Maldad

a mi hermana

Chino, mi único hermano, es tres años mayor que yo. Dice mi mamá que Chino no es tonto, sino un poco necio y duro de cabeza. Es un buen niño, según la opinión de mamá. Tal vez lo es con ella, o al menos ante sus ojos, pero con otros – conmigo especialmente – siempre ha sido perverso. Recuerdo que, cuando cumplió ocho años, mis papás le regalaron una bicicleta. Paseó con ella unos días y, como era típico, se aburrió pronto. Pero nunca quiso prestármela.

– Viste, Chino, préstame la bici – le rogaba yo.

Mi madre le habría dicho algo, moviéndolo a compasión para convencerlo de prestármela, pero la última palabra la tenía él. Si decía 'no', era no y hasta ahí llegó el asunto. Mis padres no gustaban de contrariarlo. En mi caso, era lo opuesto. Si yo tenía un juguete nuevo, y Chino se antojaba de jugar con él, mi madre me diría como un rayo:

– Nena, préstale el juguetito a Chino. ¡No seas mala!

Mala yo, ¡imagínese! Cuando ponía mi cara de ¡fo!, mamá alzaba las cejas, como diciéndome en un lenguaje secreto: 'Recuerda que tu hermano es especial'. Así, yo cedía y Chino arrancaba a jugar con mi juguete nuevo, sin que yo pudiera siquiera estrenarlo. Invariablemente, me lo devolvería cuando le diera la gana, sucio y roto. Recibía yo los restos de mi regalo, lo que Chino había dejado, las piltrafas.

En cariño me llegaban las piltrafas también, o al menos eso sentía yo. Mi madre sólo tenía ojos para Chino: que cuidado se va para la calle, que ojo al Cristo que se quema con la estufa, que si Chino hizo esto, que si dijo lo otro... Y a mí, que me comiera el perro. Mi padre igual: cuando llegaba del trabajo, cansado, me daría un beso en la cabeza y me haría alguna pregunta sobre la escuela. Sin escuchar la respuesta, se iría a preguntarle a mi mamá cómo le había ido a Chino en clase. Eso se lo podía responder yo. ¿Cómo le va a ir, hombre? ¡Pues mal!

Estábamos juntos en primer grado, yo adelantada un año y Chino atrasado dos, porque él, como he dicho, era 'un poco necio y duro de cabeza'. Estábamos en el mismo salón y teníamos la misma maestra. Ella, al igual que yo, verificó rápidamente cuán 'necio y duro de cabeza' era Chino. Más que duro, era hermético: no le entraba nada. Estaba enemistado a muerte con las letras y los números.

Recuerdo que una vez la maestra hizo una clase especial sobre los planetas. A cada alumno le regaló un confite por cada nombre que memorizaba. A mí me tuvo que dar nueve, pues me los aprendí todos: desde Mercurio hasta Plutón. A Chino sólo le dio un pedacito de melcocha, y eso al final de la clase, porque tras una mañana de esfuerzo lo más que logró fue que dijera 'jépete' en vez de 'Júpiter'.

Su hora favorita era el recreo, que aprovechaba para pelearse con los otros varones y para subirles las faldas a las niñas. Se portaba tan mal que una vez le pusieron una estrellita verde en la frente por el único mérito de no haberle subido la falda a ninguna esa mañana. Mis papás le celebraron esa estrella como si fuese la que anunció la llegada del Niño Dios. Ahora que lo pienso, él era en casa una especie de Niño Dios. Yo, por el contrario, era como el buey que ponen al lado del pesebre, que está ahí pero no hace mucho bulto: ya ni me decían nada por las estrellitas doradas que traía diariamente en la frente, por ser una santa en el salón y mantener calificaciones inmaculadas.

– Es que los varones son distintos a las niñas – decía mi madre. – ¡Son más activos!

Me resigné pronto a que Chino y yo éramos medidos con varas asimétricas. A lo que no me resigné nunca fue a que él me hiciera tantas maldades. En mi barrio le llamamos 'maldad' a las travesuras infantiles que buscan, por placer perverso, hacer daño a un semejante o a un animalito. Chino, que no podría definir la palabra, sacó desde temprano un doctorado en hacerme maldades de todo tipo.

– Chino, no le hagas maldades a tu hermanita – diría mi madre, sin mucho énfasis, cada vez que me veía venir llorando. – Déjala, que ella está tranquila con su muñeca...

Mi hermano, por supuesto, le hacía tanto caso como al reloj cucú que da la hora. Me pellizcaba los brazos, me escupía, me tiraba del pelo, decapitaba a mis muñecas, ¡en fin! Si hay algo ilimitado en el universo es el número y variedad de maldades que un niño 'un poco necio y duro de cabeza' puede hacerle a su hermanita menor. Parecía ir refinando el arte de molestarme, y dedicaba gran parte de su tiempo a hacerme la vida difícil.

