La medalla

a Groucho Marx

Mi país tiene una sola medalla olímpica. Es una medalla de bronce, que mereció nuestro héroe nacional hace cinco generaciones. Es el tesoro más valioso de nuestra nación. La mantenemos en una bóveda sellada en el Palacio Presidencial, con cámaras de seguridad y guardia de honor.

A los niños que obtienen calificaciones perfectas se les permite ver la medalla a cinco pies de distancia por cinco segundos, magnífica recompensa por sus esfuerzos. Cuando las estaciones de televisión terminan sus emisiones al final del día, interpretan el himno nacional y muestran nuestra medalla, nuestro orgullo, en toda su gloria.

No es cierto que sólo tres atletas compitieron en aquella ocasión. No es cierto que nuestro héroe nació en otro país. Podría ser cierto que nació de una virgen, que ya corría a una edad en la que otros bebés ni siquiera gatean, y que en la adolescencia embarazó a doce mozuelas en una sola noche.

China, por otro lado, tiene – según el último censo – alrededor de veinte mil medallas de oro. Nadie conoce el número exacto, porque a nadie le interesa a estas alturas. Un profesor de estadística infirió que aproximadamente el 32 por ciento de los medallistas comparten el apellido Chang.

Al regresar a China, cada nuevo medallista de oro recibe en el correo una carta mimeografiada y sin firmar con un agradecimiento de tres líneas de parte del partido comunista; la medalla es confiscada de inmediato. Se dice que las emplean para fabricar circuitos electrónicos para computadoras.

Las medallas de plata son simplemente arrojadas en el horno de la fundición, sin carta de agradecimiento, para fabricar cucharas que serán exportadas a Inglaterra. La gente dice que las medallas de bronce son fundidas para hacer los casquillos de las balas con las que luego fusilarán a sus recipientes, acusados de traicionar al partido, dado su desempeño perezoso.

Roberto Pérez-Franco
2008