Inspiración
a mi padre
– ¿Qué sientes cuando contemplas este cuadro?
El Ministro Rivaldo se volteó, como un niño que la maestra hubiese sorprendido copiándose, y pretendió una sonrisa:
– ¿Cómo dices, amor?
La Señora de Rivaldo, tras dirigirme una fugaz mirada de vergüenza, repitió la pregunta a su marido. Éste, alzando las cejas y mirando de lleno la pintura – posiblemente por primera vez en toda la noche -, se balanceó un momento en los tacones de sus botas. Los hielos de su trago de seco tintineaban en el vaso empañado. Echó los labios hacia el frente, haciendo una trompita, mientras pensaba. Otra vez me dio la impresión de un niño en la escuela, sufriendo por la pregunta que la maestra le presentaba frente a la clase.
– Bueno, pues siento... que está bonito – remachó el Ministro, y el rostro se le congeló en una súplica solapada de «no más preguntas».
Las mejillas de la Señora de Rivaldo se encendieron por la pena y me volvió a mirar, como suplicándome: «por favor, no me juzgues por mi marido». El hombrecillo había dejado de mecerse sobre los altos tacones de sus botas – con los cuales, tal vez inconscientemente, buscaba compensar su corta estatura – y esperaba resignado el inminente reproche de su cónyuge.
– Es bonito, en verdad – agregué yo, tratando de alivianar la tensión.
– Pero, ¿qué te transmite? Dime. ¿En qué te hace pensar? – insistió la Señora de Rivaldo.
El Ministro se alzó de hombros y descargó su inocencia con una salida honesta:
– Yo de estas cosas no sé nada, amor – dijo, y sorbió del vaso de licor, para tener la boca ocupada.
Todos los demás tomaban champaña o vinos finos. Él tomaba seco, y esto se añadía a los mil otros detalles de su persona y su apariencia que le hacían lucir – ¿cómo expresarlo sin ofender? -: corriente. La esposa, educada en París en alguna profesión de baja exigencia intelectual, salió en santa cruzada a defender la honra de las personas de buen gusto:
– Pues allá tú que te lo pierdes – le espetó, y con los ojos cerrados, suspiró – ¡A mí me transmite tantas cosas!
Como vio de reojo mi gesto de interés, prosiguió:
– Esta pintura me habla de la inocencia de las especies naturales, perdida con su extinción. Ese pájaro azul, montado sobre el gorro del payaso muerto, es para mí un símbolo de la naturaleza inmaculada, de la vida misma, de la creación, que mediante la callada sobrevivencia se rebela contra la hipocresía y los vicios de la sociedad postmoderna, simbolizada magistralmente en esta composición por el payaso difunto, que ha encontrado su fin por su propia mano seguramente. ¡Es una obra de arte brillante, a todas luces, el producto de un genio!
Me miró luminosa, electrizada por la chispeante elegía que acababa de verter sobre las virtudes del cuadro de mi marido, como buscando mi aprobación. Le di mi sanción con un noble y enfático bamboleo de cabeza, con lo cual – estoy segura – la hice feliz. Creería ella que yo, por dormir junto al artista cada noche, habría contraído, a la manera de una enfermedad venérea, la facultad de juzgar el mérito de las interpretaciones ajenas, referentes a las pinturas de Gian Lorenzo.
El Ministro, a la luz del sermón de su esposa, volvió a mirar el cuadro, y tras unos segundos con los ojos inertes, volvió a sorber del vaso.
– A mí me gustaban más los cuadros de Gian cuando pintaba escenas campesinas: la molienda de caña de azúcar, junto al río; la carreta cargada de maíz, tirada por bueyes; la pollera, con sus joyas y tembleques, en una tuna... – se lamentó el Ministro, como disculpándose por sus gustos prosaicos.
– ¡Pero si su estilo actual es superiorísimo! – apuntó la Señora de Rivaldo. – Es abstracto, primitivista, enigmático... está fuera de tu alcance, definitivamente.
– Será eso – ripostó él, sumiso como un eunuco.
Mirando a través de la sala repleta de personalidades de la vida política y económica de la Ciudad, el hombrecillo buscó refugio en la conversación de algún amigo que atisbó al otro lado de la exhibición, lejos de su mujer. La esposa sacudió la cabeza mínimamente, apenas lo necesario para estar segura de que yo percibiría el movimiento de desaprobación, pero suficientemente recatada para pretender que se trataba de un gesto íntimo, discreto.
– Hay quienes sí sabemos apreciar el buen arte – me dijo, en tono redentor. – ¿Estará Gian Lorenzo cerca? Quisiera saludarlo personalmente.
– Ya no debe tardar en venir por esta parte de la Galería. Lo vi hace unos minutos mostrándole unas pinturas al Señor Presidente – acoté.
Ella sonrió y me dijo, contemplando nuevamente la obra que había elogiado:
– Quisiera adquirir este cuadro para mi colección. ¿Cuál es su precio?
Traté de mantener el gesto sobrio en el semblante al decirle la cifra. Ella tragó en seco, parpadeó unas tres veces aceleradamente y sorbió con delicadeza el resto de su copa de champaña.
