El traductor alemán
a H. G. Wells
Con la Historia de la Filosofía Occidental, Bertrand Russell ganó no pocos enemigos. Curiosamente, afirmaciones de calado menor causaron la mayor controversia. Russell pagó un alto precio por afirmar públicamente lo que cualquier erudito ya sabía en secreto: que la denominación de María como «madre de Dios» no es una creación original del Concilio de Éfeso, sino un plagio a la antigua religión babilónica, con el propósito de asimilar en la fe católica el culto pagano a la madre tierra. Sin embargo, yerros en el libro de Russell de mayor significación histórica pasaron inadvertidos. El más relevante de todos fue asegurar que la escritura lineal de los cretenses no ha sido descifrada aún. Este planteamiento, que aparece en el primer capítulo, es falso. Pero solo yo lo sé.
Varios años antes de que Russell escribiera su libro en Londres, a la sombra de las bombas del Eje, múltiples textos cretenses fueron descifrados sin esfuerzo, y sin Piedra de Rosetta alguna, por un joven alemán, Herman von Hausen, cuyo don como traductor pudo cambiar el rumbo de la guerra, y terminó costándole la vida, prisionero de las Schutzstaffel. No se puede culpar a Russell de la omisión, ni a sus críticos de no haberla percibido: quienes conocieron a von Hausen y su obra no sobrevivieron, y sus traducciones no existen para el público, confinadas en mi archivo personal. Ahora que lo considero seguro, revelo los hechos tal y como ocurrieron, para hacer justicia a su don.
Von Hausen empezó a traducir textos de idiomas desconocidos por accidente, en sus días de estudiante universitario en Berlín. Nunca recibió educación en las lenguas clásicas; sus padres, campesinos de Lauterbach, hablaban apenas el alemán materno, y la escuela local le enseñó solo lo básico. Pero Herman descubrió, una tarde opaca de invierno, que podía comprender al primer golpe de vista el Fedro de Platón en la versión original en griego antiguo. Repitió el experimento luego en la biblioteca pública. Verificó que incluso la tosca traducción de la Odisea al latín que en el Medioevo hiciese Leoncio Pilato por encargo de Petrarca, en la casa de Boccaccio en Florencia, le resultaba tan inteligible como su alemán contemporáneo.
Le sorprendió que entendiera estos textos de inmediato, sin que mediara el esfuerzo de una decodificación. Lo que sentía al traducir se acercaba más al amanecer de un recuerdo propio en la memoria dormida, que a la resolución de un acertijo. Los símbolos del escrito estimulaban en su mente el sonido de las palabras en el idioma original, aunque no le fuese familiar el habla de esa lengua. Nombres propios de personas y sitios que jamás había visto no le resultaban extraños: los relacionaba al instante con la impresión (valdría decir, el recuerdo) de su objeto. Al leer cada texto, percibía claramente la intención del autor, y algo de su personalidad y circunstancias. En el caso de la Ilíada, le confundió el hecho de percibir a múltiples Homeros transparentándose a través del texto, y a Leoncio Pilato, como una pátina, a horcajadas sobre ellos.
Sorprendido por esta habilidad, la intuyó en primera instancia como un don sobrenatural, regalo de algún dios generoso. Pero al profundizar su preparación humanista, la recién adquirida tendencia al raciocinio le llevó a dudar de su hipótesis, y ponderó si tal capacidad podría responder más bien a una manera específica de leer, una forma particular de encarar el texto de caracteres extraños y extraerle el significado. De ser este el caso, podría sistematizar esa aproximación, destilándola a manera de un método que pudiese ser enseñado y aprendido. Le emocionó la idea, y su potencial revolucionario, y comenzó pronto a analizar más textos, escudriñando las claves del futuro Método von Hausen para la traducción de cualquier lenguaje.