El día que cumplió ocho años, cuando le regalaron la bicicleta, fue particularmente memorable en cuanto a las maldades: le arrancó las orejas a un perro de peluche rosado que me había regalado mi abuela Pita en navidad; me tiró un jabón en el ojo, mientras me bañaba; y después remató el golpe, arrojándome a la cara un pastelito de maíz congelado. ¡Y con qué puntería!

Recuerdo bien que eso ocurrió el día de su cumpleaños, porque mi llanto no surtió ningún efecto en mis padres. Él gozaba de una especie de inmunidad por ser el cumpleañero. También me acuerdo del día específico porque hicieron un sancocho grande para la fiesta, y mi mamá le pidió a mi papá comprar pollitos para repoblar el gallinero. Aunque otros días se trastocan en la neblina de la memoria, yo no confundo ese día de mi infancia con ningún otro: fue el día que juré solemnemente, ante las orejas mutiladas de mi peluche, vengar todas las maldades de Chino.

Mi papá trajo los pollitos esa tarde: doce bolitas de plumas amarillas. Chino los correteó en el patio a su gusto, tratando de pisarlos. Los pollitos corrían aleatoriamente bajo sus pies, evadiendo las zancadas con gran habilidad. Hasta que Chino pisó a uno. Creo que se arrepintió enseguida: con lágrimas en los ojos, lo vio retorcerse un poquito y después quedarse quieto. Ese llanto de culpa me hizo entender que había, tal vez, algo de bondad en su corazón.

Había otras cosas en su corazón; entre ellas, el egoísmo ocupaba un sitial eminente. Al atardecer, durante la celebración del cumpleaños, Chino fue el primero en golpear la piñata. Era una cabeza de payaso, con flecos de papel crespón y una mota de lana en el gorro. Chino le metió un palazo con todas sus fuerzas y la piñata, que mi padre había amarrado pobremente, se soltó de la soga. Chino la apañó en el aire, y salió corriendo hasta su cuarto. Allí se quedó por media hora, comiéndose él solo los confites, hasta que la promesa de mi padre de una bolsa de caramelos para él solo lo convenció de liberar al rehén, que aún conservaba parte de su contenido.

El azúcar se le debió haber subido a la cabeza, porque Chino anduvo como loco hasta que un chico le dio su merecido. Le levantó la falda a la niña equivocada, creo yo, porque un niño (tal vez el hermano o el noviecito) vino y le metió un trompón en la boca a Chino, que lo hizo sangrar y caer de espaldas. Hasta ahí llegó la fiesta. Lo llevaron al hospital y le cosieron varios puntos en la parte interior del labio. Le untaron una pomada en el chichón de la cabeza y lo dejaron una noche en observación. Cuando supo que tenía que dormir en el hospital, rompió a llorar. Mis padres para consolarlo, le preguntaron:

– ¿Qué quieres para entretenerte?

A lo que Chino respondió: 'un pollito'. Mis padres fueron a la casa, y tomaron a uno de los once pollitos sobrevivientes y se lo trajeron a mi hermano. 'A éste lo va a matar también', pensé. Pero estaba equivocada. Creo que algo en su cabeza se descompuso (o se compuso) con el golpe en el suelo, porque agarró al pollito con una ternura inusitada y lo acarició por horas, hasta quedarse dormido.

Desde entonces ese pollo en particular fue su favorito. Cuando llegaba de la escuela, le daba agua y comida, lo acariciaba y le contaba cosas. Diría, a riesgo de sonar ridícula, que él lo consideraba su amigo. Hasta le puso un nombre, muy original por cierto, que nadie adivinaría en un millón de años: ‘Pollito’. Ya sea por el golpe en la cabeza, o a propósito de esta nueva amistad, se dio un cambio en la personalidad de mi hermano: ya casi no peleaba en la escuela con los niños, y rara vez le alzaba las faldas a las niñas.

Sus maldades hacia mí, sin embargo, no disminuyeron. Mis padres se alegraron tanto por su recién adquirido comportamiento en la escuela, que le permitieron la libertad de seguirme molestando a mí en casa. Sin embargo, creo que no se preguntaron nunca la razón del cambio, y no conocieron – hasta donde sé – de la amistad de Chino con Pollito. De hecho, creo que nadie lo supo, excepto yo.

Mi hermano me aseguraba que era capaz de reconocer a Pollito entre todas las demás aves. Al principio pensé que era una más de sus locuras, pero con el tiempo me di cuenta de que ciertos rasgos eran diferentes entre los pollos y que mi hermano, en efecto, parecía siempre alimentar y acariciar al mismo individuo. Incluso cuando crecieron y se convirtieron en gallinas, Chino seguía reconociendo a Pollito entre las demás aves de corral. Pollito resultó ser una gallina, por cierto, y no un gallo como esperaba mi hermano, pero su afecto mutuo no disminuyó por el inesperado giro en los eventos.