– Vale cada centavo, sin duda – sentenció. – ¡Me lo llevo!
Le indiqué que ya la obra había sido vendida al Embajador francés, conocido coleccionista de arte moderno. La Señora de Rivaldo hizo una mueca triste.
– ¡No puede ser! Ya tenía en mi mente el sitio perfecto para exhibir esta belleza en mi sala principal.
Respiró hondo. Esperó a que yo terminara de intercambiar algunas frases con unos diplomáticos, quienes me felicitaban por la exposición. Entonces me tomó del brazo y me dijo:
– Yo sé que su esposo, Gian Lorenzo, es muy celoso guardián de su estilo propio y que busca imprimir en cada una de sus obras un inconfundible carácter único...
Traté de intuir hacia dónde se dirigía la conversación, pero me quedé en el aire. Le pedí, con un suave movimiento de cabeza, que continuara.
– Sin embargo, consciente de que esto es así, y considerando el gran aprecio que tengo por el genio de Gian Lorenzo, y que soy una de las principales admiradoras de su obra, ¿cree usted que sería posible que él pintara para mí... quiero decir, para el Señor Ministro, no una réplica, sino una variación, una obra parecida a ésta?
Fingí sorpresa, con una pizca de ofensa, como si su propuesta me hubiese parecido sumamente indecente, hasta que la vi palidecer. Entonces, miré la pintura y le dije:
– La verdad no estoy segura... él cuida mucho su reputación y su originalidad. Jamás ha copiado a nadie, ¡ni siquiera a sí mismo! Pero entiendo lo que usted me pide. Tal vez... – le dije, mientras ella me seguía con los ojos, los labios apretados en ascuas – tal vez, yo podría usar mi poder de convencimiento, mis «encantos femeninos» si se quiere, para que él acceda a realizar una nueva obra, totalmente original por supuesto, y única en todo el sentido de la palabra, pero con el mismo tema del pájaro azul y el payaso muerto.
Su sonrisa no se hizo esperar.
– Por supuesto – indiqué, en seguida – un encargo especial de tal naturaleza sería más costoso que una obra espontánea... tal vez el doble.
– Comprensiblemente. ¡No hay problema! – finiquitó ella alegremente, con la liviandad de quien compra una libra de cebollas. – Espero entonces su llamada para retirar la nueva obra en la galería, cuando esté terminada.
Le di la mano, a manera de cerrar el trato, y ella la tomó con suficiente firmeza, pero con elegancia.
Durante el desayuno, mientras preparaba unos huevos revueltos, le di a Gian la buena noticia:
– Recibí una carta del Museo de Arte Moderno.
– ¿De Nueva York?
Asentí con la cabeza.
– Les interesa mucho incluir dos cuadros tuyos en una exhibición de nuevos artistas latinoamericanos.
– ¿Nuevos? – inquirió Gian, con algo de sorna en la voz.
– Bueno, nuevos en la escena internacional.
Gian tomó un trago de su cerveza. Eran apenas las nueve y media de la mañana, y ya llevaba dos latas.
– Me gustaría enviarles una de las pinturas de empolleradas... tal vez la última que hice, con la pollera roja y el fondo azul oscuro... ¿sabes cuál es?
Sin responder, serví los huevos revueltos en dos platos, en cantidades iguales, y puse unas rodajas de pan integral en la tostadora.
– ¿No crees que es buena idea? – insistió.
– Me parece que no es el mejor momento – dije. Gian bajó los ojos, y yo proseguí. – ¿Cuántos años estuviste pintando cuadros en ese estilo? ¡Más de una década! Sin lograr captar la atención de los críticos de renombre, ni exhibir en las galerías de prestigio. Prácticamente, tenías que regalar tus cuadros. Ahora, en cambio...
Gian tomó otro trago de la cerveza y hundió la mirada en el televisor. Estaban repitiendo algún partido de fútbol.
– Anoche, por ejemplo – seguí presionando yo – solamente mostramos los cuadros de tu nuevo estilo, y se vendieron todos. ¡A qué precios!
Gian sonríe y mueve la cabeza con incredulidad.
– Está bien. Le regalaré a mi mamá la pintura de la empollerada, y prepararé unas cuatro pinturas nuevas para escoger las dos que enviaremos al Museo en Nueva York.
Algún equipo anotó un gol, que el locutor gritó durante lo que me pareció un minuto eterno. Gian se sentó en la mesa. Puso los trocitos de huevo revuelto y jamón entre dos tapas de pan tostado, como un emparedado.
– Anoche recibí el primer encargo especial de una pintura tuya – le dije, para reanimarlo.
– ¿En serio?
– Nos la van a pagar al doble del precio. ¿Te imaginas?
– ¡Al doble! – rió Gian, abriendo otra lata de cerveza. – Qué te parece. ¿Quién hizo el encargo?
– ¿Recuerdas al Ministro Rivaldo? Uno bajito, que andaba con botas.
