Es mi vida

a don Alejo Carpentier

Del piso llueven hacia el techo gotas rojas, que se funden en una mancha grande. La sangre se desploma desde el cielo raso, en una violenta implosión de mi cabeza. La bala entra, recomponiendo los huesos de mi cráneo, y sale por mi mandíbula, succionando el humo y el fuego, encerrándolos en el casquillo, que se enfría de súbito dentro del barril del revólver.

—¿Qué he hecho? —me pregunto en soledad.

Quito el arma de mi barbilla, la enfundo en el cinto y bajo el rostro. Una foto de mi esposa vuela del suelo a mi mano; la guardo en el bolsillo tras una breve mirada nostálgica.

Siento arrepentimiento. De mi boca el güisqui fluye al vaso, y de ahí trepa —serpiente de oro— al interior de la botella. Escapando de las fibras de la alfombra, una lágrima se catapulta hasta mi mejilla y escala lentamente hacia el ojo, escondiéndose en la comisura. La culpa me perfora el alma. Mi saco salta de la cama al hombro, y retrocedo hasta la puerta. Apago la luz al salir de algún cuartucho de motel. En reversa, manejo camino a mi casa. La noche desaparece poco a poco, y el crepúsculo incendia el cielo de la tarde.

No respondo.

—¿Qué te pasa? —pregunta mi mujer.

En la gaveta escondo el revólver. Trato de disimular mi desesperación. Salgo por la puerta, que mi esposa cierra, sonriente. Retrocedo velozmente rumbo al laboratorio. Positivo. La enfermera sonríe y me tiende un papelito verde.

—¿Ya están los resultados? —pregunto y salgo del laboratorio.

Espero una hora en la cafetería del primer piso. El humo viene de los pasillos, de la ventana, del cuarto mismo, y se insufla en el cuerpo ardiente de varios cigarrillos que renacen de las cenizas y se apagan al contacto con el fósforo. Subo al cubículo nuevamente.

—Puede esperar abajo si desea —me dice la enfermera.

Enrollo la manga de mi camisa de seda y ella anuda un caucho en mi brazo. Toma una ampolla de sangre, la carga en la jeringa y la inyecta en mi vena. Suelta el caucho, guarda la jeringa herméticamente en un empaque y la pone en un frasco.

—Siéntese aquí, por favor.

Tengo miedo. Le anuncio:

—Soy el que llamó hace un rato, para un examen de sangre.

Salgo de la sala de espera, y vuelvo a la calle: el tráfico me atrapa. Retrocedo con destino a la oficina, preocupado.

Veo lágrimas en su rostro pálido.

—¿De qué me estás hablando? —le inquiero, pero no dice nada más.

—Debes hacerte un examen de sangre —susurra en mi oído.

Se me acerca y le doy un abrazo. El recuerdo de aquella noche me entretiene un segundo. Noto que el escote deja ver parte de sus senos. Va a ser un día largo y me alegra encontrarla de nuevo, con su blusa liviana. Adis retrocede por el pasillo, cargando unos cartapacios. Trabajo todo el día, pensando en la Serie Mundial y en la maldita copiadora que no quiere terminar de tragarse las copias y se destraba a cada minuto.

Ella regresa de su puesto. El vapor pasa del aire al café; y el café, de mi boca a la tasa. Ella no dice nada; solo me mira largo rato, en silencio.

—¿Te pasa algo? —pregunto.

Me dice que una taza no le caería mal. La noto algo ansiosa.

—¿Quieres un café? —le pregunto.

Saber que nadie sospecha de lo nuestro hace la mañana más emocionante. Encuentro a Adis en el cuartito del café. Salgo de la oficina, de vuelta al tráfico, de regreso a la casa. El sol de la mañana se está poniendo.

—¡Qué bonito, campeón! —digo, por decir algo.

Mi mujer me muestra, durante el desayuno, un dibujo que mi hijo hará con crayones.

Hasta aquel día no podré dejar de pensar en el encuentro, y siento deseos de repetirlo. Esta mañana me acuesto junto a mi esposa, como siempre, y me duermo. Pasan varios días de trato frío, silencio y caras largas.

—¡Es mi vida! —le grito, y mi mujer salta desde el suelo, dejando de llorar y estrellando su rostro contra mi puño, que retrocede y apaña la camisa manchada de lápiz labial, que ella restriega en mi rostro.

—¿Con quién andabas? —me increpa.

Cuando huele el perfume ajeno y ve la mancha roja en el cuello, la expresión de ira se desdibuja y aparece esa sonrisa que me enamoró cuatro años después. Me da un beso, y me abraza, tierna como una niña. Me mira desde la puerta, mientras retorno a la oficina.

Yo salgo después y ella primero, para no levantar sospechas. Nos desvestimos tranquilamente. El orgasmo me acomete de súbito. Noto el contraste entre la madera fría y la tibia desnudez de su cuerpo. Nos vestimos ansiosos con las prendas de ropa que vienen por el aire desde lejos: los botones saltan de los rincones a trabarse en los ojales. Mientras nos ponemos de pie, con mi brazo barro el escritorio, que se llena de papeles y otros objetos. Los besos se van haciendo menos apasionados, mientras nos alejamos de la mesa. Ella está entre mis brazos, y ambos sabemos que se ha ido el momento que tanto esperamos.

Al fin no estamos solos. Llega el último de nuestros compañeros de trabajo. Espero una hora. Va a ser un buen día, y la adrenalina del éxito por venir corre en mis venas. Siento deseos de celebrar. Un cosquilleo, como de adolescente, me recorre. Adis me sonríe. La veo retrocediendo en el pasillo, con su blusa liviana, y le guiño un ojo. Qué buena noticia que vamos a ganarnos ese gran contrato.

Roberto Pérez-Franco
2006