El hallazgo
a Ariel Barría
Cuando abrimos la puerta trasera de la camioneta, ahí estaban: paquetes encima de paquetes, envueltos en plástico y cinta adhesiva. El conductor saltó de la camioneta y trató de escapar, pero los compañeros del otro patrulla lo persiguieron y le dispararon cuando rehusó detenerse. Mientras los transeúntes observaban boquiabiertos al tipo muriéndose en el asfalto, yo estaba paralizado por la enorme cantidad de droga que había frente a mí en el vagón.
—Dios mío.
Estimé al ojo como tonelada y media de la buena. Luego el director de la Policía anunció el peso oficial: 1615 kilos de cocaína pura. Nos felicitaron en el cuartel, y nos tomaron una foto dándole la mano al director, con el estandarte del Departamento en el fondo.
—Oficiales ejemplares —dijo alguien.
Yo no estaba siquiera pensando claramente, poseído por la magnitud del hallazgo.
Esa noche, en cama con mi esposa, todavía tenía las malditas bolsas en la cabeza.
—Estás temblando —me dijo mi esposa—. ¿Qué te pasa?
No pude decirle. No dormí ni un minuto, los ojos abiertos toda la noche, mirando a mi esposa, a la bebé durmiendo en la cuna, al crucifijo colgando en las miserables paredes de la miserable casa en la que vivíamos, y que todavía no había terminado de pagar, poniendo mi vida en peligro cada día.
—Tremendo golpe de suerte ayer, ¿ah? —me dijo Paco cuando entré en el patrulla el día siguiente.
Lo miré a la cara y vi que hablaba en serio. Paco tenía los ojos rojos, y el aliento hediondo a licor barato. Seguro había estado toda la noche despierto, bebiéndose los cien dólares que el Departamento nos había dado como recompensa por la gran cantidad de droga confiscada. Se veía honestamente feliz con todo el asunto. Me pareció que Paco lo veía como una gran cosa, beneficiosa para su carrera y una buena oportunidad para invitar a sus pasieros a tomarse unos tragos gratis.
—¿La pasaste bien anoche? —le pregunté, sarcástico.
—¡Del carajo! —me respondió.
—¿Guaro con los pelaos y pindín con las guiales?
Sorprendido por mi tono, me espetó:
—¿Y ahora qué chucha te pasa, brother?
—Paco… —le dije, sacudiendo la cabeza—. No tienes ni puta idea de lo que hicimos ayer.
—¡Nuestro trabajo! —respondió, con sorpresa.
—Eso es demasiada coca, Paco. Demasiada. No se supone que seamos tan buenos. A algún monogordo le está faltando tonelada y media de cocaína, y te aseguro que ese cabrón no está feliz con nosotros.
Paco se había puesto sobrio de pronto, y ya no sonreía.
—¿No viste ayer por casualidad un carro pasar despacito frente a tu casa, más de una vez?
Me miró, como tratando de recordar. De pronto, abrió grande los ojos.
—Puta madre. Me cago… me cago en la…
Bajó la cabeza, apretando los dedos sobre la cara, como arañándose los ojos.
—¿Crees que saben dónde vivo?
No pude responderle. Pero sentí que no hacía falta.
—Estamos muertos, compañero, estamos listos —gimió Paco, descontrolado.
—Cálmate. Solo tenemos que ser más cuidadosos de ahora en adelante. Mantén los ojos bien abiertos y no confíes en nadie. ¿Estamos claro? En nadie. Todo va a estar bien.
—¿Estás seguro? —me preguntó, con lágrimas en las mejillas.
Miré por la ventana. En un patrulla que pasó de largo, un policía con lentes oscuros bajó el vidrio, y levantó la mano, como saludándonos. Solté el broche del revólver, y revisé el barril: seis balas color bronce dormían en el carrusel frío. Sonó el breve chasquido de un martillo.
—¿Estás seguro? —volvió a preguntar Paco, más tranquilo.
Pero ya no pude mentirle más.
Roberto Pérez-Franco
2008