Una visión de conjunto del minicuento 'La profecía'
Leer buena literatura implica una primera gran decisión en la vida de todo lector: saber escoger acertadamente los textos en medio del ya inabarcable corpus literario, cada día más extenso y quizá menos profundo.
El subgénero minicuento, de recientísima data, pero de origen desconocido (Rojo,1997: 27) empezó a cultivarse en Panamá en el siglo XX, más exactamente a partir de la publicación de El hombre que vendía empanadas (1947), de Rogelio Sinán, según criterio de Enrique Jaramillo Levi.
Cultivarlo supone un dominio de la síntesis narrativa y de unos efectos inmediatos en la decodificación de los signos, amén de la utilización de recursos que potencian y complejizan -muy a pesar de la brevedad del texto- su interpretación y la asunción del universo narrado para poder desdoblarlo y apoderarse del conjunto de la historia.
Tal es el caso de La profecía (2006), singular minicuento del panameño Roberto Pérez- Franco, texto que en doscientas palabras logra la sublimidad narrativa a través de la perspicacia, la ironía, la necesidad de la inferencia, la obligatoriedad del intertexto y del conocimiento de la historia, la omnisciencia del narrador que no sin cierta burla nos cuenta la historia, así como una epifanía narrativa que nos mueve a la risa y a la reflexión al mismo tiempo.
Pérez-Franco, maestro del minicuento, nos ofrece en este texto, desde el título mismo (La profecía) un avistamiento del futuro (tan incierto como misterioso para la humanidad toda), que encuentra un primer tropiezo de fiabilidad y un atisbo de la «falsedad predictiva» en las primeras siete palabras de la historia y que termina por consumarse como una acción discursiva demagógica y fraudulenta del «brujo», personaje central de la «predicción» y objeto de la mirada del lector que, a partir de estos supuestos, construye la imagen del adivino desde los parámetros de la veracidad.
Tras la rápida aparición del cacique y sus cuestionamientos (implícitos) acerca de su gobierno, el narrador da paso al personaje de la reina cueva, más interesada en el futuro que en el presente y en la cuestión de la permanencia en el poder, como una forma de legitimación de la estirpe.
A mi juicio, una pregunta central del personaje femenino dará lugar a la respuesta-fraude, la respuesta-mentira, la respuesta-epifanía, que Pérez-Franco aprovechará con tino y con extraordinaria capacidad de efecto deductivo inferencial para cerrar su relato y exigir del lector su competencia en los términos en que Roland Barthes concebía el papel del lector, no ya como un mero consumidor de textos, sino como un productor de significados.
Se trata de la interrogante «– ¿Cuántos soles perdurará nuestro dominio?», que procura disipar (como en el oráculo griego) los miedos, las dudas, la incertidumbre que impone el porvenir, amén de la necesidad de creer y conocer para enfrentarse al destino (o intenta torcerlo, burlarlo o escapar de él, como solía hacerse en las míticas historias de la Grecia antigua).
El próximo paso creativo del autor (acierto narrativo y elección oportunísima en su texto), a través del discurso del farsante (aunque aún no se presenta como tal a estas alturas del relato), es la respuesta contundente, vertida con el dominio epistémico de la autoridad en la materia, con la seguridad de quien conoce aquello de lo que habla, con las dotes de la convicción y la capacidad persuasiva:
«– Se secará el mar infinito antes de que se extinga la nobleza de tu estirpe».
Basado en el esquema argumentativo: Primero (deberá ocurrir) A antes de que (ocurra) B (y como es imposible que ocurra A, tampoco ocurrirá B), es decir, primero lloran las piedras antes de que yo te abandone; primero hablan los montes antes de que Alemania pierda la guerra, etc., el personaje brujo cueva asegura contundentemente la irrefutabilidad de su sentencia, la seguridad y confianza de su receptor y la infalibilidad de su discurso.
No obstante, la magia del minicuento está en el acertado momento 3, en que con una alta dosis de humor, ironía, conocimiento de la historia (los signos e íconos de la historia puestos al servicio del texto literario: Bastidas, cruz, espada) y la epifanía, se pone al desnudo la falsedad de la profecía y la falta de credibilidad del brujo cueva: ocurre la develación, el desenmascaramiento, el hallazgo de la verdad literaria que enuncia el narrador con ciertos elementos lingüísticos y que el lector debe deducir, antes del final revelado a modo de «secreto a voces»:
«En el horizonte de azur, que ningún ojo otea, las carabelas de Bastidas aparecen sobre las olas, entre la bruma, con la cruz y la espada.
Viene a secar el mar...».
Como ejercicio escritural, La profecía alcanza unas cotas de excelencia por cuanto permite observar no solo la agilidad y eficacia con que su autor emplea las técnicas propias del minicuento, sino los intersticios que abre para la recepción lectora, procurando en todo momento, pero sobre todo en su desenlace, la participación del lector, quien debe completar los espacios vacíos a los que da lugar ese ingenioso juego sospechas, humor fino e inferencias a las que el texto nos invita.
Textos consultados
Jaramillo Levi, E. (2000). La minificción como emprendimiento literario. https://www.laestrella.com.pa
Pérez- Franco, R. (2006). La profecía. En Minificcionario (2019), Jaramillo Levi, E.
Rodríguez, N. (2009). El minicuento, ¿una estética posmoderna?
Rojo, V. (1997). Breve manual para reconocer mini cuentos. Universidad Metropolitana, México.
Rodolfo de Gracia Reynaldo
Academia Panameña de la Lengua
Panamá, 20 agosto de 2024