El peón
A Capablanca
Creo que habría dormido una media hora, a la sombra de un caobo, cuando me despertó el crujir de una rama. Uno de los niños del pueblo había venido hasta la torre, y me miraba de pie como un soldadito, sucio y desnutrido, pero con aplomo. Me extendió una caja que traía bajo el brazo, y con pena me dijo:
—Don Pablo, ¿usté me podrá cambiá esto por otro juguete?
Era un juego de ajedrez, el único entre docenas de regalos que habíamos repartido en la fiesta de Navidad el día anterior. El niño, de pelo rebelde y mirada aguda, tendría unos doce años. Yo mismo le había entregado el regalo el día anterior, creyendo que por ser uno de los más grandecitos, podría apreciar el juego mejor que los más pequeños.
—¿No te gusta tu regalo? —pregunté—. Mira que a mí me gustaría mucho que me regalaran un tablero de ajedrez...
El niño volvió a contemplar la caja de colores, y la sacudió como una maraca. Cuando alzó los ojos, percibí en su rostro algo de hastío. Imaginé que, tras un día mirando de lejos a los otros niños del pueblo jugar con sus pelotas y carritos nuevos, se sentiría menoscabado con ese tablero de cuadritos y esas piecitas de formas raras. Sentí empatía en aquel momento, pero me resistí a caer en el prejuicio de pensar que un niño pobre de una aldea remota en un país de tercer mundo no puede apreciar la belleza de los escaques.
—¿Sabes al menos cómo se juega?
Negó con la cabeza, tímidamente, sin mirarme. En la pantalla de mi computadora portátil, vi que la barra de progreso indicaba cuarenta y cinco por ciento de avance en la configuración del radio microondas que habíamos instalado Jorge y yo esa mañana. «A este ritmo —pensé— falta por lo menos una hora más para que termine de configurarse». Sabiéndome poseedor de un buen lapso de tiempo libre, decidí hacer del mundo un mejor lugar, enseñando a ese pequeño lombriciento las reglas del juego inmortal.
—Ven, que te enseño —le dije.
Como quien recibe la orden de hacer tarea, se sentó con desgano frente a mí. Me estiré un poco, para terminar de despertarme, y vacié el contenido de la caja en la mesa de madera que nos había prestado el día anterior don Felipe, el maestro de la escuela primaria.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté, mientras separaba las piezas por color y clase.
—Manuel —me respondió parco.
—¿Y esa es tu hermanita? —inquirí, apuntando a una niña más chica, de unos siete u ocho años, que había llegado un segundo antes, con una pelota de futbol en las manos y un aire de nada que hacer.
—Es mi prima. Se llama María del Carmen, pero le decimos Mari.
—Bueno, presten atención los dos, que les voy a enseñar cómo se juega al ajedrez.
María soltó la pelota y se enfocó en el tablero. Manuel repitió su gesto de tedio y siguió con los ojos la pelota que rodaba perezosa hasta el pie de la torre.
Tras una breve introducción, donde hice referencia al origen desconocido y antiguo del juego, demostré a los dos niños el movimiento de cada pieza: el rey, la dama, el alfil, el caballo, la torre y, finalmente, el peón.
—Peón como papa —acotó Mari, lamiéndose, en el sudor del labio superior, algo de moco y de tierra del camino.
—Sí, peón como tu papá —respondí, aunque no conocía al padre—. Los peones son muy importantes en el ajedrez —agregué, tratando de darle a mi joven audiencia algo que los conectara al juego.
Cuando llegó el momento de explicar el jaque, el mate y las tablas, Manuel ya andaba trepando las ramas del caobo con la mirada, buscando alguna iguana escondida entre las hojas. Mari, al contrario, se mantuvo embebida aun durante la árida explicación del peón al paso y del enroque largo y corto.
—Bueno... esas son todas las reglas del juego, Manuel. Ahora puedes regresar al pueblo y enseñárselas a algún amiguito de tu edad, para que jueguen el primer partido, ¿te parece?
Manuel, que escuchó su nombre, tomó unos segundos para conectarse de vuelta a la conversación de la mesa, y se quedó pensando en silencio, echándole miradas cortas a la pelota de fútbol.
