La procesión del silencio

A mi padre

He caminado desde niño la procesión del silencio, al igual que la mayoría de los varones nacidos católicos en la Heroica Villa de Los Santos. También conocida como la procesión de los hombres, esta marcha silenciosa reúne a una multitud de cristianos cada noche de Jueves Santo. Símbolo recurrente de mi vida, me parece en cierta forma una representación miniaturista de la cristiandad. De la mano de mi padre, junto a mi abuelo, recorrí cada año de mi infancia, casi trotando con mis piernecillas cortas, las callejas retorcidas de mi pueblo.

El repicar esporádico del tambor romano y el chasquear de nuestros pasos sobre las piedras del camino eran los únicos sonidos en la noche. Los ojos piadosos de las mujeres en la acera contemplaban nuestra marcha penosa. Callábamos y marchábamos. Por encima de las cabezas de los gigantes, lograba entrever que frente a nosotros iba, con los ojos vendados y las manos atadas, la imagen de Jesús, rodeada de flores. Tieso, vestido en púrpura y dorado, el Cristo también callaba, con un gesto de agonía petrificado en su estoico rostro de yeso, bañado en sangre. Yo no entendía entonces el porqué de ese silencio. Sólo seguía marchando junto a mi padre, junto a los hombres.

Con el tiempo entendí la razón de muchas cosas, incluyendo la de aquella marcha, de aquel silencio, del gesto triste de aquel proto-hombre coronado de espinas. Aún recuerdo mi primera lección sobre el bien y el mal. Por mi naturaleza inquieta y la visión de mis padres, empecé a asistir al jardín de la infancia a los dos años. Una mañana, cuando tendría tres o cuatro años, le robé unos bloques de juguete a un compañerito. Robar es una palabra cuyo significado aprendí esa noche. Antes me era desconocida. En mi mente cándida la transacción era sencilla: me gustaron y los tomé. Al llegar del trabajo, mi madre notó que había algunos bloques adicionales en mi bolsita. Mi padre, que es un hombre recto, de mano firme y perspectivas de largo plazo, decidió corregir el entuerto enseguida. Esa noche, como casi todas, me contó un cuento. Pero no uno que me haría dormir, sino uno que me haría despertar.

Esa noche no fue Tío Conejo el personaje, sino un niño como yo. Cuenta la historia que este niño había ido al jardín de la infancia esa mañana, y viendo unos juguetes que le gustaron, los tomó. Por ser ajenos, esto era malo. Incluso hay una palabra para tal acto: robar. Robar es muy malo, y Dios castigó al niño enviándolo a un caldero gigante. Mi padre se desentendió de mi incipiente llanto y siguió narrando en detalle cómo se achicharraba el niño junto a otros pilluelos que habían hecho cosas malas. ¡Él cuenta las historias como nadie! Luego de un rato me preguntó por qué lloraba. Le confesé todo. Me consoló diciendo que yo no era malo, y que si devolvía los bloques al día siguiente y no lo volvía a hacer, todo estaría bien. Así fue. Como tras una vacuna, lloré unos minutos para no llorar toda la vida.

Éste es el mayor regalo que me ha dado mi padre. El discurso de esa noche llegó a mi corazón de niño, no a través de la razón, sino del sentimiento, y me enseñó a buscar lo bueno y rehuir lo malo, marcando para siempre el rumbo de mi vida. Con el tiempo, cristalizó en mi mente ese principio de hacer el bien, el cual se convirtió en columna vertebral de mi moral. A esta edad, aunque ya no me espanta el caldero, sigo mirando hacia aquel norte por puro placer. Como el metal que se saca del fuego es forjado en una forma permanente, así mi padre, orfebre de mi carácter, me forjó desde temprano, sin saberlo yo siquiera.

Que no se malinterpreten mis palabras: mi madre es para mí el amor más grande que existe, y es parte integral de mi vida. Pero el papel formativo que desempeñó mi padre no tiene parangón, pues adquirí de su ejemplo la moral que me permite sonreír mientras atravieso este valle de lágrimas. Jamás excluyentes, ambos papeles son complementarios. Mi madre me parió varón; mi padre me formó como hombre. Mi madre me hizo entender desde la cuna, con el calor de su seno, que el amor existe y que es el único camino; mi padre me mostró cómo avanzar con dignidad por esa senda. Me tomó muchos años poder valorar justamente lo que ellos hicieron por mí, desde mi nacimiento hasta el presente. Ahora que lo comprendo, no encuentro cómo expresarles mi gratitud.

