El vendedor de alfombras
Cuando abrí la puerta y lo ví ahí afuera, no pude evitar una sorpresa natural que disimulé a medias. Al escuchar el timbre pensé que sería alguno de mis pequeños amiguitos, uno de esos niños pobres, menudos y sucios - cuyos nombres conozco - que venía, como vienen siempre, a pedirme prestado mi tambor y mi armónica para irse con el grupillo a improvisar carnavales en medio del callejón. Pero no era un pequeñuelo sucio, sino un hombre enorme y rosado, con la inevitable apariencia de un extranjero perdido.
Estaba vestido en tonos pasteles, y tenía una amabilidad inusual. Lo saludé y respondió al saludo. ¡Cuánta gracia me hizo su bigote enorme y chocolate, contrastante con sus canas, moviéndose al ritmo de sus palabras!
- ¿Ustés el señor de la casa?, me preguntó.
Me sentí alagado. Le dije que era el hijo de la casa. Pidió hablar con mi padre y yo le hice pasar. Tenía un olor extraño, como a habano mojado, y noté en él ademanes blandos, como los de un oso viejo que caminase entre flores.
Venía a vendernos alfombras portuguesas. Él mismo era portugués. No le compramos nada, porque somos alérgicos y las alfombras nos hacen estornudar sin parar, pero su visita me alegró ese mediodía, aunque no le conocía ni le conoceré jamás. Lo que me alegró fue tan sólo el vistazo breve a una persona más, procedente de una tierra lejana. Un hombre especial y único, como todos.
Roberto Pérez-Franco
1994