Cajita Infeliz

I

Te diré la historia
de un pequeño niño
que vivía en las calles
de mi Panamá.

Una madre adicta
a la piedra en pipa,
con droga en las venas
al niño parió.
Llena de rencores
y de sufrimientos,
con amarga leche
a él lo amamantó.
Nunca vio a su padre
más que en una foto
de, cuando en la cárcel,
alguien lo mató.

Su cuna es la acera,
su abrigo la lluvia,
su arrullo los carros,
los gritos, las balas.
El niño tiene hambre,
y por eso llora.
La madre el reproche
no se lo perdona.

Y lo echa a la calle,
porque falta un hombre,
pa' que busque el 'pebre',
pa' que gane el real.
Plata que más tarde
comprará la piedra,
y de mala gana,
un trozo de pan.

El niño en harapos,
en plena avenida,
pide por su vida
que le des un 'rial'.
Con aguja en brazo,
la madre escondida
lo espera transida
en algún zaguán.

Esta única historia
se ve repetida,
en mil vidas, tantas,
tan pronto perdidas.
Oye mi relato
del niño sin nombre,
porque estoy seguro
que sabes quién es.

Sabes que lo has visto
junto a tu ventana
mientras el semáforo
te cambia la luz.
Sabes que su cara
con sudor y lágrimas
y su mano sucia
a ti se acercó

Y pensaste: "Mira
a este niño pobre...
¿Dónde está la madre,
el padre, la ley?"
Y tal vez le diste
un centavo en lástima
o la nuca fría
de quien no lo ve.

Pero el niño existe,
aunque no lo mires,
y su madre adicta,
y su padre muerto,
y su vida triste
no desaparecen
al cerrar el vidrio
y virar la cara
o subir la radio,
pensando: "¡qué vaina!...
pero no es mi hijo,
mi culpa o mi causa".
Y su historia existe,
aunque no la leas.

Él nunca fue a la misa
ni tuvo bautizo
ni la catequesis
de una religión.
No es que le haga falta
el dogma y el mito,
pero sin un padre
que le dé el ejemplo,
y la madre rota,
le hace falta un dios.

Su dios es la calle
de miradas turbias,
drogas, juega vivo,
fuerza y violación.
Un dios punitivo
es el del semáforo,
que no te perdona
el haber nacido
negro, pobre, anónimo,
mas con corazón.

II

En la misma tierra,
en la misma patria,
en el mismo tiempo y
misma sociedad,
otro niño nace
en cuna de plata,
de apellido bueno,
en el hospital.

Su padre está vivo,
viste de corbata.
Desayunan juntos,
lo besa en la frente.
La madre lo abraza,
lo acuna en sus brazos.
El bebé se duerme
en blando calor.
La leche en sus tetas
nunca supo a droga,
o al ácido odio,
sólo a tibio amor.

Ahora, este otro niño,
digamos que es rubio
y blanco y católico,
se llama Agustín.
Tiene un nombre fijo,
porque tuvo agua
bendita en la frente
cuando era bebé.
Mientras que este otro
tiene muchos nombres:
pela’o, man, chombito,
laopé, buay, bribón,
carajo, negrito,
Memín y ladrón.

Viven los dos juntos
sin jamás saberlo,
con vidas cruzadas:
la misma ciudad,
mas mundos distintos,
arriba y abajo,
adentro y afuera
de la sociedad.

Te doy un ejemplo:
a los cinco años
saliendo del Kínder,
paró en un semáforo
el 'van' de Agustín.
Miró para afuera
de esa esfera mágica
de aire fresco y música,
un Mercedes Benz.

Y quién más tú crees
que estaba ahí afuera
detrás del frío vidrio,
‘chifiando’ los taxis,
descalzo en la calle,
lleno de lombrices,
flaqueando por hambre,
¡quién más que Memín!,
con su cara sucia
y la mano abierta,
pidiéndole un 'cuara'
al niño Agustín.

La luz cambia a verde,
el carro acelera.
La mano vacía
se pierde detrás.
"¿Quién era ese niño,
mamá?" La pregunta
no tiene respuesta.
Nunca la tendrá.
La papita frita
cae y ensucia el cuero
negro del asiento,
y el juguete nuevo,
“Cajita Feliz”.

"¿Quién será ese niño?",
también piensa el otro,
pisando el asfalto
en calle asoleá'.
"¿Qué estará comiendo,
qué estará jugando,
camino a su casa
junto a su mamá?"

Y, por un segundo,
siente envidia y odio
por los dados locos
del dios tricolor,
que le pone roja
eterna a este chombo,
mientras otro – en verde –
vive sin dolor.

III

Pasaron los años
y murió la madre
'trabada' en la piedra,
en un callejón.