—¿No le queda otra pelota? —me preguntó, casi suplicando que lo librara de aquella penitencia.
—Manue, cogé la mía y yo me quedo con er ajendré... —propuso María, para mi sorpresa.
No había terminado de hablar la niña cuando ya Manuel había agarrado la pelota y salido corriendo de vuelta hacia el pueblo, despidiéndose con un largo grito de «Nos vemos, don Paaablooo…»
Miré a María del Carmen, con algo de escepticismo. Siendo que le había tocado una pelota en la repartición, no era muy probable que se arrepintiese de haber hecho aquel canje. Pero en el fondo pensé que tal vez debíamos haberle regalado una muñeca a la pobre niña, en primera instancia. En esos pensamientos estaba cuando apareció Jorge, con un racimo de pipas verdes y un machete.
—¡Voy retando! —gritó, riéndose.
—Si quieres echamos un partido de una vez —respondí—, porque el alumno se me fue huyendo.
Jorge abrió tres pipas, vertió el agua en nuestras cantimploras y en un vaso para la niña, y se sentó frente al tablero. Ante mi apertura de peón de rey, Jorge escogió una línea de la siciliana, el dragón hiperacelerado, que había aprendido en un libro y venía puliendo desde hace meses. Jorge y yo jugábamos ajedrez regularmente, y nos conocíamos las mañas. Durante nuestros viajes de campo, instalando antenas de microonda para dotar de Internet a las escuelas de rincones remotos del país, nos sobraba tiempo para largos y virulentos partidos. Habíamos birriado esta línea de apertura muchas veces antes, por lo que las primeras movidas fueron rápidas. Pero entrando en la batalla, un ritmo más lento se apoderó del juego.
Para mi desilusión, el primero terminó en tablas por jaque perpetuo a la altura de la movida treinta y pico. Hubiera preferido un mate, para que María, que había contemplado en silencio el tablero durante la media hora que duró el juego, presenciara algo de sangre que le avivase el interés.
Viramos los colores y empezamos un nuevo partido. Para mi alegría, este lo gané de forma convincente: un Ruy López abierto que desembocó en un agresivo ataque al flanco de rey de Jorge, con un final muy interesante donde el rey de Jorge no pudo detener el avance de dos de mis peones. Derrotado, Jorge se puso de pie y me dio la mano:
—Buen partido —me dijo—. Me voy a cambiarle el agua al canario y a partir otras pipas, para limpiar los riñones. Ahora te toca jugar a ti, mija —agregó, dándole a María el asiento—. El que pierde se para, y el que va retando se sienta.
María se sentó frente a mí, con las piezas negras, pues como ganador yo tenía derecho a las blancas.
—¿Quieres jugar? —le pregunté. María se encogió de hombros y asintió con modestia—. Vamos a que juegues tu primer partido. Yo te refresco las reglas si no te acuerdas. Y dale sin miedo, que a jugar se aprende jugando...
Abrí con peón de rey, y María me respondió con siciliana. «Muy bien —pensé—, está imitando las movidas de Jorge». Durante los primeros diez turnos, para mi sorpresa, siguió repitiendo una por una las movidas que Jorge había hecho en el juego anterior, todas en la línea principal del dragón hiperacelerado. «Tiene muy buena memoria la niña —me dije—, eso es bueno. Pero yo quiero que piense por su cuenta, para que aprenda a jugar». Decidí entonces salirme de la línea, y realicé una movida distinta a la que había usado contra Jorge, quien ya había regresado de orinar y había traído una nueva ronda de agua de pipa.
—¿Están analizando el partido anterior? —preguntó Jorge.
—No, es un juego nuevo —respondí.
Jorge levantó las cejas, y se acercó al tablero.
—¿Estás saliéndote del book? —inquirió.
—Para forzar a la periquita esta a dejar de repetir tus movidas y jugar por su cuenta.
Indiferente a mi comentario cáustico, María respondió de inmediato con una movida agresiva.
—Así no se debe jugar, Mari —le dije, aprovechando para darle una lección sobre el juego—. Tienes que pensar tus movidas antes de hacerlas, porque el ajedrez es un juego de pensamiento.
—Pero mira que no es mala la movida —señaló Jorge, tras analizarla en silencio.
