Carta a Mónica

Mónica,

Desvelado bajo las estrellas, no quería dormir solo. La parca había agotado mi aliento varias veces en mi sueño con su beso traicionero. Y temí demasiado cerrar los ojos y morir sin aire en soledad. Necesitaba que alguien velara mi sueño y vigilara mi respiración. Tú, nueva espiga de oro en mi campo triste, fuiste ese alguien salvador en la cumbre de mi soledad. Y convertiste mi peor hora en tu mejor momento.

Ella llegó a mí imperceptiblemente, como vestida de mí mismo. Con mi voz me llamó, y me acechó tras mis ojos. ¿Cómo evadirla? Abrió la puerta de mi jardín y entró con el sonido de mis pasos, pisando mis flores, arrojando su sombra sobre mi tierra santa. Se paró frente mí y me miró a los ojos, con mi mirada más profunda, colocando su mano fría sobre mi cuello, apretándolo suavemente, asfixiándome, apagándome como una vela que el viento azota.

Con un hilo de voz te llamé, y tú llegaste a mí como su antónimo: refugio, aire, luz, vida. Ella huyó al verte, y yo quedé en el suelo, tembloroso y débil. Tu mano tibia me acariciaba. Tus labios me resucitaron. La calma volvió a mi pecho. Fue la caricia tibia de tu mano lánguida la que disolvió mi ansia y me indujo el sueño: un sueño lento, suave, endulzado por tu mirada vigilante, por tu atención noble. Hubiese querido estar mil años en vela, para tenerte esos mil años acariciando mi mano, para tenerte custodiando mi descanso al pie del lecho con tus tristes ojos de avellana, y alejando mis temores con tu belleza de esfinge.

No tengo palabras para agradecerte. Te debo mi paz. Dame mi corazón...

Roberto
16/May/2000

Nota: El autor sufría de apnea obstructiva (falta de aire durante el sueño) cuando este texto fue escrito.