Y el mismo hideputa
que vendía la droga
que mató a la madre
que arruinó la vida,
– en pacto faustiano –
le ofrece un hogar
de colchón roído,
de pan mal habido,
si a cambio el niñito
va y le hace un favor.

Pero el favorcito
no es lavarle el carro,
ni limpiar zapatos,
o podar el patio.
Es otro, es distinto,
del que no se dice,
del que no se habla,
y se hace calla'o.

Te paras afuera
de la discoteca
a golpe de nueve,
mirando de la'o,
Pones un puestito
de carne en palito.
Guarda los paquetes
en tu pantalón.
Espera a que vengan
a ti los clientes.
Si piden 'pimienta',
¡asunto arregla'o!

El niño no entiende
muy bien lo que pasa,
pero sigue el juego
que da pa' comer.
Vende la 'pimienta',
recoge la plata;
si viene el patrulla,
él se echa a correr.

Así pasó el tiempo,
Memín se hizo hombre,
perdió la inocencia,
y envidió el poder.
Vio el juego completo:
en sucio tablero
se supo el peón negro
del gambito cruel.

Una noche roja
de cuchillos bravos,
le da jaque mate
al cobarde rey.
Se hace del negocio
y sigue supliendo
el mismo mercado
del maleante aquel.

Los peones son otros,
el juego es el mismo;
y el dios de la calle
se ríe con él.

IV

Agustín, ¿recuerdas?,
creció alto y fuerte.
Terminó en La Salle
con puesto de honor.
Se irá para el Norte,
a hacer la carrera,
tal vez medicina,
en el exterior.
Su padre, orgulloso,
le regala un carro,
moderno, de lujo,
en su graduación.

Su novia, tan bella,
con él esa noche
se acuesta y le entrega
la virginal piel.
Entre muslos blancos
tibios, sudorosos,
el joven degusta
la primera miel.

Ebrio de alegría,
mala hora, decide
con unos amigos
ir a celebrar.
En la discoteca,
tras un par de tragos,
se antoja de algo
más fuerte probar.

Así sale el combo
de jóvenes ricos;
se llegan al puesto
de carne en palito.
Y con la 'pimienta'
que vende un chiquito,
se van a una esquina,
buscando emoción.

La coca le sube
a Agustín por dentro,
le enciende una euforia,
fuego de borracho.
Un tipo lo reta,
con motor rugiente:
“echemos regata,
pa' ver quién es macho”

Agustín acepta,
se siente valiente,
y en su carro nuevo,
persigue al muchacho.
Por Calle Cincuenta
los vieron volando:
dos balas de plata
parecían los carros.

El dios de la calle,
que cambia de luces,
no gusta que ignoren,
su roja advertencia.
La mula, con verde,
tan tarde en la noche,
veloz en su vía,
sigue sin prudencia.
Del joven y el carro,
si acaso, en la calle,
quedaron las manchas
de sangre y violencia.

La novia, preñada,
viuda sin casarse,
tras triste embarazo
le parió su imagen.
El bebé sin padre
le llora en las noches;
la joven, marchita,
no sabe cuidarle.
Los padres del novio,
por amor al hijo,
con el alma herida,
se dan a criarle.

V

Pasan cinco años,
y el Agustincito,
creció rubio y rico
igual que su padre.
Se va cada tarde
con los abuelitos
a comer helado
en un restaurante.

Unos años antes,
Memín, traficante,
murió por el filo
de algún debutante
que, peón de gambito,
quiso desafiarle,
y una noche roja,
le dio jaque mate.
Dejó en este mundo,
herencia de sangre,
en el vientre de una
que le pagó en carne.

Y el hijo de Memo,
descalzo en las calles,
creció con la adicta
quitándole reales.
Nunca vio siquiera
en vida a su padre,
más que en una foto
grotesca y cobarde,
en la cruel portada
de El Siglo, en la cárcel.

Acosa a los carros
en plena avenida,
sin libros, sin techo,
maestro, ni fe.
Toca a tu ventana,
con manitas sucias
y triste te dice:
“deme pa’ comé”…

¡Curioso el destino!
En una parada,
de Agustín el hijo,
y de Memín el crío,
a través del vidrio
se vieron de frente.
"¿Quién será ese niño?",
pensó Agustincito,
"¿por qué anda solito
entre tanta gente?"
"¿Quién será ese niño?",
se pregunta el otro
sin nombre, sin sombra,
futuro o presente.

"¿Quién será ese niño?"
Mas nadie contesta.
Tal vez nadie supo.
Tal vez nadie quiere.

Que fue de aquel niño
que creció sin padre,
partido en dos mundos,
nadie me lo dijo.
Lo que queda claro
es que en el camino,
lo que siembra el padre
lo cosecha el hijo.
Y el dios de la calle,
de pobres y ricos
se bebe la sangre
en el sacrificio…

Roberto Pérez-Franco
27/Ene/08