A mi respuesta, que me tomó unos dos minutos, volvió María a contestar rápidamente, y así por varias movidas más, hasta que mi posición comenzó a lucir menos prometedora que la de mi joven contrincante. Jorge comenzó a reír:
—¡Cuidao, pué, que esta zambita no es manca! —disparó Jorge, sacando una libreta—. Déjame anotar estas movidas. ¿Hace cuánto le enseñaste a jugar?
María se paró de súbito.
—Voy a cambiarle el agua al canario.
En su ausencia, Jorge y yo discutimos la posición y concurrimos en que María se encontraba en una posición perfectamente sólida, mientras que mi rey estaba comenzando a recibir más atención de la que debería de parte de las piezas contrarias. Discutimos entre los dos —algo no muy ético— cuál sería mi mejor respuesta en esa coyuntura.
Cuando María regresó, ejecuté esa movida en el tablero. La niña ripostó enseguida:
—Jaque.
En efecto. Un jaque a la descubierta, que a primera vista parecía no tener mayor veneno. Respondí.
—Jaque —repitió mi contrincante, tras mover rápidamente, con la misma voz fría de la primera vez.
En este punto, Jorge y yo nos acercamos más al tablero, y luego nos miramos en silencio. Una cacería de rey se estaba insinuando poco a poco. Moví. María volvió a jaquearme, capturando mi caballo al mismo tiempo. De ahí en adelante, una cascada de jaques forzaron a mi rey desde su esquina hasta el medio del tablero, donde un alfil y una torre de María del Carmen lo finiquitaron nítidamente.
—Maque —dijo la niña.
Jorge se tiró en el suelo, con un ataque de risa. Yo me paré del tablero, cubriéndome la boca con ambas manos.
—Se dice mate, no maque —corrigió Jorge, casi ahogado de reírse.
—No se ría, que ahora le toca a usté... —sentenció María del Carmen, señalando a Jorge con su pequeño dedo sucio, mojado en agua de pipa.
El maestro, don Felipe, nos trajo una batea con tres vasos de guarapo y media docena de panes de maíz. Se sacudió la mano derecha, posiblemente para relajar la muñeca, tras haber pasado toda la mañana tomando notas sobre cómo usar la conexión de Internet en la computadora nueva de la escuelita. Creamos cuentas de correo electrónico para el maestro y cada uno de los estudiantes del cuadro de honor. En un pequeño seminario, les enseñamos cómo buscar información básica en Google.
De acuerdo con su tradición, Jorge —que tiene la cara de palo— le dio al maestro del pueblo una sesión aparte, para enseñarle cómo encontrar fotografías interesantes de féminas en vestimenta escasa, «cuando la computadora estuviese ociosa». Con la mayor seriedad en el rostro, Jorge me aseguraba que esto brindaba a los maestros un incentivo personal para mantener la conexión de Internet funcionando bien, «lo que beneficia al proyecto en el largo plazo».
Sea como sea, la conexión a la red era un evento importante, pues por primera vez, la escuela primaria Francisco Gutiérrez tendría una ventana cibernética al mundo que la rodeaba. El proyecto de la antena microondas y la computadora había sido financiado con un paquete de ayuda de un gobierno extranjero. Pero la fiesta de Navidad, simultánea a la instalación del equipo, y sus respectivos regalos habían venido cortesía del legislador de turno, que con el desinteresado gesto buscaba de soslayo asociar su nombre al acontecimiento, confiando que los votantes de Llanos de Mensabé se acordarían de él en las elecciones del siguiente año.
Antes de irnos, había querido conversar con don Felipe sobre los eventos del día anterior. Le conté del incidente bajo el caobo, de cómo María del Carmen, su estudiante de segundo grado, había aprendido a jugar ajedrez en unos cuantos minutos, y nos había derrotado a su gusto en una docena de juegos al hilo. El maestro, que entendía apenas parcialmente lo que esto significaba, trataba de encontrarle una explicación al fenómeno.
—¿No será que este sinvergüenza —dijo señalando a Jorge— le estaba soplando las movidas?
—¡Qué va! Jorge no juega tan bien como esa niña. Yo jamás había visto algo así —respondí.
