traidor, como San Pedro,
que renegué de Él. Se llena el corazón de un mal recelo,
como si no supiera que resucitará después de muerto.

La procesión es larga, y a ratos - fatigado - me entretengo
escuchando los pasos, contando las estrellas en el cielo.
El Cristo va delante, con rasgos de agonía en duro gesto.
Como yo voy detrás, me olvido del dolor y me contento
con andar con papá, por las callejas tristes de este suelo.

Llega la procesión, al fin, hasta la fachada del templo.
El Santo sigue recto, por la nave central, andando lento.
Mi madre nos saluda; miraba, con mi hermana, desde lejos.
Mi padre vuelve a reir, me invita a degustar algún refresco.
Yo recuerdo a Jesús, atado y azotado, y me estremezco...

Roberto Pérez-Franco
27/Mar/06