La lluvia sobre el mar
El resplandor intenso que el cielo mostraba se vio súbitamente envuelto en una gruesa masa de nubes de un oscuro color plomo.
La brisa marina, fresca y rebelde - esa misma que peina sus cabellos, resaltando majestuosamente su soberbia belleza, y que le da la sublime apariencia de una gaviota libre en el viento -, arrastró los negros nubarrones en una carrera desesperada, tornando el paisaje sombrío, escondiendo al sol tras su sombra y derramando su negra figura sobre el cada vez más turbio mar.
Rápidamente se acercó el aguacero y pronto descargó toda su furia sobre el lugar en el cual estábamos. Entonces fue que sucedió.
Ella me atravesó de lado a lado con esa embrujadora mirada que siempre me enamora y hablamos sin palabras. Como un par de chiquillos nos abalanzamos camino abajo hasta alcanzar la tibia y húmeda arena. Millones de acuosos diamantes nos golpeaban incesantes. El mar embravecido se cubría tras un velo de niebla y nos invitaba, ondulante, a refrescarnos en sus espumantes aguas.
Riendo traviesa, ella se desnudó ante mis asombrados ojos, y se sumergió fugaz en las revueltas aguas. Emergió más adelante y, mientras el agua corría torrentosa sobre su tersa piel canela - delineando el contorno de su exquisita figura-, me invitó a seguirla. Nuevamente se sumergió y yo la seguí embelesado.
Y juntos disfrutamos del indomable poder de la mar bravía, de la fresca caricia de la brisa y del embriagador sentimiento del amor, envueltos en las redes que con nosotros formó el salvaje embrujo de la lluvia sobre el mar.
Roberto Pérez-Franco
1993