Caña rota

A mi abuelo Lito

El fósforo, entre chispas y humo, arroja luces en la cara del muchacho, que enciende la guaricha, baja el cristal y da vida a la llama con un poco más de mecha. Está solo, hincado en medio del camino, y un pesado objeto le abulta el bolsillo. Se levanta y camina lento, cruzando el aire con miradas cortas y nerviosas. No le asusta la noche, sino la idea de que un tiro pueda escapársele. Él nunca ha usado un arma, y tomarla así escondido, a esa hora, en ese lugar... Se detiene. Duda un instante debatiéndose entre la compasión y la prudencia. Pero pronto se decide: ya no soporta más. Camina por el sendero angosto, rumbo a los potreros. Las piedras crujen bajo sus pasos. El viento fresco murmura entre las ramas de los balos.

«¿Cuánto más lo dejarían sufrir?», se había preguntado, sabiendo que inevitablemente moriría, desangrado o por gusanera. «Si un caballo se rompe una pata, ¡está listo!», había oído decir al abuelo. Éste sí se la rompió feo. Por varios días le había colgado por un pellejito, partida como una caña rota. El espectáculo de la carne pudriéndose en el animal vivo había calado hondo en el niño.

Se detiene a pocos metros de la cerca de púas, desde donde distingue la silueta borrosa del potro. Escucha bufidos de dolor y el murmurar de la pata en la hierba. Saca con cuidado el viejo revólver, negro por el desuso. Esa tarde lo tomó de la gaveta donde su padre lo guardaba. «Si se entera, me capa...» Con un chasquido, echa atrás el martillo, apretando fuertemente el mango con ambas manos. «Será un sólo tiro en la cabeza, para que no sufra».

Alinea la mira con el blanco y va a halar el gatillo cuando escucha pasos. Se gira por instinto y el revólver escupe fuego. El cuerpo de su padre, estremecido, se desploma entre la maleza. El estruendo del disparo huye hacia los cerros y se desvanece en su propio eco.

Roberto Pérez-Franco
2005