El día de las moscas

a García Márquez

Cuando la tercera mosca cayó en su taza de café, Ceferino se decidió a romper finalmente el silencio.

—Ya no se aguantan las moscas en esta casa.

Aunque habló en el mismo tono cortante que había venido usando por años, le pareció notar algo nuevo en su propia voz. El trío de moscas seguía girando sobre la espiral de espuma, batiendo sus patitas negras como un diminuto ballet fúnebre. Ceferino repasó en su mente el sonido de sus palabras. No había hablado en meses, desde la última pelea con su mujer. Tal vez la falta de ejercicio de sus cuerdas vocales las había atrofiado.

Licha siguió impávida, desayunando frente a él sin prestarle atención. Ni el más pequeño cambio en su expresión contrariada acusaba recibo del comentario. «Se habrá quedado sorda la vieja», pensó el marido, contemplándola con ojos torvos. Ella arrancaba un pedacito de pan tostado, lo restregaba contra la yema del huevo frito y se lo llevaba a la boca. Masticaba repetidamente cada bocado, mirando el reloj de péndulo de la pared, ignorando al marido como lo había venido haciendo desde hace mucho.

Ceferino revisó el termo de café: estaba vacío. Así que tomó el tenedor con el que se había servido su mujer el huevo, lo limpió con la servilleta y sacó una a una las tres moscas de su taza. Ese era su desayuno: una taza de café con leche. Su mujer se había preparado, como todos los días, un huevo frito, varias tiras de tocino, dos tostadas y unos cortes de queso fresco. Pero él solo tenía un café, y hasta el mediodía no probaba bocado. Así de triste, pensó, era su vida.

Licha vio a su marido poner las moscas empapadas sobre el mantel. Con el mismo esfuerzo hubiera podido ponerlas sobre la servilleta que tenía junto al plato. O en el plato del café. O en el basurero. Pero no. Lo vio colocar el tenedor, sucio de moscas, en el plato de ella. La cortesía básica requería que él buscara un tenedor limpio, pensó ella, o que como mínimo fregara este antes de devolvérselo. Pero no. Ahí quedó el tenedor mosqueado, chorreando aquel líquido impuro al lado de su tocino.

La mujer lo miró de reojo y se deleitó en la cara de asco que puso Ceferino al bajar el café maculado. Esa mañana, ella estuvo tentada a freírle un huevo y hacerle unas tostadas para él, como ofrenda de paz, y a dejárselas en un plato junto al café, para que el asunto se explicara por sí solo. Pero se resistió, pues sintió que él no se lo merecía, entre otras cosas, porque no le dio los buenos días cuando llegó a la cocina. Es cierto: hace ya meses que no se hablaban, pero eso no era excusa. Ella, por supuesto, tampoco se los dio a él. Pero él fue el causante de la pelea, y debía por tanto tender el puente primero. Estuvo nuevamente tentada a ceder cuando Ceferino se quejó de las moscas en el café. Pero había una aspereza en su tono de voz que hizo a Licha tomar el comentario como un reproche, por lo que decidió seguir castigándolo con el silencio.

Ya ninguno de los dos recordaba cuándo ni por qué habían dejado de hablarse. Ceferino tenía en la memoria la impresión vaga de una rabieta relacionada con la vecina, y un periódico enrollado que vino volando desde la mecedora hasta su cabeza. Licha, que durante los primeros años llevaba minuciosamente la contabilidad de las afrentas recibidas, había cambiado de pasatiempo cuando los hijos se casaron y se fueron, dejándolos a los dos solos en su pequeño infierno privado, y ahora dedicaba la poca memoria que le dejaron los años a aprender nudos de macramé. Esa mañana, buscando fuerzas para sobreponerse a la tentación de hacerle desayuno a su marido, trató de recordar el incidente, pero fue en vano. Era una cuenta indistinguible en el rosario de sus discusiones.

Sentados en la sala, sin hablar una palabra, se les pasó la mañana: la vieja en la mecedora, tejiendo algo para un nieto; el viejo en el sofá, leyendo un periódico de otro día. Las moscas se paseaban entre ellos, y caminaban sobre sus rostros, pero ambos las ignoraban. Cuando los ruidos de su estómago avisaron a Ceferino que se acercaba el mediodía, y como no viese movimientos en la estufa, le echó a su mujer una mirada de cejas altas. Licha la sintió caer sobre su nuca (pues se sentaba de espaldas al marido), y se hizo la desentendida. El viejo siguió mirando con insistencia, hasta que a ella se le erizaron los cabellos por la ira. Con calma, terminó los nudos del tejido, guardó en la canasta los hilos, y se levantó de la mecedora. Sacó de la despensa una lata de sardinas y puso unos panes en la tostadora. Abrió la lata y echó todo en un plato.

Cuando su esposa se sentó nuevamente a tejer, Ceferino entendió que aquello era lo único que habría en la casa para el almuerzo. La calidad y cantidad de la comida habían venido empeorando desde hace años, pero cayeron en picada tras la última reyerta. En un día bueno, comerían arroz blanco con sopa de paquete. En un día como este, sin embargo, sardinas y pan recalentado era lo que tenía. El viejo se puso de pie y se acercó a la mesa. A unos pasos se detuvo y contempló los trozos fríos de sardina y los panes quemados. Normalmente se los habría comido, rezongando entre dientes. Pero hoy no: las moscas habían llegado primero. Sobre el pellejo metálico de las sardinas, los bichitos negros se agrupaban por docenas, caminando unos sobre otros, lamiendo la salsa de tomate y la carne expuesta.

