Domingo de Pascua

al Padre Mingo

Casi a la media noche hemos llegado,
parece que ya no quedan asientos.
En hombros de mi padre voy cargado,
como iba el buen Jesús sobre el jumento.
Cruzamos el pasillo abarrotado,
pero el gentío impide el movimiento.
Junto a la puerta vieja nos quedamos,
bajo el arco de cal y el firmamento.
Detrás de mí, tengo el cielo estrellado;
delante, cabelleras, velos negros.

¡La piedra de la gruta se ha apartado!
Con cuerpo lacerado y rostro ileso,
vestido en luz, el brazo levantado
en gesto redentor, el Nazareno
emerge de su tumba, vindicado.
¡Suspiros hondos vuelan por el templo!
Gozosos, tras ver al resucitado,
temiendo menos de la muerte el beso,
se marchan los ancianos fatigados,
dejando atrás - marchito - el monumento.

Otros en casa esperan, afeitados,
para ir al baile, cuando sea el momento.
El minutero agnóstico ha indicado,
apuntando a las doce, el gran portento:
el Sábado de Gloria ya no es sábado
y en el jorón comienzan los festejos.
Mozalbetes galantes, perfumados,
invitan a las damas a un bolero.
Se escuchan retumbando en los tejados
los voladores que arden a lo lejos.

Llegada la mañana, bien temprano,
el patio de mi casa invita al juego:
se esconden chocolates bajo el árbol,
y, seguidos de padres y de abuelos,
la correría de nietos va buscando
de la Pascua florida el dulce premio.
¡Los años no perdonan, y el pasado
se lleva estos momentos tan perfectos!
Sólo quedan recuerdos, preservados
en el ámbar nostálgico del tiempo.

¡Domingo! La semana ha terminado
con la resurrección del Galileo.
Otro año de mi vida se ha esfumado
en las profundas cámaras del tiempo.
Por amor y respeto he observado
los ritos de mis padres y mi pueblo.
Otra filosofía he cultivado
- en la tumba vacía va mi credo.
Pero la tradición he conservado,
y en el pecho protejo el sentimiento.

Roberto Pérez-Franco
10/Feb/08