—Y supongo que doce juegos ganados uno detrás del otro no pueden ser coincidencia...
—Nunca —acotó Jorge—. Sería como ganarse los tres premios de la extraordinaria doce veces seguidas, con un solo billete en cada sorteo. ¡Es imposible!
El maestro calló. Sorbió el guarapo del vaso de aluminio, y miró por la puerta abierta. En la plaza del pueblo, frente a la mustia iglesia, jugaban los niños con la pelota de Manuel, entre ellos María del Carmen, en un vestido rosa sucio y sudado.
—Bueno, Mari es una estudiante muy callada. No ha demostrado en la clase una inteligencia superior, digamos, a los otros niños de su edad. Es promedio en muchos sentidos.
—Podría ser un talento específico para el ajedrez. Esos casos se han dado —respondió Jorge—: están Capablanca, Reshevsky, Fischer, Carlsen...
—Pero creo que ninguno de ellos era tan bueno a tan temprana edad —acoté—. ¿Siete años? Por Dios.
—¿Y la niña juega muy bien, dicen ustedes? —preguntó el maestro, todavía incrédulo.
—No es que juegue bien, don Felipe, es que juega perfecto. Mire, Jorge y yo nos turnamos anotando las movidas de cada uno de los partidos. Jorge tiene un programa que analiza movidas de ajedrez, y en la noche puso la computadora a estudiar las movidas de María. El programa indica que la niña no cometió ningún error en doce partidos. Trescientas movidas perfectas, una detrás de la otra. Ni siquiera Capablanca, el jugador más talentoso en la historia del juego, era tan bueno a esta edad. María podría ser un caso sin precedentes.
El maestro guarda silencio. La magnitud de nuestro mensaje había apenas empezado a asentarse en su cerebro.
—Yo de ajedrez no sé nada —dijo al fin—. No sé qué valor o qué futuro puede tener una habilidad como esta. ¿Qué creen que debemos hacer al respecto?
Jorge y yo guardamos silencio. La pregunta nos agarró desprevenidos, pues nosotros estábamos en los Llanos de Mensabé como contratistas del gobierno para el proyecto de la antena, no como representantes del Ministerio de Educación. Pero era fácil entender lo que el maestro quería decir: le estábamos revelando que uno de sus alumnos tenía un don especial, y le abrumaba la idea de no ayudar a la niña a aprovecharlo de la mejor forma posible.
—Bueno —dijo Jorge—, yo estuve pensando mucho anoche. Casi no pude dormir. Jamás había visto algo como esto. Pensé en el Torneo Nacional, que es el mes que viene, pero no sé si las inscripciones todavía estén abiertas. Si no, hay torneos internacionales abiertos, donde los premios son de miles de dólares, pero no sé si niños tan chiquitos pueden participar. Tendría que averiguar…
—Lo que Jorge quiere decir —le dije al maestro, interrumpiendo a Jorge— es que esto puede cambiarle la vida a María y a su familia. Va mucho más allá de un torneo nacional o internacional. Es una oportunidad para que María salga adelante, se haga de un nombre en el mundo, ayude a sus hermanos a estudiar... Aparte de los premios, podría recibir becas para asistir a una buena escuela, y luego a una buena universidad en el extranjero. Si lo que pasó ayer no fue una anomalía, sino el resultado de su talento, no hay límites para lo que María puede conseguir con el tablero.
El tono de espera sonó unas cinco o seis veces antes de que contestaran. Al otro lado, la voz áspera y honda me indicó que Fulgencio seguramente estaba durmiendo la goma cuando lo despertó el teléfono.
—Maestro Fulgenciov —le dije, distorsionando su nombre en la forma típica de nuestros saludos—. Le tengo una sorpresa que lo va a tumbar de la silla.
—¿Quién habla? ¿El maestro Pablov?
Eso de maestro me lo decía por cariño, porque yo apenas si era un jugador clase A. Fulgencio, sin embargo, sí tenía el título de maestro internacional de ajedrez, uno de los pocos en Panamá que habían logrado llegar a ese nivel, superior al escalón de maestro nacional.
—Brother, te encontré al primer gran maestro panameño. Es una niña. Te la voy a llevar al club. ¿Cuándo vas a estar por ahí?