—Hoy es el día de las moscas, carajo —se quejó el viejo.

Licha no respondió nada. Siguió tejiendo en la mecedora. Era la segunda vez que su marido hablaba, pero lejos de sonar como una disculpa, el comentario también era —o al menos podía interpretarse como— un reproche contra el aseo de la casa. Atacar el aseo, que era su responsabilidad según el esquema machista en el que habían crecido, era atacarla a ella. Así funcionaba el asunto. Despreciar la comida, que también era su responsabilidad, era sinónimo de despreciarla a ella. Sus labios se apretaron en una mueca de amargura, que el marido no vio.

Ella escuchó, sin voltear, el sonido de la puerta cerrándose. Las moscas no eran su culpa, se lamentó: habían llegado con la primera lluvia, heraldos macabros del invierno cercano, y se habían quedado en las cocinas de todas las casas del pueblo. Pero así era Ceferino, culpándola a ella de todo.

Cuando regresó Ceferino, con una bolsa de papel en la mano, ella supo que había ido a comprar comida donde la vecina. Entonces recordó, como una epifanía, la razón de la pelea. Aquella vez, hace unos tres meses, ella se quedó dormida en la mecedora y no preparó el almuerzo. El marido (¡el muy sinvergüenza!), se fue a comprar comida donde la otra. Eso, en la aritmética de aquella guerra fría, equivalía a una traición tan grande como si el viejo hubiera sido sorprendido con la susodicha en el lecho nupcial. Tras el largo castigo, el descarado no solo no aprendió la lección, sino que reincidió con la mano en la cintura, pensó Licha. ¡Y ahora se sentaba a comerse el manjar pecaminoso en su mesa matrimonial, bajo sus narices!

La vieja se puso de pie, sobresaltada. Ceferino, que había empezado a comer a pesar de las moscas, se asustó por el brinco de su esposa. Pensó que le había dado un ataque, hasta que le vio en el rostro la expresión, muy conocida, de furia femenina. El marido había comprado solo un plato de comida, el suyo. Cuando vio a su esposa con la palidez del hambre en el rostro, lo asaltó el remordimiento, el cual se sacudió pronto con un pensamiento abrupto: «Si no quiere cocinar, que se joda». Espantándose las moscas, comía apresuradamente. La esposa lo miraba con la frente iracunda y el semblante congestionado. «¡Mmm!», murmuró él, como saboreándose, y los cabellos de la esposa se volvieron a erizar.

—¿No te molestan las moscas? —preguntó la mujer.

El marido no reparó en el detalle crucial de que su mujer había hablado por primera vez desde la pelea, si bien casi involuntariamente y movida por el asco; por lo que perdió esta oportunidad magnífica para empezar a reparar el famoso puente, al ripostar enseguida:

—¿Molestarme? ¡Me arrullan!

Licha tomó aquello como la última afrenta que su dignidad podría soportar jamás y juró por Poseidón no pronunciar otra palabra en su vida. Se sentó al otro lado de la mesa, sin mirar al esposo, y haló hacia sí el plato con las sardinas y el pan quemado. Al menos cien moscas levantaron el vuelo, pero se volvieron a posar prontas sobre el plato. La mujer se quejó con un mascullar indefinible, suficientemente vago para no romper su recién renovado voto de silencio, pero con el énfasis necesario para desahogar la frustración que le causaban las moscas.

—Te dije que había que comprar papel engomado —disparó el viejo.

En efecto. Fue el día de la pelea. Las moscas entonces apenas empezaban a llegar al pueblo. Pero Licha se opuso. El problema con el papel engomado —y con casi todo lo demás en su matrimonio— no era de fondo sino de forma. Si el marido hubiese dicho: «Mi amor, a pesar de que tú mantienes la casa prístina, estas moscas siguen molestando», entonces el papel hubiera estado ese mismo día en la mesa. Pero como él, con su tono de reproche, le había espetado: «Hay que comprar papel engomado», a ella no le quedó más remedio, para defender su dignidad, que negarse de plano.

La mujer se giró de lado y empezó a comer las sardinas. Las moscas llegaban ahora por docenas. Se posaban sobre las cucharas y apenas si alzaban vuelo cuando llegaban a las bocas. Los platos eran una mancha de puntos negros, donde las cucharas se hundían a tientas. Tras unos minutos ya ni siquiera se veían los rostros el uno al otro, ni distinguían sus propias manos tras la masa de moscas que volaba frente a ellos. Licha cerró los ojos y siguió comiendo, sin decir palabra y sin levantarse de la mesa, porque levantarse era perder, era reconocer que el viejo tenía la razón, sobre algo que ya ninguno de los dos recordaba bien, y que en el fondo no les importaba.

Tras unos minutos comiendo a ciegas, sin ver ni escuchar nada de su esposa, Ceferino fue el primero en ceder. Se puso de pie y avanzó a tientas hacia la puerta; la abrió y una nube de partículas aladas salió volando de la habitación. Cuando retornó la visibilidad al cuarto, Ceferino vio a su esposa, en los últimos estertores de la muerte, tosiendo las moscas que había inhalado. Supo que era muy tarde, y se quedó quieto. Le pareció ver una sonrisa de victoria en los labios azulosos.

Roberto Pérez-Franco
2006