– ¿Él? Pero tú lo escuchaste decir que mis cuadros nuevos parecían, ¿cómo fue que dijo?... ¡cosa de locos!
– Eso fue lo que él dijo, pero cuando me vio llegar se puso pálido y la mujer dedicó los siguientes minutos a hacerle la vida miserable. Fue la esposa la que hizo el encargo.
Gian hizo memoria.
– ¿La esposa es la mujer que andaba con un traje color vino, demasiado escotado para su edad, y con un collar de perlas un poco exagerado?
Yo asentí con la cabeza.
– Esa señora me agarró del brazo anoche en la exhibición – continuó Gian – y me preguntó que de dónde había sacado yo la inspiración para las pinturas de mi nueva colección.
– Y tú, ¿qué le respondiste? – inquirí, con el tono de una madre que le repasa la tarea al hijo.
Gian, acariciándose la barba, y con gesto de pensador ensayado múltiples veces en el espejo, me dijo:
– Le respondí: Señora, la inspiración me llega sola. No es algo que se compre o se fuerce; no es algo que se finja o estudie: es algo que nace en algún lugar que no conozco y que, como por encantamiento, llega a mis manos en la forma de imágenes concretas. Entonces las plasmo en el lienzo, y así nacen mis obras.
– ¡Muy buena respuesta! – le dije riendo, como si no la hubiera escuchado nunca. – Me imagino que ella quedó impresionada.
– Así es. Pero, ¿por qué nos va a pagar el encargo al doble del precio? – inquirió Gian, a quien todavía le costaba creer que sus pinturas pudiesen venderse.
– Pues porque lo que ella quiere es un pedido especial, Gian. Tienes que aprender a mercadearte. ¿Te acuerdas del cuadro del pájaro azul en el gorro del payaso muerto?
Gian se rascó las cejas, asintiendo con la cabeza, como un adolescente que se acordase de alguna travesura de medianoche.
– Bueno, ese cuadro lo compró una pareja de diplomáticos. La esposa del Ministro Rivaldo quiere algo parecido.
– ¿Cómo parecido?
– O sea, el mismo tema: pájaro azul, payaso muerto, etc. Pero con una composición un poco diferente. Similar, pero único.
– ¡Carajo! Ahora sí me la puso difícil – rió Gian.
– No te preocupes – le reconforté – Busca el boceto de ese cuadro en la gaveta del estudio, y yo me encargo de conseguir un nuevo boceto para la variación que ordenó la Señora Rivaldo. Esta tarde te lo traigo, con otros más para los nuevos cuadros.
– Listo – respondió Gian, que terminaba la tercera cerveza embebido en un tiro libre o un penal de un jugador con camiseta azul.
La enfermera regresó a mi consultorio. Me entregó el expediente y me dijo:
– Ya está la paciente en el jardín.
Salí al patio y la encontré como siempre, sentada frente al pupitre, con la mirada perdida en las veraneras.
– ¿Cómo estás esta mañana, Clío? – dije con voz dulce.
– Me hinqué al lado de su silla de ruedas, y le acaricié la cabeza rapada. Los diminutos cabellos y la piel del rostro lucían limpios, recién lavados por las manos diligentes de las auxiliares de enfermería. A juzgar por la pulcritud de la bata, la habían vestido después del desayuno.
– ¿Quieres pintar? – le pregunté.
Su mirada se iluminó, y una mueca – ¿una sonrisa, tal vez? – le transformó el rostro. Saqué de un maletín un paquete de lápices de cera, con una docena de colores distintos, y cinco cuadrados medianos de cartulina blanca. Saqué también el boceto del pájaro azul sobre el payaso muerto.
– ¿Recuerdas este dibujo? – le pregunté, en tono maternal.
Ella repitió la mueca alegre, y agrandó los ojos. Un hilillo de saliva se derramó por la comisura de su boca. Hice una señal a la enfermera, que en seguida lo secó con una toallita.
– Vamos a pintar cinco dibujos hoy. Para empezar, quiero que me hagas otro dibujo así – le dije, mostrándole el boceto. – Píntame algo con un pajarito azul y con un payasito... ¿está bien, Clío?
Le acaricié la cabeza una vez más, y me retiré a verla trabajar, desde cierta distancia.
– La paciente ha mejorado tanto, desde que usted empezó con ella la terapia de recreación artística – me comentó, en voz baja, la enfermera.
Yo asentí con la cabeza, revisando el expediente médico. Comenté:
– Veo en las notas de las enfermeras que pasa los días más tranquila, y que duerme mejor en las noches, y que requiere dosis más bajas de sedantes.
– Así es. Las auxiliares también están más felices – añadió, con un suspiro de alivio.
– Desde que empezó a dibujar en la terapia, han tenido menos trabajo.
La miré por encima de los anteojos. Ella se explicó:
– Usted sabe: hace mucho tiempo no tienen que limpiar las paredes del cuarto de Clío. Ya no las pintoretea con heces, haciendo dibujos de pájaros y payasos. Usted sabe... ¡cosas de locos!
Roberto Pérez-Franco
2006