La piedra mágica de Juancito
a Salman Rushdie
Siempre pensé que Juancito había nacido para sufrir. Desde que era un bebé le noté algo raro, algo inusual en la forma de su cuerpecito. Ese algo se hizo aparente cuando todos los niños de la escuela, incluso los desnutridos, crecieron más altos que él. Cuando alcanzó la adolescencia midiendo apenas dos pies y medio, incluso su madre tuvo que abrir los ojos y aceptar lo que todo el pueblo ya sabía, y que ella había negado por tantos años: el pobre muchacho era un enano.
Las viejas del pueblo bochincheaban, cada una de acuerdo a su propio nivel de ignorancia, que aquello era castigo divino, brujería, cosa del diablo, mala hierba, o – la explicación más original – consecuencia de haber cogido por detrás, lo cual es un pecado según San Agustín, que condona el polvo sólo por delante y entre esposos, a través de un huequito en una sábana, en pequeñas dosis y con el expreso propósito de fabricar más cristianos para la parroquia.
Siendo el maestro de ciencias en la escuela primaria en Caña Brava, y por ende vicario de la razón ante aquella horda, tuve que intervenir y explicarle a la madre, Manuela, que aquel defecto no era culpa de ella ni de nadie. Era el resultado de una lotería genética: Juancito había nacido enano por puro azar, y no había nada que hacer al respecto. No habiendo cura, el desdichado seguiría siendo enano hasta el último día de su vida. Lo único que restaba era educarlo para ser feliz en esa forma, aceptando sus limitaciones.
Juancito terminó la escuela primaria, a empujones de su madre, soportando paciente las mofas rutinarias de los brabucones en el recreo. Pero no hubo fuerza que lo moviera a emprender la secundaria. Esto hubiera requerido viajar hasta El Bijao, donde está el único Colegio de la región, con el consecuente encuentro de cientos de personas nuevas, desconocidos que no lo habían visto nunca y que por tanto lo mirarían demasiado la primera vez, por curiosidad algunos, otros por morbo, hasta hacerlo llorar de vergüenza. El solo prospecto, me contó Manuela, hacía sollozar a Juancito en las noches.
Con el diploma de primaria colgando de alguna pared en su casucha de quincha, recogiendo en su marco telarañas y polvo, Juancito dio por terminada su educación formal y se dedicó a atender la tiendita que su madre tenía junto a la casa. En mis viajes domingueros a la playa de Caña Brava, me detenía en la tienda de Juancito, que estaba al pie del camino. Con tal de verlo y conversar con él un rato, le compraba plátanos verdes para hacer patacones, y le dejaba prestado algún libro, con la esperanza de que entre cliente y cliente se instruyese con la lectura. Así lo vi volverse adulto, sin ganar un palmo de estatura, en la misma rutina: oyendo cantadera en una radio vieja y despachando galletas, sin más prospecto en la vida que atender aquella tienda perdida entre el mar y el monte.
– Y qué, Juancito, ¿ya tienes novia? – se me ocurrió preguntarle un día.
Juancito, encaramado en dos cajas vacías de soda para alcanzarme un duro de rosa del congelador, no tuvo oportunidad de contestarme, porque un patán que estaba sentado bajo el techo de la tienda, tomándose una malta, espetó con una carcajada dura:
– ¡Nada más María Manuela!
La referencia a Manuela me hizo pensar al inicio que aquello era una burla porque Juancito todavía vivía con su madre. Pero luego la mano del tipo, agarrotada y moviéndose como un pistón, me hizo entender que se refería a otra cosa.
– Pajizo pero no yegüero – le disparó Juancito.
El tipo se rió un poco, y el enano lo miró de reojo, sin expresión discernible en el rostro. Me sorprendió la calma con que Juancito se enfrentaba a la sorna de comentarios como éstos. Creo que, resignado a aquella suerte, había desarrollado un cascarón grueso que lo protegía de la ponzoña de las burlas. Aunque sufrió estoico el comentario, igual me arrepentí de haberlo expuesto a tal dardo con mi pregunta. En el fondo, pensé, debe ser muy triste para él vivir solo, sin mujer o novia, ya mayor y todavía en casa de la madre.