—¿El primer qué? ¿Cómo así que lo encontraste? No sé de qué carajo me estás hablando, Pablo, pero si quieres venir a la birria, esta tarde los pelaos y yo vamos a estar entrenando para el Nacional. Puedes llegar al club si quieres.
Los «pelaos» eran la Selección Nacional de Ajedrez, que —tal y como yo esperaba— estaban entrenando para el Campeonato Nacional, con Fulgencio como entrenador. Simultáneamente con la categoría abierta —compuesta casi exclusivamente de varones adultos—, se realizarían campeonatos en las categorías infantiles y juveniles.
Llegamos al club temprano, media hora antes de la hora oficial de la práctica. Quería hablar con Fulgencio antes de que llegaran los demás miembros del equipo. Además, quería que María del Carmen y su mamá se aclimataran al sitio, y al ambiente ruidoso y desordenado del club. Para madre e hija, era la primera vez que visitaban la capital, y de hecho la primera vez que salían de Llanos de Mensabé.
Doña Alicia, la madre de María del Carmen, se sentó en silencio en una silla, en una esquina, con su bolso de mano sobre el regazo. Era una mujer delgada y callada, no muy alta, y envejecida precozmente por el trabajo duro de la vida en el campo. María del Carmen andaba con una bolsa de boliqueso, los dedos manchados de amarillo, caminando por el club, mirándolo todo.
—Te traigo a alguien para que la inscribas en la categoría abierta del Campeonato Nacional —le dije a Fulgencio.
—¿Quién? ¿La niña? Pero maestro Pablov, para eso está la categoría infantil femenina. Ahí puede competir con otras niñas. Está muy chiquita… ¿ya sabe jugar?
Fulgencio miró a María del Carmen, que de mala gana estaba dejando limpiarse los dedos con una toalla húmeda que traía su madre. Me miró entonces a mí, y me dijo:
—Mejor para el próximo año. Yo te aviso con tiempo para que...
—Fulgencio —lo interrumpí—, quiero hacerte una propuesta. Juega un partido con la niña. Si tú le ganas, te doy mil dólares.
—¡Jo! El maestro Pablov tiene ganas de perder plata hoy —replicó Fulgencio riendo bulliciosamente, con el rostro congestionado.
Fulgencio andaba siempre corto de dinero. Varias veces en el pasado había tenido que prestarle de apuro para pagar la pensión alimenticia de algunos hijos que tenía regados por el mundo. La última cuenta que supe era seis hijos con tres mujeres distintas. Su salario de profesor de Educación Física no le alcanzaba siquiera para los tres que tenía en la casa. Yo sabía, entonces, que tentarlo con dinero era una forma segura de que aceptara el absurdo reto que le proponía.
—Pero si la niña te gana, quiero que tú mismo la inscribas en la categoría abierta del Campeonato Nacional. ¿De acuerdo?
—Mira, la práctica comienza en veinte minutos, así que te voy a seguir la corriente, pero tiene que ser uno rápido, a diez por bando.
Llamé a María del Carmen y la senté frente a un tablero. Tuve que convencer a la madre que dejara a la niña pararse sobre el asiento, para ver mejor.
—Estas fichas son más grandes —comentó María. Luego, mirando a Fulgencio, le preguntó—: ¿Usté también juega ajendré?
Fulgencio, que estaba preparando las fichas sobre el tablero, y ajustando el reloj a diez minutos para cada jugador, solo se sonrió. Le cedió las fichas blancas a María, para darle la ventaja de la primera movida.
—El señor es un maestro de ajedrez, María —le respondí.
Giré el tablero para darle las blancas a Fulgencio, quien me miró con una expresión de «como gustes», y abrió moviendo un cuadro el peón de alfil de rey. María, que no había visto esta apertura nunca, pues ni Jorge ni yo la jugamos por considerarla inferior, respondió con aplomo y en su característico estilo rápido.
—Cuando mueves, tienes que apretar el botón del reloj, María —le dije.