Así estaban las cosas cuando llegó el siguiente cumpleaños de Chino, con la respectiva euforia en su ánimo. La abuela Pita vino de visita la noche anterior y nos trajo regalos. Me dio los míos inmediatamente, y guardó los de Chino para la fiesta del día siguiente. Entre mis regalos estaba otro peluche. Aunque lo escondí para que Chino no lo encontrara, de alguna manera logró dar con él y destrozarlo antes de irse a la escuela. Ese crimen fue el último insulto a mi dignidad, y recordé mi juramento.

Entonces mi cerebro de niña de seis años puso en marcha un plan maestro para ejecutar mi venganza. Comencé por fingir tos y debilidad, para convencer a mis padres de dejarme en casa descansando. Una vez que ellos se fueron a trabajar, y que Chino estaba en la escuela (tal vez tratando inútilmente de aprender el nombre de algún planeta que tuviese menos de tres sílabas), procedí con el segundo paso: engatusar a la abuela Pita. Llegué en mi camisón de florecitas hasta la cocina, donde ella – con delantal y todo – hacía los preparativos para la fiesta.

– ¿Cómo te sientes, Nena? – me preguntó la abuela Pita.

Le indiqué ‘más o menos’ con la manito que tenía desocupada. Para completar el cuadro, traía a rastras en la otra el peluche mutilado, que había sucumbido entre las manazas de Chino en su día de estreno. Mi abuela me alzó entre sus brazos y me dijo una serie de tonterías dulces en tono de puchero, de esas que la abuelazón, por motivos ignotos, hace creer a las viejitas que encantan a los niños. Le dije que tenía hambre, mientras me restregaba los ojitos con la mano y tosía.

– Te voy a hacer una sopita de pollo para que te sientas mejor – sentenció Pita.

Yo sonreí. Sacó de la despensa un paquete de sopa de pollo deshidratada.

– Esa no me gusta – dije, redoblando la tos.

La abuela se detuvo un momento, como meditando. Yo esperé pacientemente. Ella miró por la ventana hacia el patio, y el rostro se le iluminó cuando vio el gallinero. Me dijo que la esperara un momento en la cocina y se fue con un cuchillo. Por supuesto, salí detrás de ella. Creo que la emoción hizo que me olvidara de toser mientras corría, con peluche y todo, hacia el patio.

La abuela Pita tenía buena intención, pero malos reflejos, y le faltaban fuerzas. El gallinero es grande y por varios minutos trató en vano de capturar alguna gallina, pero éstas ágilmente esquivaban sus manos. Todas estaban entrenadas en las artes del escapismo, acostumbradas al acoso de Chino. Todas, excepto una: Pollito, que siendo la favorita del demonio, no había tenido nunca que correr por su vida. Hasta ahora.

– Agarra esa de allá, güelita Pita, que está quieta – le dije.

– ¿Cuál, m'ija? – preguntó inocente, con el rostro sudado y luchando por respirar.

Se la señalé con el dedito y tosí un par de veces para darle gravedad al momento. Ella la divisó, y saltándole por detrás logró agarrarla por el rabo. La trajo colgando de cabeza hacia la cocina. Sacó una olla grande, y puso a hervir agua. Yo miraba, desde la puerta, el bullir del agua sobre la estufa, y el parpadeo paciente del ave sobre el piso.

– Vaya a acostarse, m'ija, para que se mejore rápido – insistió ella.

Cuando llegó mi mamá, la abuela le dijo que había preparado sancocho para el almuerzo, porque 'la sopita de pollo es buena para el resfriado y Nena sigue con la tos'. Mi mamá, que venía cargada de paquetes y con una piñata para el cumpleaños, asintió con la cabeza y no le dio importancia al asunto. Chino llegó tras ella, y dejó la mochila con los cuadernos tirada en el pasillo: se fue directo a mi cuarto a molestarme. Me pareció que sintió algo de pena por mí (él también creía que estaba enferma), y me asaltó el remordimiento. Pero luego, para alivio de mi conciencia, comenzó a hacerme maldades. Yo tosí, estoica, y le comenté de soslayo:

– ¿Sabes qué hizo güelita Pita para el almuerzo?

Él alzó los hombros, como diciendo 'y a mí qué diablos me importa', y siguió molestándome con insistencia de zagaño.

– Hizo sopa de pollito – rematé.

Un poco necio y duro de cabeza, dice mi madre. Medio minuto tardó Chino en comprender la indirecta. Yo había dicho 'sopa de pollito', en vez de 'sopita de pollo' como decía la abuela. Súbitamente, Chino abrió los ojos, levantó las cejas y salió corriendo hacia el patio. Desde el cuarto escuché la rabieta que formó. Yo, abrazando mi peluche roto, tosí tiernamente con la cabeza sobre la almohada.

Roberto Pérez-Franco
2006