Gratitud es sentir que has recibido algo que sabes no podrás pagar jamás. Eso siento hacia mis padres, pues me han dado todo: su nombre digno, su ejemplo recto, su tiempo, su amor, su paciencia, su visión anticipada de un futuro que exige cada vez mejores hombres... y la preparación amplia en campos cultos a los cuales ellos nunca tuvieron acceso. Me dieron la vela y el mar abierto; me dieron el cielo y las alas fuertes. Ser padres no es fácil. Nadie viene con manual de instrucciones, y cada hijo es diferente. En mi caso la tarea fue doblemente difícil, dada la naturaleza voluble e inquieta de este hijo. Pero ellos supieron ser los más confiables, constantes y presentes de todos mis amigos, preparándome a la vez un futuro luminoso, del cual he tomado ahora las riendas. Hoy les agradezco por perpetuarse en mí, a través del tiempo y del espacio.

Con mi madurez vino la conciencia de la propia finitud. Dicen que la infancia termina cuando comprendes que morirás algún día. Aún recuerdo el pánico que esta idea engendró la primera vez que despuntó en mi mente. Era de noche cuando me golpeó de pronto la certeza de que algún día mi padre, mi madre, mi hermana y yo mismo, moriríamos. No me importó cuánto tiempo habría de transcurrir entre la hora de esa revelación y la hora final; sólo pensaba en la inevitabilidad del hecho: sin excepción, sin escapatoria, todos moriremos. Rumié el concepto durante horas, hasta que finalmente dejé de llorar, quedándome dormido. Amanecí al mundo real. Aceptar mi mortalidad y la de aquellos que tanto amo fue uno de los grandes pasos de mi crecimiento espiritual. Hoy la promesa de la muerte me resulta natural, y la abrazo igual que abrazo la vida que he recibido hasta ahora. Esporádicamente me acomete el vértigo de ponderar la muerte inevitable de alguno de mis seres queridos o de mí mismo: la sensación de desamparo que experimenté el día que terminó mi niñez, me levanta en vilo y me arranca un suspiro o una oración pidiendo sabiduría.

La estoicidad de mis abuelos ante la inminencia de sus propias muertes me fortaleció. Mi abuela materna, por ejemplo, me respondió que no temía a la muerte, poco antes de encontrarla. Ella murió mirando hacia el norte. Los espejos de sus ojos permanecieron abiertos, negándose a cerrar los párpados secos, con las pupilas clavadas en la ventana abierta, como intentando captar la última luz que verían en esta vida. Imagino que sus oídos estarían también alerta, saboreando los compases de la música que a propósito le habíamos puesto en el aparato de sonido. Escogí para ella lo mejor que tenía a mano en esa casa, seleccionando entre lo que ella me enseñó a amar: Grieg, Sibelius, Dvorak, Tchaikovsky. El cuarto, nostálgico, estuvo lleno de valses durante las últimas horas. Me pregunto si ella escuchó los arpegios suaves que invadieron la estancia. Me pregunto si yo los sentí. Tal vez ella escuchó a través de mis oídos; tal vez yo sentí a través de su corazón.

La diferencia definitiva entre el niño temeroso de ayer y el hombre de hoy, tiene raíz en la visión del universo que he desarrollado, en la cual el alma es una chispa eterna del fuego divino, y la vida es una escuela totalmente segura. Hoy no temo a la muerte, y eso ha cambiado mi vida, para siempre.

Que un hombre nuevo con ideas propias surja al abrigo de otro hombre de vasta experiencia no es fácil, pero es necesario. Aunque mi padre y yo consideramos a Dios como nuestro Padre común, adquirí con el tiempo una teoría teológica distinta a la suya. Un día la religión que recibí en la pila bautismal perdió, en el campo del raciocinio, la batalla por mi corazón.

Sin embargo, aún tras haberme convertido en un hombre independiente en cuerpo y pensamiento, seguí caminando junto a mi padre, cada Jueves Santo, la procesión del silencio. La luna llena de Semana Santa, cual ángel de plata suspendido en un abismo de luto, es mi testigo. Con los labios sellados, marchamos cada año sobre las angostas calles de la Villa, como un río de pecadores arrepentidos. Aunque mi abuelo ya no estuvo con nosotros, pues partió hacia la gloria en su momento, seguía delante de nosotros como siempre la imagen dolorosa del Cristo, bamboleándose sobre el anda de madera, en silencio.