Desde ese día lo vi a menudo caminando hasta la playa, con sus piernitas de chivo. Me imaginaba yo que iba a ver las muchachas desde lejos. Sentadito en la arena, se ponía a mirar hacia las olas, donde dos o tres de ellas jugaban a la pelota con sus altos novios. El viento le traería sus risas, tal vez sus perfumes, retazos de sus conversaciones coquetas. Se me ocurría, al ver cómo arrugaba los ojos, que el destello del sol en aquellas pieles mojadas, en los bikinis de colores, lo encandilaría y le daría – tal vez – algo para soñar aquella noche.
Para Juancito, contrahecho y no más grande que un tanquecito de gas, la vida era un deporte de espectador a una edad en que otros hombres están en plena cacería. Y eso, para un macho joven, es una tragedia. Me atormentaba la idea de que Juancito nunca montó a caballo, rabeó a una res, o enlazó a un ternero. Su cuchillo no capó nunca a un potro, ni su brazo molió caña en un trapiche. Su machete no tumbó monte alguno, su hacha no sometió ningún árbol. Jamás había ido a un baile, ni a una fiesta de toros en el pueblo. Su pecho no apretó a una hembra en un pindín, ni su mano sintió la tibieza de un seno sudoroso acunado entre los dedos. Incluso los placeres llanos del campesino eran frutas demasiado altas para Juancito. «Qué vida de mierda», pensaba para mí cada vez que lo veía en la playa, o que me detenía en la tienda a conversarle.
Así vivió Juancito por treinta y tantos años, al margen de todo, ignorado y rechazado, hasta una noche en que su vida cambió totalmente, por puro azar. La recuerdo muy bien, porque se armó un gran corrincho en varios pueblos cercanos. Estaba dormido cuando me vinieron a tocar la puerta los vecinos. Con tremenda gritería, me contaron lo que habían visto los pescadores: una luz enorme apareció en el cielo, viniendo de mar afuera, y con gran estruendo había caído en la costa. Campesinos en tierra la vieron venir desde la playa y precipitarse hacia los potreros. Algunos decían que había caído en Caña Brava, y querían saber el significado de aquel evento.
Salí con un foco de mano y un machete, acompañando al grupo de vecinos, dispuestos a buscar el sitio donde habría caído aquel objeto del cielo. A los pocos minutos, guiándonos por unos gritos que escuchamos en la oscuridad, encontramos un pedazo de potrero que estaba en llamas. Había un gran gentío, rodeando un círculo de fuego. En el centro, había una res muerta. Cuando alumbré al animal, vi que estaba quemado, y en el sitio donde debería estar la cabeza había un gran agujero en el suelo, como un pequeño cráter. Los restos de arbustos en derredor estaban tumbados hacia afuera, como rayos de una rueda.
Presintiendo que se trataba del impacto de un meteorito, me acerqué al agujero y le pedí a un campesino que hurgara con una coa para ver si encontraba una piedra en ese hueco. Buscamos varias horas en vano durante la noche, y regresamos el día siguiente a buscar más, pero no encontramos nada. Ya me había resignado a no encontrar el meteorito, cuando escuché algo que me erizó la nuca:
– Juancito er de Manuela tien’una piedra metía en la tinaja. Dice la mama que jué la que cayó der cielo anoche.
No esperé a escucharlo dos veces. Cuando llegué a casa de Manuela, había una multitud afuera, como en velorio de muerto grande. Me abrí paso entre los mirones, hasta el tinajero. Efectivamente, en el fondo de la tinaja, sumergido en el agua fresca, había un objeto negro, irregular, del tamaño de un limón grande.
Juancito apareció entre el gentío, con la mano derecha envuelta en una gasa manchada de yodo amarillo, y me contó lo que había pasado. Estaba sentado en el portal, oyendo la transmisión del baile de Ulpiano en Radio Reforma, cuando vio un punto de luz que apareció entre las ramas. La luz se hizo grande y comenzó a moverse hacia abajo, y de pronto ¡plam!, como si hubiera caído una bomba en el potrero de Manuela. Juancito se fue con un machetito y una guaricha, y vio la vaca ‘escabezá’. Con el colin sacó del hueco la piedra esa. Se quemó la mano, porque la piedra estaba caliente. Por eso la tiró en la tinaja.
