Valhalla

A Mam

En una tarde de tormenta,
contó mi abuela a mis oídos asustados
que el trueno inmenso que rodaba,
rasgando el velo de tul gris algodonado
en que la niebla envuelve al cielo,
desde occidente hasta el oriente trepidando,
era estampida de las almas
de los corceles que en batallas del pasado
han muerto heroicos, avanzando,
y en el Valhalla —libres— han resucitado.

Mi pensamiento, desde entonces,
el retumbar de aquel rebaño va auscultando
y se me expande el corazón
siempre que en nubes de tormenta escucho hollando
el repicar de sus galopes,
fuertes y briosos, adornados por los rayos.
Potros de sol, sobre las aguas
crean un infierno de rugidos encontrados.
Van por su reino, estremeciendo
el universo con la ira de sus cascos.

Esto aprendí ayer de la ciencia:
que de electrones es descarga virulenta
la sierpe blanca, y son voltaicos
los potenciales que conectan cielo y tierra.
Por muy exacta explicación
que del misterio de la ciencia aquella sea,
solo me dice cómo y qué:
el sentimiento no lo explica ni lo expresa.

Confieso hoy que el corazón
aún es de niño y cada trueno le recuerda
aquella historia que contó
la boca santa de esa dama que ya es muerta.
Sonrío febril, emocionado:
con dicha alzo al firmamento mi cabeza
cuando un destello lo desgarra,
porque esas llamas entre lluvia me recuerdan
que en las sabanas del Valhalla
un gran tropel de mil caballos corre y vuela:
cascos de luz, almas de fuego,
eternos símbolos de coraje y de fuerza.

Roberto Pérez-Franco
15 de mayo de 2005