Una noche, tras preguntarle a mi corazón por qué, a pesar de haber cambiado mis convicciones religiosas, persistía en caminar aquella procesión junto a mi padre, comprendí finalmente su significado. Meditando tras los pasos del ícono, comprendí que la raíz de aquel acto era la expiación de una traición antigua cometida por nuestra estirpe, veinte siglos antes, contra el mismo Jesús a quien seguíamos ahora. Elevé, entonces, la siguiente oración:

“Una era ha pasado, Señor, y aún marchamos para expiar el pecado de nuestra cobardía de aquella noche, el pecado original de los hombres. Hace dos milenios nos escogiste entre todos los hombres. Nos enseñaste en el monte que Tu camino es la verdad de la vida. Estaba muerto y me resucitaste. Estaba enfermo y me curaste. Estaba ciego y abriste mis ojos. Viniste hasta mí caminando sobre el mar de mis lágrimas, calmaste la tormenta de mi espíritu, y con Tu voz sacaste a mi corazón de su tumba. Durante tres años caminamos tras de Ti, aunque tal vez no contigo, hasta que llegó aquella noche en que nos pediste que veláramos, Señor, una hora solamente. Pero nos hallaste dormidos. «El espíritu está presto», nos dijiste, «pero la carne es débil». Nosotros callamos, porque sabíamos, en la íntima vergüenza de nuestro pecho, que nuestro espíritu no estaba aún presto para enfrentar como hombres esta hora amarga. Por miedo te traicionamos, Señor, aunque juramos defenderte; por miedo te negamos tres veces antes del canto del gallo. Y preferimos salvar a Barrabás antes que a ti, te acusamos falsamente y te crucificamos entre ladrones.

“Perdónanos, Señor, pues aún hoy pecamos contra Ti. Porque sobre esta piedra levantamos Tu iglesia, pero manchada de sangre, con tronco hueco y mil ramas torcidas. Porque aún dormimos mientras Tú velas y ruegas por nosotros. Porque no entendimos Tu mensaje santo, ni llevamos a la acción la letra. Porque por treinta monedas te vendemos cada día. Porque nuestra carne sigue siendo débil, y nuestro espíritu aún no está presto. Porque seguimos sacando nuestra espada y cortando la oreja del inocente, sin poner la otra mejilla, sin amarlo como a nosotros mismos. Porque esta misma madrugada te negamos tres mil veces antes del canto del primer gallo. Porque esta misma tarde te crucificamos otra vez entre ladrones. Porque Tu voz sigue siendo semilla que cae sobre la piedra de nuestros corazones, entre las espinas de nuestro egoísmo, y se ahoga sin dar frutos.

“Perdónanos, Señor, pues aún hoy te traicionamos. Porque hoy te vemos hambriento en cada semáforo, al otro lado de la ventana, con Tu mano abierta extendida hacia nosotros, rogando por comida, y te ignoramos. Porque hoy te encontramos enfermo, echado en la puerta del templo, vestido como mendigo, y no nos mueve Tu dolor. Porque infinitas veces has vuelto, como lo prometiste, en la forma de un niño, de una niña, pero te dejamos morir de hambre, de frío, de sed, de enfermedades prevenibles y curables, o bajo las estúpidas bombas inteligentes, sin nombre, sin padre, sin escuela, sin derechos. Aún hoy, dos mil años después, no te reconocemos...”

Ignoro si el Cristo de yeso, escuchó mi oración. Sólo sé que siguió, inamovible en el ademán de su suplicio, avanzando a ciegas sobre los hombros de mudos penitentes.

La Semana Santa de este año, caminé la peregrinación silenciosa, por vez primera, sin la compañía de mi padre. Su corazón, tal vez de tanto amar, se le ha hinchado y ya no puede esforzarse como antes. Anticipándome al futuro, me hago la promesa de que caminaré la procesión de los hombres hasta el último día que pueda, siguiendo su ejemplo. Tal vez entonces, siendo yo un anciano, él no estará conmigo. Andaré con paso vacilante aferrado a la mano firme de mi propio hijo, que aún no ha nacido, que aún flota como una promesa en el pensamiento de Dios. Acaso luego, cuando yo no esté más en este mundo triste, ¿continuará mi hijo la tradición de tantas generaciones?

De cualquier forma, ante los ojos del Señor, todos los hombres caminamos juntos en espíritu, como expiación de nuestro pecado infinito, que empezó hace dos mil años, que no ha terminado aún y que no podremos purgar aunque caminemos tras el Cristo este vía crucis, en silencio, hasta el límite de la tierra, hasta el final del tiempo.

Roberto Pérez-Franco
31/Jul/2005