Vestigio
En la espléndida roca, donde olas
desparraman el blanco de su espuma,
con cutarra tenaz y firme coa,
abundancia de ostiones que maduran
campesinos cosechan. Cuando brota
de su cofre de nácar, con ternura,
el molusco, la mano va y lo arroja,
vulnerable y desnudo, en la totuma.
Pues se siente mortal y deprimido,
un ostión su destino vaticina:
en cebiche vulgar, o tal vez frito
en ardiente sartén, hasta la tripa
ir mascado a parar, ser digerido,
y después, de clavado en la letrina.
«¡Ay, qué efímero soy!», se dice el bicho,
macerado en el mar de su desdicha.
Otro ostión a su lado, que le entiende,
piensa muy diferente. También sufre,
pero el mismo dolor que su alma siente
va envolviéndolo en nácar, y lo pule
hasta que —miniatura— al mundo encierre
en esférica perla, porque intuye
que es eterna la lágrima que vierte,
un legado que el tiempo no destruye.
De la coa implacable bajo el filo,
los moluscos son presa. Juntos viajan
de la humilde totuma, hasta un fino
restaurante: sus carnes pronto apanan.
De esos dos, solo de uno el fiel vestigio
de su breve existencia aún nos habla:
esa perla que ahora es dije rico
del collar que polleras engalana.
Roberto Pérez-Franco
16/May/2024