La paradoja

a Miguel Ángel Conde

Cuando sentí la muerte cerca, le pedí a Ana que llamara al Padre Zósimo. Por un segundo, sus ojos me miraron con lástima. No la culpo: desde niña la crie agnóstica, y rebelde contra la religión, como su padre. Creo que no me entendió cuando comencé a leer la Biblia, hace unos meses, sintiendo que mi hora se acercaba.

Me despertó el aceite en la frente. Pensé en lo lamentable que debía ser mi apariencia si Zósimo había llegado aplicándome los santos óleos sin siquiera saludarme. Nuestra vieja amistad, forjada en los días de escuela, había pasado por amargos momentos de extrañeza cuando renuncié a la fe de mis padres.

Zósimo siempre fue un gran creyente. De familia piadosa, se ordenó en el Vaticano y ahora era profeta en su propia tierra. Varias veces lo debatí en tribunas públicas sobre asuntos de salubridad, yo tratando de avanzar la causa de la ciencia y la modernidad, él aferrado a los dogmas y prejuicios de Roma.

– Mi viejo amigo – susurró cuando abrí los ojos.

– Necesito saber – le dije, con lo que me quedaba de voz – hacia donde voy.

Zósimo sabía bien que había vuelto a las escrituras, y me consoló:

– El que cree en Él, no degustará la muerte. Vas al Reino del Padre.

– Eso es poesía – le respondí. – Yo te pregunto sobre la realidad. La muerte no es teoría para mí, Zósimo, que me muero esta tarde.

– La Palabra no es poesía; es la verdad eterna – dijo.

Respiré hondo. El estertor de mi pecho le hizo apretar los labios y mirar a otro lado.

– Es bonito eso de los pájaros del cielo y los lirios del campo, Zósimo, pero los niños se mueren de hambre y de frío. ¿Cómo puedo creer lo que está escrito si mis propios ojos me muestran lo contrario?

– Con fe – me respondió.

No dije más. Me giré en el lecho hacia el otro lado y cerré los ojos. No sé cuánto dormí, pero cuando desperté, Zósimo estaba a mi lado, dormido en la silla. Ana debía estar en la cocina, pues escuché sonidos de trastos en el fregadero. Me pregunté si mi muerte sería como el sueño de Zósimo, tranquilo descanso de los afanes del cuerpo y la mente. Sentí envidia de su credulidad, de su fe maleable. Aun con la garra de la parca en mi cuello no lograba sobreponerme a las patentes falacias del texto bíblico.

Esperando, me vino a la mente una contradicción que largamente me había intrigado. Mateo 23:36. «De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta generación». Esta generación. Según el evangelio canónico, eso dijo Jesús, y desde entonces cien generaciones de fieles han creído el vaticinio: el Hijo del hombre viniendo en su gloria sería visto por esta generación, lee el texto, y ya han pasado dos mil años de espera en vano.

Pensé que dado que la tradición apocalíptica es anterior a Yeshúa Bar Yussef, podía haber sido incluida en el texto por seguidores celosos de mantener el dogma farisaico en la nueva fe. ¿Cómo saber si lo dijo el Maestro? Y si lo dijo, ¿por qué han caído una tras otra las generaciones, como hojas de teca en verano, sin que venga el reino?

No supe cuándo me dormí, pero me despertó el óleo en la frente nuevamente. Abrí los ojos y vi a Ana, llorando de pie, junto a Zósimo. Oí el rezo en latín, pero no pude hacer sentido de lo que decía. Spiritu... Christi... Domine... in Paradisum... Frases, palabras sueltas. El cuarto parecía hecho de etéreos tejidos, cada vez más oscuros. Una presión en el pecho me arrancó un quejido. Sentía cierto dolor, pero no tenía miedo. Supe que la hora había llegado, y decidí, como Sócrates, aprovechar hasta el último momento en tareas intelectuales. Decidí recibir el misterio acariciando la paradoja del reino que no llegaba.

¿Qué tal – me dije – si el reino no es como lo pintan en las portadas de ciertos panfletos cristianos, un jardín terrenal para cuerpos resucitados? ¿Qué tal si la llegada del reino es simplemente la liberación del espíritu de las ataduras terrenas, la vuelta a la fuente de la vida, el alma cerrando el circuito, reconectándose con el origen, con el Uno?

Temí que la agonía me hacía desvariar, pero seguí pensando, combatiendo la experiencia con intentos de cordura.

Pero aun así, ¿por qué no había llegado? Él prometió que no pasaría esta generación antes de que el reino llegara. Esta generación. ¿Cuál generación es esta? La generación de un espíritu eterno es eterna, y en ese marco la afirmación no tiene sentido, por ser infinita. La generación de la audiencia original ya había pasado, junto con cien generaciones siguientes.

Abrí los ojos, pero no vi nada.

La generación mía, sin embargo, esa no había pasado todavía. Esta generación, dice el texto, no aquella. Esta. No pasará esta generación antes de que venga el reino. ¿Cuándo termina mi generación? Con la muerte de mis amigos, o con la mía. Mi último día marca el final de mi generación, una generación de un hombre. La medida de todas las cosas. Eso es.

Sentí un gozo inmenso, pues creí haber resuelto el misterio de dos milenios. Quise decirle a Zósimo que había entendido al fin, que había descifrado el mensaje, que el texto hacía sentido, y que tenía fe otra vez, como cuando era niño. Pero no pude. No veía ya la habitación, ni al amigo, ni a mi hija. No sentía mi cuerpo. No tenía dolor. Solo la delicia de lo intangible. Y el resplandor. Y la dicha.

Roberto Pérez-Franco
2007