Durante los siguientes días, la casa de Manuela se convirtió en un sitio de peregrinaje de curiosos de toda la región. Juancito salió en la portada de varios periódicos, y recibió ofertas de personas que querían comprarle aquella piedra del espacio. Él, con una sonrisa, se negaba a venderla. Creo que fue para él un momento de gloria, saberse el centro de atención de toda la provincia, después de tres décadas siendo universalmente ignorado.
Fueron buenos tiempos para la tienda, pues los visitantes venían de lejos a mirar en la tinaja, y se tomaban una soda fría para refrescarse antes de volver camino arriba. Pero la fiebre pasó rápido, y así como vino se esfumó. Un nuevo disco de Samy y Sandra, la proximidad de los Carnavales, y la actividad política por las elecciones cercanas desplazaron pronto la historia del meteorito en la prensa local y hasta en los bochinches de los vecinos. De la noche a la mañana, nadie hablaba del asunto. Juancito dejó de ser el centro de atención, y volvió a ser nada, el enano que vive con su vieja madre, ahora con una piedra en la tinaja.
En esos días lo vi más triste que nunca. El breve paladeo de la atención ajena lo había dejado goloso, y hacía aún más hiriente volver a la sombra. Entonces se me ocurrió algo. En algún libro había leído yo que el Museo de Historia Natural en Nueva York tenía la colección de meteoritos más grande del mundo. Sería bueno, pensé yo, agregar uno más a esa colección. Tal vez Juancito aceptaría el ceder su hallazgo a la ciencia ahora que las candilejas lo habían abandonado.
Como yo no hablo inglés, pensé que los científicos bilingües del Smithsonian nos podrían servir de intermediarios. Escribí al Instituto, describiendo la caída del meteorito. Adjunté varias fotografías de la piedra en la tinaja, y les di las generales de la casa de Juancito. No escuché respuesta directa de ellos ni del Museo en Nueva York, por lo que asumí que mi correo se habría perdido o que simplemente no les interesaba el asunto.
Hasta una tarde en que recibí una llamada. Un tipo con fuerte acento gringo se identificó como el doctor Griggs, geólogo del Smithsonian y se disculpó por no haberme llamado antes.
– En la carta no nos puso su teléfono, o lo hubiéramos llamado cuando fuimos a Caña Brava – me dijo.
Era cierto. El doctor Griggs me hizo un resumen de lo acontecido desde que envié mi nota. Ellos contactaron al Museo en Nueva York, que envió de inmediato a una representante a buscar el meteorito. Viajaron desde la capital hasta la casa de Juancito, y analizaron la piedra con un equipo especial. Como vieron que era efectivamente un objeto del espacio exterior, le ofrecieron mil quinientos dólares.
– Ese amigo suyo es un personaje – dijo, riendo.
– No me diga que no quiso vendérsela, doctor… – exclamé, pensando en la forma en que estrangularía a Juancito cuando lo viera.
Cuando el gringo terminó de reírse al otro lado del teléfono, siguió con el cuento.
– Sí, nos la vendió, pero con condiciones – dijo. – Nos hizo saltar varios aros de fuego.
En resumen, Juancito convenció a los gringos de que él estaba de acuerdo con venderles la piedra, pero que su mamá, Manuela, estaba muy apegada a ella. Así que pidió a Griggs llevar a su mamá a hacer un mandado a El Bijao, para mantenerla entretenida por un par de horas, mientras que él iba con la representante del museo a hacer entrega de la piedra en un cuarto de hotel, como lo habían pactado.
– ¿Hotel? – pregunté, sabiendo que en Caña Brava no hay hotel alguno. – ¿Qué hotel?
– Creo que recuerdo el nombre – me dijo el gringo. – Se llama como una pieza de Liszt, Liebestraum, Sueño de Amor.
