El Circo
a Shirley Jackson
De la mano de mi abuelo, entré en la gran carpa. La fila, que había avanzado lenta, se hacía fluida al cruzar el umbral del Circo. Caminando hacia nuestros puestos, a la izquierda, me llamaron la atención el techo inmenso, iluminado y cruzado de cables, y un vago olor, desagradable pero familiar.
Grandes reflectores paseaban sus columnas de luz en la atmósfera polvorienta. Algunos malabaristas, arrojando antorchas y cuchillos, entretenían al público que tomaba asiento.
Las luces se enfocaron en el centro de la pista principal. Un hombre vestido de negro, con un bastón plateado y un micrófono, nos dio la bienvenida a la presentación anual del Circo. La intensidad de los aplausos me hizo sentir por primera vez la certeza de que miles de personas estaban ahí, físicamente, en torno a aquel punto.
—Pronto disfrutaremos de la alegría y la novedad del espectáculo que hemos preparado para este año —dijo el presentador—; pero primero, como es tradición, debemos comenzar con el evento más importante: la jaula.
Sentí que mi abuelo apretó mi mano y luego la soltó para aplaudir igual que todos. Las luces se enfocaron en una segunda pista, donde —en una esfera, de unos diez metros de diámetro, hecha de malla metálica— un motociclista daba vueltas ferozmente.
—Ese es tu hermano —susurró mi abuelo en mi oído.
La moto giraba en la jaula, en torno a su ecuador, y luego surcando los meridianos, como si no existiese la gravedad. El público aplaudía. Yo me sentí emocionado. No recordaba bien a mi hermano. Hace mucho tiempo que no vivía con nosotros. Que estaba en el Circo, es lo que me habían dicho. Y ahora lo veía, efectivamente, con su casco dorado, desafiando la física en esa bola de hierro.
En un punto, la motocicleta se detuvo y el público guardó silencio. El hombre del bastón plateado dijo:
—¿Dónde está el joven?
Las columnas de luz giraron. Quedé ciego por el resplandor. Me tomó un instante entender que las lámparas estaban sobre mí. Sentí la mano de mi abuelo posarse sobre mi espalda y empujarme suavemente para que diese un paso adelante.
Una mujer, con un traje diminuto de lentejuelas y una estrella en la frente, vino a tomarme de la mano y me llevó, en medio de aplausos, hasta la segunda pista. Abrió una puerta y me introdujo en la jaula. Vi el rostro de mi hermano, pálido y sudoroso, tras la visera del casco. La mujer abrió un cofre y sacó un sable. Me lo pasó, a través de un hueco en la jaula, y me indicó con un gesto suave que se lo entregase a mi hermano. Cuando él lo tomó, noté que su mano derecha estaba encadenada al timón mediante una especie de esposa de oro.
La motocicleta arrancó y comenzó a correr por las paredes de la jaula. Las columnas de luz oscilaban en torno a nosotros. Promoviendo el aplauso de la audiencia, la mujer de las lentejuelas caminaba sobre el borde de la pista con los brazos en el aire. El presentador seguía hablando en el micrófono. Traté de ubicar a mi abuelo entre el público, pero las luces no me dejaban ver más allá de la vaga nube de polvo.
De pie en el nadir de la esfera, sentí que había algo familiar en esta escena. Ya había visto antes la estela de chispas brotando del sable al chocar con la malla metálica. Ya había escuchado el clamor del público, ahogando el rugido del motor. La motocicleta giraba a mi alrededor, y el sable extendido hacia el centro varias veces pasó cerca de mi cuello. Pero no sentí miedo.
El aplauso se fue apagando, y un creciente abucheo lo reemplazó. La motocicleta se detuvo y mi hermano arrojó el casco. El hombre del micrófono tosió, como para aclarar la garganta, y dijo:
—Que así sea.
La chica de las lentejuelas entró en la jaula, giró sobre sus tacones altos, tomó el sable de la mano pálida de mi hermano, y lo decapitó. El público volvió a aplaudir cuando ella alzó la cabeza. Tres enanos sacaron de la jaula la motocicleta y el cuerpo de mi hermano.
—Mi nombre es Estela —me dijo la mujer, con una hermosa sonrisa, mientras limpiaba con su mano tibia algunas gotas de sangre que habían caído sobre mi rostro.
Tomó mi brazo y colocó con cuidado una pequeña esposa de oro en mi muñeca. Tenía el logotipo del Circo grabado en el costado.
Cuando las luces migraron hacia la pista principal, el hombre del bastón anunció grandilocuente el inicio del espectáculo de este año. Una fila de elefantes, montados por mujeres con penachos azules, y seguidos de una caterva de payasos, inundó la pista. En la tercera fila, al lado de una pareja joven con varios niños que aplaudían alborozados, distinguí a mi abuelo. Reía, tal vez demasiado fuerte, de las payasadas. No sé si era sudor, pero me pareció ver una gota en su mejilla. Recordé el olor familiar que había sentido al entrar a la carpa. Era de sangre.
Roberto Pérez-Franco
2006