Parábola de la mesa del rey
Aquella mañana salió Yéchua de la choza y se sentó bajo una higuera en la cumbre del monte Erab. Pronto lo rodeó la muchedumbre hambrienta, que lo había seguido desde el lago el día anterior. Calló largo rato, hasta que Yehuda, el discípulo predilecto, le rogó:
– Rabí, enseña a la multitud para que se marche en paz.
Él contestó:
– Enseñaré, pero mi lengua inquietará sus mentes. La paz llegará después.
Y dirigiéndose a la gente, enseñó la siguiente parábola:
Un rey era señor en una tierra que fue muy rica en cereales y ganado. Había sobrevenido una fuerte hambruna y sus súbditos desesperaban por falta de pan. El rey vestía de púrpura y lino, y celebraba espléndidos banquetes para sus familiares, pues en sus bodegas los granos se desbordaban. Un día la hija del rey salió del palacio y contempló la desolación de los mendigos.
Regresó a su padre y le dijo:
– Padre bueno, ¿hay lugar en tu mesa para un familiar más?
El rey se sorprendió, porque ya estaba presente toda su familia, pero respondió que sí. La hija trajo a un anciano hambriento que apenas podía sostenerse. Lo sentó a su derecha y le brindó pan y vino. El rey guardó silencio. La hija volvió a preguntar:
– Padre generoso, ¿hay aún lugar en tu mesa para otro pariente?
El rey accedió nuevamente. La hija trajo a una anciana casi muerta por falta de alimento, y la sentó a su izquierda, dándole de comer. El rey callaba. Levantose la hija una tercera vez y preguntó, con temblor en la voz:
– Padre magnánimo, ¿cuántos puestos hay en tu mesa para mis hermanos?
El rey contempló con tristeza las lágrimas en el rostro amado, se puso de pie y la abrazó. Movido a compasión, dijo:
– Perdóname, hija, pues he pecado
Ordenó a sus criados:
– Pronto, traed pan y vino. Buscad los becerros mejor cebados y matadles. Preparad un festín y traed a los hambrientos al banquete de mi mesa.
Buscando un cofre lleno de denarios, los entregó a su hija y dijo:
– Repartid esto entre tus hermanos.
En verdad os digo: el reino de los cielos es como la mesa infinita de este rey, y sus comensales verán el rostro del Padre.
Así habló Yéchua. El que tenga oídos para oír, que oiga.
Roberto Pérez-Franco
2006