Sentí una corriente de sangre congestionarme el rostro. El Sueño de Amor no era un hotel. A menos que ahora se le llame hotel a aquellos sitios donde hay que apretar un botón para entrar, pagando seis dólares en una ventanilla para ocupar una habitación durante una hora. La idea de Juancito a solas con la gringa en aquel cuarto, mientras el doctor Griggs paseaba a su mamá, me dio escalofríos. «Con qué se habrá salido este enano del diablo», pensé, rogando que mi nombre no se hubiera asociado a cualquier barbaridad que Juancito hubiera cometido. Pero el gringo sonaba jovial.
– Su amigo, el Juancito, es de lo más gracioso – siguió el geólogo. – Me contó luego Katherine, la enviada del Museo en New York, que la hizo reír mucho. ¡Y eso que ella no habla ni una palabra de español! Cuando sacó la piedra del trapo, hizo como si estuviera caliente, y se la pasaba de una mano a otra gritando. Katherine se asustó, pero cuando él se la pasó, tras un grito de susto, ella vio que estaba fría y se rió mucho. Luego, cuando Juancito estaba contando los quince billetes de cien, se puso a saltar en la cama, como un niño. ¡Es muy gracioso! Hasta la invitó a comer pescado frito tras la venta. Eso fue hace como dos meses ya. El meteorito estará pronto en exhibición en el Museo.
Como las condiciones y la conducta de Juancito durante la venta me parecieron sospechosas, decidí visitarlo de inmediato. Tenía mucho rato de no verlo, porque habían empezado las lluvias y los caminos se llenaban de lodo. Era un domingo, recuerdo, y al llegar a la casa me sorprendió un grupo grande de personas, con billetes de un dólar en la mano, haciendo fila para entrar en la casa de Manuela.
– ¿Qué está pasando aquí? – le pregunté a un tipo que estaba en la fila.
Lo reconocí como el mismo que, tomándose la malta, le había disparado aquella impertinencia a Juancito años antes. Con una sonrisa de escasos dientes negros, me respondió:
– Yo pensé que usté sabía, profe. ¿Se acuerda ‘e la piedra que jalló Juancito? Parece que ej milagrosa. La gente ‘ta veniendo de toj la’o a pedijle mercé.
Me asomé dentro de la casa. Vi a Juancito, con la radio en la oreja oyendo cantadera, y el ojo puesto en una batea al lado de la tinaja, rebosante de billetes de un dólar. Ni él me vio ni yo le hablé.
Regresé al patio y, como buen hombre de ciencia, le pregunté al tipo de los dientes negros qué evidencia había de que la piedra era milagrosa. Me contó que, hace como dos meses, Juancito tuvo un sueño donde la Virgen del Carmen, patrona de los pescadores, muy venerada en Caña Brava, le había dicho que aquella piedra tenía el poder de conceder lo que se pedía con fe. Cuando Juancito lo dijo, nadie le creyó. Pero esa tarde lo vieron entrar en el Sueño de Amor con una rubia.
– ¡Usté viera qué jembra, profe! Yo mesmito la vi.
Incrédulos al verlos entrar, como era de esperarse, alguno de los discretos y respetuosos vecinos de Caña Brava se las arregló para pegar la oreja a la puerta del cuarto. Escuchó risas de ambos, y chirridos de la cama, que borraron cualquier duda del milagro que estaba ocurriendo dentro de esa habitación. Para colmo, me dijo mi informante, ese mismo día se ganó Juancito la lotería: mil quinientos manducos. Un primitivo uso de la estadística, y el puro instinto, le hicieron saber a aquella gente que dos golpes de suerte como esos, en un mismo día, eran demasiado para ser coincidencia.
Siempre pensé que Juancito había nacido para sufrir. Todavía lo creo. Pero ahora entiendo que en la vida de todos, incluso aquellos con salud, siempre hay alguna fuente de sufrimiento. El dolor nos lleva a buscar respuestas en alguna parte. Yo la he buscado siempre en el laboratorio. Otros la buscan en la cruz. Aquel invierno, en Caña Brava, miles de campesinos sencillos la buscaron en una piedra metida en una tinaja, una piedra que dos meses antes había estado en el fondo de alguna quebrada, mientras que otra del mismo tamaño, tras flotar en el espacio por millones de años, reposaba en una caja de vidrio en un museo en Manhattan.
Roberto Pérez-Franco
2008