Viernes Santo
a mi madre
Es madrugada ya,
y aún la procesión no ha concluído.
La luna llena da,
en triste cielo, un resplandor cenizo.
Delante va el pastor,
detrás caminan los arrepentidos.
Unos no pueden más:
se marchan a sus casas, ya rendidos.
Los más fieles se quedan,
tras el cadáver pálido del Cristo.
Cargando el anda van,
al menos, treinta hombres. Algún niño
camina con su padre,
sin entender que es éste su destino;
que el día llegará,
cuando - en un mozalbete convertido -
suplicará cargar
los troncos del sepulcro, redimido
en virtud del dolor,
del peso y de las piedras del camino.
La procesión, en cruz,
avanza lentamente. Con los cirios,
y con una oración,
repetida en los labios compungidos,
van las mismas beatas
que en el sepulcro arreglaron los lirios,
y en la caja de luz
pusieron con ternura al malherido.
Oigo el cantar de luto,
subiendo en espiral al infinito.
En cristalina ánfora,
el cuerpo del Mesías va tendido.
Lo miro con temor;
contemplo sus heridas tras el vidrio.
Llagándole la piel,
espinas le coronan el martirio.
Otras veces lo ví,
y sin embargo sigo sorprendido:
¡aún no sé por qué,
tan hondo, sobrecoge su suplicio!
El anda llega, al fin.
En las puertas del templo se ha dormido.
En la flor de crespón,
colgada aquella tarde, están cautivos
gajos de caracuchas,
palomas y un resplandor blanquecino.
Se estremece en vaivén:
abre al fin su capullo, ante el suspiro
del rebaño que admira
la llovizna de flores, sorprendido.
¡Revoloteo fugaz
de florecillas y plumajes níveos!
La tumba se despierta,
y atraviesa el portón, con paso altivo.
Yo me vuelvo al hogar,
de mano de mi madre, adormecido.
Mañana volveré
a ver cómo la brisa mece en vilo
a la flor de crespón,
y a las palomas tristes en su nido.
Roberto Pérez-Franco
27/Mar/06