Un segundo

a Emiliani

Koshi es un perro de raza. Él no lo sabe, pero vive en una metrópolis del primer mundo: Tokio tal vez, o Nueva York. El apartamento de su dueño, Ken, tiene ventanas amplias desde donde Koshi mira las luces de los rascacielos en la noche. Está siempre rodeado de juguetes: peluches que pitan cuando los muerde, huesos sintéticos y pelotas de colores llamativos. Ayer fue la visita de Koshi al doctor. Ken le puso una camisita de diseñador, una réplica en miniatura de la misma camisa que él llevaba puesta. El veterinario le diagnosticó obesidad y ordenó un cambio de dieta y más ejercicios. Ken lo llevó esa misma tarde a un ‘spa’ especial para perros, donde recibió masajes y se ejercitó en la piscina. Le tiraban una pelota y él se echaba al agua para traerla de vuelta nadando. Al final del día, como premio a su esfuerzo, Ken le compró la cena en el restaurante de sushi del local: un plato de langostinos apanados, que Koshi devoró en pocos bocados.

Tobe es un niño huérfano. Él no lo sabe, pero vive en un campamento de refugiados en algún país de tercer mundo: en África tal vez, o en Latinoamérica. Su madre murió en el parto y al padre lo mató la guerrilla. Tobe no ha tenido nunca un juguete. La tienda de campaña donde languidece todo el día es sofocante: siempre huele a heces y a muerte. Ayer fue la visita del médico al campamento. Lo acompañaron una enfermera, un auxiliar y un camarógrafo. Tras siete horas de espera, durante las cuales el doctor atendió a cientos de refugiados, llegó el turno de Tobe. El médico lo examinó y rápidamente verificó que la desnutrición severa era la causa de la barriga hinchada, la caída del cabello, las llagas en la piel y la incipiente ceguera. La enfermera, reprimiendo una lágrima, amarró una cinta roja en la muñeca de Tobe, que le daría derecho por unas semanas a un suplemento vitamínico y una ración algo mayor de comida. Durante la noche, mientras Tobe dormía, una mujer le robó la cinta roja y se la puso al menor de sus cinco hijos. Tobe, que no se daba cuenta de casi nada, pasó los días siguientes sin comer mayor cosa, con la mirada perdida en el resplandor borroso que se filtraba bajo la tienda de campaña.

Algún tiempo después los tres, Koshi, Ken y Tobe, coincidieron en el tiempo y el espacio, por un segundo. Regresando del trabajo, Ken se echó en el sofá frente al televisor, con una bolsa de galletas de chocolate. Koshi, sobre sus piernas, se deleitaba con los pitidos de su más reciente juguete, regalo de esa tarde. El control remoto cambiaba los canales rápidamente, sin mayor interés, hasta que apareció Tobe en la pantalla frente a ellos. Sobre el rostro sucio, las moscas se paseaban impunes; se agrupaban en los ojos blanquecinos y en las costras de arroz viejo pegadas a las comisuras de la boca. Abajo se mostraba el nombre de alguna fundación de ayuda a los refugiados, y un número de teléfono para donaciones. Los ojos de Ken, fijos en el televisor, parecieron perderse un instante en la imagen del Tobe. El pulgar regresó, casi por reflejo, al canal anterior: un programa sobre fiestas de cumpleaños para perros. Ken volvió a sonreír, y mordió una galleta de chocolate.

– Vamos a hacerte una fiesta como esa para tu cumpleaños – le dijo.

Dos semanas después, Koshi enterraba el hocico goloso en un pastel relleno de paté. ¡Sus bigotes se llenaron de merengue! Dos mundos más abajo, distante en el espacio, pero en el mismo tiempo, el cuerpo de Tobe, cubierto todavía de moscas, ya comenzaba a heder.

Roberto Pérez-Franco
2006