El tradebario

a Milcíades Pinzón Rodríguez

Tras unos compases enmohecidos de algún Capricho de Paganini, el profesor baja el violín y le da un segundo vistazo, con cierto desdén.

—Es una copia —sentencia— de cierto valor, pero copia al fin. Le doy quinientos pesos, porque hoy ando de buen humor, pero no más. Honestamente, no creo que valga tanto, pero usted es un buen hombre y ha venido de tan lejos...

El campesino, incrédulo al principio, triste luego, no responde. Le hace falta el dinero, pero la oferta es nada comparada con lo que esperaba obtener. Viajó un día entero a caballo desde su rancho en El Bijao hasta el puerto de Mensabé, y luego tres más en barco hasta la capital, gastando buena parte de sus ahorros, con la ilusión de hacer fortuna vendiendo el instrumento.

Un médico amigo suyo, educado en Europa, lo había oído en una fiesta del pueblo. Intrigado por la pureza del sonido, inspeccionó el violín. Supo que era herencia del abuelo, un viejo rubio a quien llamaban Beto Fonjáez, pero que firmaba Herbert von Hausen. «Este violín parece ser un Stradivarius —había dicho el doctor—; y si lo es, vale más que todas estas tierras con sus dueños».

El campesino reflexiona ante el fallo del profesor y pregunta malicioso:

—¿Cómo sabe usté que no es un tradebario?

Algo reticente, le responde:

—El ojo experto ve mil pequeños detalles: el tono del barniz, el tallado de la voluta, la forma de los huecos, la resonancia de la caja, hasta la densidad de la madera. ¡Hombre, si no me cree, vaya a que otro experto lo avalúe y ya está!

Sin rumbo, el campesino vaga toda la tarde por las calles de San Felipe. Se echa en una esquina y toca alguna cumbia nostálgica. No falta quien le tire un cuartillo, creyéndolo mendigo. Al amanecer, desilusionado y hambriento, regresa. El profesor estaría de mal humor, pues solo le da trescientos pesos y un sermón.

—Le estoy haciendo un favor. ¡No se los gaste en aguardiente!

Esa tarde se cruzan en el muelle. El campesino, borracho ya, no lo ve siquiera cuando sube al barco de regreso a su pueblo. El profesor, que pretende no reconocerlo, baja del carruaje con un baúl y un maletín, y aborda un vapor de cierto lujo, para realizar una diligencia de impromptu. Tres semanas de viaje y trasbordos lo llevarán a Nueva York. A tiempo —si Dios quiere— para la subasta de Stradivari en Sotheby’s.

Roberto Pérez-Franco
2006