La última rosa
a Saint-Exupéry
«en una guerra de dos rosas murieron
príncipes que eran como rayos negros,
cegados por pétalos de sangre»
Cortázar
En su sueño, el príncipe se irguió sobre la torre y oteó a su alrededor. ¡Qué vasto sería el reino de su gloria! ¡Cuán digna aquella cumbre aguerrida! Le atormentó la conciencia de su propia finitud porque el cielo sobre su cabeza hacía alarde de eternidad: su coraje le hizo pensar que él también la merecería. Trazos violeta de nubes en lontananza trajeron, en dulces recuerdos, los crepúsculos de la infancia. La brisa impregnó su aliento con el perfume de las rosas del jardín perenne que rodeaba, como un disco rojo, el vetusto palacio de piedra. Allende el manto de flores, la llanura se extendía bajo sus pies, con parches de sembradíos, hasta fundirse en las montañas nevadas del horizonte.
En su corazón parpadeaba la llama de la vida, el ímpetu de la juventud violenta, y la tenacidad de la estirpe antepasada. Extendió sus brazos e hinchó sus pulmones con aire que exhaló en un suspiro lento. Su Dios lo llamaba a la guerra. Se mojó los labios y peinó hacia atrás los cabellos sudorosos con los dedos finos, sedientos de sangre en la santa batalla. El anillo de oro duplicó un instante el fulgor del sol agónico. Clavó la vista en el espacio y con una sonrisa se lanzó al vacío.
Cayó suavemente, cual la última estrella de un amanecer de verano, durante incontables días con sus noches, desde la torre hasta el jardín. Mientras descendía, contempló la maduración de las espigas en los campos, la migración de las aves, la danza de los planetas sobre el fondo giratorio del firmamento, y los ciclos de la luna que volaba, como un ángel de leche, en el abismo del cielo. Contó una por una las hojas de los árboles que la brisa agitaba junto al riachuelo y corroboró el incremento en su número. Cerca del suelo, aspiró hasta la embriaguez el perfume de las rosas. Varias veces maduraron los capullos ante su rostro, abriendo los pétalos encarnados al sol.
Entonces un grito le despertó a la realidad de su guerra santa. Tendido sobre tierra, yacía malherido sobre el campo de batalla. Un amplio círculo de cadáveres le rodeaba. La espada de su enemigo caía sobre él y se hundía en su pecho. Brotaba la última rosa de sangre al pie de la torre.
Roberto Pérez-Franco
2005