Con su manita, todavía manchada de queso amarillo, María le dio un golpecito a la perilla negra, que se hundió y echó a andar el tiempo del contrincante. Fulgencio, en parte por estar acostumbrado a jugar rápido en el club, y en parte para impresionar a la niña, respondió también rápidamente, sin pensarlo. Sacudía el muslo derecho insistentemente, con una mano en la mejilla. Así pasaron las primeras diez movidas, Fulgencio echándole miradas cortas a la niña, y María enfocada completamente en el tablero.
A la altura de la movida quince, Fulgencio trató un ataque prematuro contra el flanco de dama, que la niña castigó capturando un peón. Fulgencio, contrariado, se chupó el labio y me miró.
—Vamos a ver, Pablo, ¿dónde está el truco? ¿Le estás soplando las movidas? ¿Qué tienes ahí en la mano, una computadora?
Le mostré a Fulgencio lo que tenía en la mano: una inocente libreta de papel, donde estaba anotando el partido.
—Juega —le espeté.
Fulgencio volvió al juego, y pensó durante largo rato. Tras una pausa, intentó una combinación para recuperar el peón. Pero María la refutó rápidamente, ganando una pieza en unas cuantas movidas más. El reloj de Fulgencio en este punto indicaba que le quedaban solo dos minutos, mientras que el de María del Carmen todavía tenía nueve de los diez minutos disponibles.
—¿De dónde sacaste a esta niña? —me preguntó Fulgencio.
—De un pueblito al que no has oído mencionar en tu vida, compadre.
Fulgencio peleó por unas quince movidas más, poniéndose de pie para ver mejor el tablero. Al final, con una torre arriba, María del Carmen amenazaba darle un pronto mate en la octava fila al rey blanco. En este punto, Fulgencio lo tumbó, indicando que se rendía. Ya casi no le quedaba tiempo a su reloj, y de todas formas el mate era inminente. María del Carmen se puso de pie, y le extendió la mano:
—Buen partido —dijo.
Fulgencio le estrechó con cuidado la manito delicada, con una expresión de espanto en el rostro, como si hubiera presenciado la resurrección de Lázaro. Alrededor de la mesa se encontraban unas quince personas que venían a la práctica, y que habían quedado cautivos ante el espectáculo del tercer mejor jugador del país siendo derrotado por una niña de siete años con los dedos manchados de boliqueso y con mocos en las ventanas de la nariz.
—Maestro Pablov, creo que usted me está tomando el pelo —me dijo Fulgencio—. De alguna forma estabas diciéndole a la niña qué jugar. No sé cómo lo hiciste, pero es la única explicación.
—Te lo juro que no.
—Pero es que… bueno. Vamos a ver —dijo, riendo.
—Recuerda lo que me prometiste —le insistí.
—Sí, pero eso fue antes de que supiera que ibas a hacer trampa —me dijo, con un timbre de duda y mirando a la niña de reojo.
—Fulgencio, esto es real. La niña jugó sola…
Sin decir palabra, el maestro armó dieciséis tableros, cuatro en cada una de sendas mesas que se encontraban en el salón principal del club. Luego instruyó a los ocho mejores miembros de la categoría abierta y a las ocho mejores jugadoras de la categoría femenina adulta, que ya habían llegado para la práctica, sentarse en el lado de las blancas de cada tablero.
—Jóvenes ilustres —anunció Fulgencio—, este señor que está aquí es mi amigo, el ingeniero Pablo Escudero. Yo estoy convencido de que Pablo quiere verme la cara de pendejo. Ha traído a una niñita desde canto del rayo, y dice que le ha enseñado a jugar ajedrez. Ustedes vieron la limpia que me acaban de meter, y yo voy a averiguar cómo lo está haciendo. Así que vamos a hacer una simultánea: la selección abierta en este lado, la femenina en este otro. Tomen ustedes las blancas. Pónganle una hora a su reloj y diez minutos al reloj contrario.
Fulgencio me miró fijamente. Semejantes condiciones adversas son inauditas en una simultánea. La idea de una simultánea es que un maestro juegue contra múltiples jugadores inferiores a la vez. Tradicionalmente, el maestro recibe las blancas, y los relojes marcan al menos igual tiempo para ambos bandos. Pero Fulgencio estaba haciendo todo al contrario: maestros nacionales jugarían contra una niña que había aprendido las movidas hace menos de dos semanas, donde el lado considerado más débil recibía las fichas negras y apenas un sexto del tiempo en el reloj.
