Amigos
a Jack London
Ya me había resignado a la proximidad de mi muerte, cuando distinguí la figura enorme de Peluche tras la blanca confusión de la borrasca. Caminé hacia él. Noté que había perdido mucho peso, pero aún lucía impresionante. Su salvaje belleza me infundió remordimiento, y me sentí culpable. Acaricié su hocico; él olfateó mi rostro. Al rato nos echamos juntos sobre la nieve, exhaustos. Un promontorio cercano nos protegía del azote brutal de la ventisca. El sol aparecía poco y breve, tras las heladas ráfagas de niebla. Pensé que solo el prodigioso olfato del oso explicaba nuestro encuentro en la desolación polar. Peluche conocía mi olor desde cachorro.
Ignoro si su instinto habrá resentido la ausencia de individuos de su especie, ya extinta. De los doce embriones que preparamos en el Instituto, solo él sobrevivió. Creció majestuoso, pero condenado a la soledad. El cautiverio se convirtió en su tormento. Aunque ahora me arrepiento, creí procurar su bien cuando pedí al director liberarlo en el Ártico, donde sus antepasados alguna vez reinaron. Tenían razón quienes argumentaron que el cambio climático había destruido el ecosistema y que él no encontraría presas. Supongo que accedieron a mi petición solo porque el proyecto de traer la especie de vuelta ya era un fracaso, y sospechaban que Peluche deseaba la libertad más que la vida. Vagando consumió sus reservas de grasa. Yo agoté mis raciones de alimento, siguiéndolo desde lejos, impotente ante la tragedia. Al morir la batería del radio, perdí la última esperanza de un rescate.
Desamparados, pero juntos, esperamos sobre el hielo a la muerte, que vendría pronto con el hambre y el frío.
—Este no era el final que deseaba para ti, amigo —le dije, acariciando su gran cabeza blanca—, y ahora tendré que verte morir a mi lado.
Sus negros ojos, entreabiertos y salpicados de nieve, me miraron. Moviéndome muy cauto, y sin dejar de acariciarlo, saqué el puñal de la mochila. Mi corazón suplicó: «Perdóname». Pero la disculpa era innecesaria; él me entendía perfectamente. Lo supe cuando sentí crujir mi cuello; cuando sus colmillos, lentamente, se hundieron en mi carne. No sentí dolor, solo la tibieza de la sangre y su aliento sobre mi rostro.
Roberto Pérez-Franco
2006