De cómo el capítulo XVII no fue el último

a Jaramillo Levi

Abatido sobre el suelo, en el umbral de la muerte, el caballero dejó caer la cabeza hacia el costado. Logró ver a su viejo caballo intentando huir de la bestia, con lastimoso galope, sin mayor suerte. Más allá, sobre una colina que perfilaba su curvatura en el cielo de la tarde, creyó ver las siluetas borrosas de dos jinetes que también trataban de evadirla. Se palpó el rostro y la barba. Vio que su mano se cubrió de sangre. Quiso alzarse, o al menos girarse de costado, pero no pudo. Sintió una liviandad en la cabeza, como cuando acomete el sueño, y supo que la vida se le apagaba.

—Ved en cuán amarga cuita me sale al paso el fin —suspiró débil, entre labios—. Socorredme en esta hora triste, señora mía.

Una brisa fuerte, del poniente, estremeció las banderas reales y las ramas de un encino.

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La pluma se detuvo de súbito. Recostándose sobre el escritorio, el hombre cerró los ojos y con el índice masajeó los párpados cansados. Una sensación extraña, como de tristeza o melancolía, le revoloteó en el pecho. Miró por la ventana abierta. Unos niños sucios jugaban con espadas de palo en el callejón. Caía la tarde. La voz del pregonero, algo lejana, le distrajo un momento. Se puso de pie. Miró el bulto de papeles sobre la mesa. Volvió a sentarse. Algo hacía falta aún, presintió; algo no estaba en su sitio. Tomó la última hoja del grupo y la rompió. Luego reinsertó en otro lugar de la pila de papel las cuatro hojas anteriores. Mojó la pluma nuevamente.

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El caballero abrió los ojos. Sobre la colina aparecieron las siluetas de los dos jinetes. Alzó la vista y vio al león saltar sobre él y reparar las heridas de su cuerpo con las garras, y luego correr de espaldas hasta la jaula, donde se echó tranquilo. Sintió que su cuerpo era arrojado hacia arriba, en el aire, y el dolor desapareció. El viejo caballo regresó al galope, también de espaldas, y en una cabriola se colocó bajo su cuerpo. La armadura no hizo ruido al desplomarse sobre la silla. Bestia y jinete quedaron quietos frente al carro de los leones. El recuerdo del feroz ataque desapareció de la memoria. Alzándose la rota visera, don Quijote miró al leonero, que esperaba su respuesta. Una brisa del poniente hizo volar las banderas.

Roberto Pérez-Franco
2006