Aplacando las protestas de algunos jugadores que veían las condiciones como una injusticia, y de otros que pensaban que todo el asunto era una pérdida de tiempo, Fulgencio inició todos los relojes, y ordenó:
—Jueguen. Si Pablo y la niña están haciendo trampa con una computadora, el truco les va a fallar en una simultánea. Y tú —agregó, mirándome a mí—, tú te paras al lado mío, con las manos en la espalda.
Me di cuenta de que Fulgencio estaba, al mismo tiempo, afrentado por la derrota y admirado por lo que él pensaba era un truco, y no me quería dejar «salirme con la mía».
—¿Y si la niña gana de nuevo? —pregunté.
Un revoloteo de risas recorrió el salón. Conociendo a Fulgencio, tiene que haber pensado: «Si la niña gana, me la corto». Pero me respondió:
—Si gana todos los partidos, yo mismo le pago el boleto de avión para el Zonal en Guatemala —me respondió—. El tiempo está corriendo...
Miré a María del Carmen, quien estaba despachando un tercer paquete de boliqueso.
—¿Qué significa simultánea? —me preguntó.
—Significa que vas a jugar contra todos ellos al mismo tiempo. Tienes que acordarte de apretar el reloj cuando mueves, porque el tiempo está corriendo.
María se acercó al primero de los tableros. El flanco blanco ya había realizado la primera movida: peón de dama. María movió y apretó el botón del reloj. El círculo plástico negro quedó manchado de brusquitas amarillas. Dio tres pasos a la derecha, echó un vistazo al segundo tablero, que mostraba una apertura inglesa, movió y apretó el reloj. Así, en círculos, siguió caminando y moviendo al instante, en un despliegue alucinante de veni, vidi, vici durante varias horas, ante la mirada voraz y fascinada de Fulgencio.
Terminé de apretar la última tuerca del plato del microondas, y guardé el destornillador en el cinto. Remecí el plato suavemente, para verificar que estaba firmemente sujeto a la torre. Cuando iba a bajar, sonó el teléfono celular.
—¿Pablo Escudero?
—Dígame —respondí.
—Le habla Jacinto Solís, ministro de la Presidencia.
Tras unos segundos en silencio, respondí:
—Dígame, señor ministro, en qué puedo servirle.
—¿Conoce usted al señor Fulgencio Correa?
—Sí, lo conozco desde hace tiempo.
—¿Conoce usted a María del Carmen Ochoa?
—Sí, la conocí hace un año. ¿Pasa algo malo, señor ministro?
—Usted me dirá. ¿Es cierto que usted le enseñó a María del Carmen a jugar ajedrez?
—Bueno... —respondí— yo le enseñé a mover las piezas.
Un incómodo silencio dominó los siguientes segundos.
—¿Tiene algo que decirme sobre el estilo de juego de la niña? —preguntó el ministro.
—Pues que es perfecto, diría yo. Hasta donde sé, no ha perdido nunca ningún partido.
—Ningún partido, en efecto —interrumpió el ministro—. La niña resultó invicta en el Campeonato Continental, y se calificó de primera en el Torneo de Candidatos, sin perder un solo partido. Ahora es considerada favorita para el Campeonato Mundial.
Yo sabía todo esto, pues estaba en todos los diarios del país. No sabía qué responder.
—¿No encuentra nada raro en esto? —inquirió el ministro.
—Pues es algo único, señor ministro, algo que no tiene precedentes.
—Dígale eso al agente de Vesselyn Topalov. La Federación Búlgara de Ajedrez ha interpuesto una protesta oficial contra la Federación Panameña, arguyendo que María del Carmen fue asistida por una computadora remota durante su partido contra el campeón búlgaro.
—Pero eso es ridículo. Además, María del Carmen juega mejor que cualquier computadora.
—Ayer en la tarde, la niña fue sometida a un examen riguroso de resonancia magnética, buscando electrodos, audífonos u otros elementos foráneos que pudiesen haber sido instalados en su cuerpo para asistirla con el juego.
—Por supuesto no encontraron nada —me adelanté.
—Nada. Está limpia. Y muy sana, al parecer.
Tras decir eso, la voz al otro lado del teléfono guardó silencio.
—¿Usted me está llamando por algo en particular, señor ministro?
—El señor presidente está haciendo preparativos. María del Carmen no ha perdido un solo partido hasta ahora, incluso contra los jugadores más fuertes del mundo. Yo no sé nada de ajedrez, pero he leído reportes de expertos que indican que, si continúa con ese nivel de juego, el Campeonato Mundial será suyo. ¿Sabe lo que eso significa?
—Creo que sí.
—Significa el primer campeón mundial de ajedrez panameño. Significa la primera mujer en ganar el Campeonato Mundial abierto. Significa el primer jugador que se corona campeón mundial sin haber terminado siquiera la hijueputa escuela primaria. ¡Eso es lo que significa! ¿Usted me entiende?
—Le entiendo perfectamente. Es algo muy grande para el país.
—Y el presidente va a estar ahí, en primera fila, al lado de la niña. Habrá eventos, habrá discursos, habrá cámaras. Si la niña está haciendo trampa, dígamelo ahora, señor Escudero, antes de que el presidente haga el ridículo.
—Yo le aseguro… es más, le juro por la vida de mi santa madre, que María del Carmen jamás ha sido asistida por nada ni por nadie, y que cada partido que gana, lo gana por sí misma.
Escuché una exhalación de alivio en el auricular.
—Eso es lo que quería escuchar.
Otra larga pausa siguió a su comentario.
—Bueno, señor Escudero, no le quito más tiempo.
—A la orden siempre, señor ministro.
—Una cosa más... —agregó—: gracias por encontrar a María del Carmen.
—Gracias a ustedes por apoyarla.
Tras un breve chasquido, la línea quedó en silencio. Guardé el celular en el cinto, y agarrándome fuerte de la torre con ambas manos, como abrazando la estructura de hierro, respiré hondo y medité por largo rato. Levanté la vista entonces, y miré hacia el horizonte. La torre se erguía sobre una loma, en un sitio alto llamado Los Búhos. Hacia el sur se abría el Pacífico, infinito y nebuloso, de un azul triste, indeciso. Hacia el norte, el monte virgen, de un verde hondo, tupido hasta donde llegaba la vista. Al pie de la torre, Jorge tomaba una siesta en un catre de campaña, cubriéndose los ojos con una almohada.
Medio kilómetro más abajo, al pie de la loma, distinguí la figura de tres hombres. Los había visto pasar esa mañana, con sus pantalones de diablo fuerte y sus camisas de manta sucia, los machetes afilados y la totuma con agua de la quebrada fresca. Salomando, feroces con el garabato y el colin, los tres peones despachaban la maleza de un potrero bajo el sol inmisericorde del mediodía.
Pensé en María del Carmen, y en cómo pronto su vida cambiaría para siempre. Tendría el mundo a sus pies. Y sin embargo, habría acusaciones en su contra, que solo el tiempo podría despejar, reivindicando su nombre. Pensé en su inocencia, y su talento, ambos sin límite. Y dudé. ¿Habríamos hecho lo correcto Jorge y yo al hablar con el maestro de escuela y revelarle el talento de María del Carmen? ¿No hubiese sido mejor dejarla tranquila, paloma perdida en el monte, viviendo su vida de niña, y luego de esposa y madre campesina en los Llanos de Mensabé?
Pensé en su padre, peón rústico y humilde, levantándose al amanecer para ir al potrero a tumbar monte, manteniendo la energía con trozos de raspadura y grandes tragos de agua fresca. Pensé en su madre, Alicia, envejecida por el trabajo del pobre, lavando ropa en la quebrada, cocinando tortillas changas en la arcilla plana sobre el fogón, con los hijos pegados en las tetas secas, la mirada perdida en la casa de quincha. Pensé en mí mismo, en la cúspide de aquella torre, trabajando de sol a sol, todos los días, domingos y feriados, ganándome la vida.
«Todos somos peones en este juego», fue la frase que me vino al pensamiento. También María del Carmen lo era. «Este es nuestro destino». Contemplando el trío de peones en el monte, me consoló pensar que Mari podría al menos llegar ahora a ser la reina en el tablero de su vida.
Roberto Pérez-Franco
2008