El primer axioma de su método fue aceptar que, sin mediar conocimiento alguno de un idioma, la única forma de descifrarlo en ausencia de información adicional, es conocer como mínimo el propósito general del texto. Asumió que el fin subyacente o telos de todo mensaje es el deseo de entendimiento mutuo, fin de toda comunicación en cualquier idioma humano. En este sentido, podría decirse que von Hausen es precursor de las teorías de Jürgen Habermas. El segundo axioma fue asumir que los idiomas son —en su imperfección— sumamente perfectos, y que toda obra escrita es predecible en virtud de esta cualidad óptima.
En las etapas tempranas de esta sistematización, von Hausen intentó aplicar su método al idioma cretense. Postuló que la lógica de todo idioma busca describir el mundo en el que vive el pueblo que lo desarrolló, su realidad cotidiana, sus necesidades de expresión. Von Hausen afirmó, por ejemplo, que los minoicos debían tener, en su escritura, la palabra mar como fonema recurrente, pues vivían en una isla. Otras palabras comunes serían barco, comercio, cielo, amor, locura y muerte. Poniendo a prueba su método en la práctica, en 1935, von Hausen logró descifrar todos los escritos minoicos a los que tuvo acceso. Lo que descubrió en los textos le estremeció profundamente, y por ello decidió no revelar estas traducciones a nadie. Se hubiese llevado a la tumba el secreto terrible de los minoicos, de no ser porque el destino trajo sus manuscritos a mis manos.
Por ello es claramente comprensible que Russell creía decir la verdad en 1942 al aseverar que nadie había descifrado estos textos.
El racionalismo de von Hausen lo llevó a un grave error: no ver a tiempo el hecho evidente de que en realidad su método no era tal. Su habilidad efectivamente provenía de un don, más allá de su control y voluntad. Un simple ejercicio le habría demostrado esto desde el primer día: la fonología del idioma cretense no se conoce, y sin embargo Herman recitaba los textos con facilidad, pues los sonidos aparecían en su boca cuando se proponía leer los manuscritos. No cayó, o no quiso caer, en cuenta de esto, y siguió durante años pretendiendo que la traducción era lograda a través de un método sistemático. Esta farsa le ganaría algo de prestigio efímero y al final le costaría la vida.
Terminando sus estudios, y decidido a adquirir celebridad como lingüista para recibir una cátedra universitaria a corta edad, von Hausen prosiguió refinando su supuesto método, probándolo en textos cada vez más difíciles. Se sorprendía de su efectividad, y justificaba su creciente habilidad en términos de la práctica frecuente. Tradujo manuscritos del japonés y chino antiguos, del egipcio faraónico y del copto, de los símbolos tallados en las ruinas indígenas mesoamericanas, de las cavernas prehistóricas europeas y de las culturas perdidas de Mesopotamia. Recogió estas traducciones en varios volúmenes, que guardó celosamente y mostró solo a unos cuantos elegidos.
Presentó, como tesis doctoral, la descripción del Método. Las pruebas irrefutables de los textos traducidos le permitieron reclamar el diploma mediante su sustentación, pero más allá de esto la publicación del método en sí fue un fracaso. La idea creó intenso interés en círculos estrechos de eruditos en lenguas antiguas, interés que desapareció rápidamente por falta de resultados a manos de terceros. Nunca nadie logró traducir nada con el Método, excepto el propio von Hausen. Incluso las SS intentaron aplicar el método, con el propósito militar de descifrar comunicaciones enemigas en tiempo de guerra, y descubrieron que el sistema era inútil.
Von Hausen se negó a aceptar lo que era obvio: que su Método solo funcionaba para él porque no existía tal método, y cometió el error —movido por el orgullo— de traducir algunos mensajes encriptados para los nazis, como muestra de su eficacia. La guerra era inminente, y en 1939 von Hausen recibió la solicitud directa del Führer de trabajar al servicio del Tercer Reich, traduciendo al alemán las comunicaciones secretas interceptadas al enemigo. Al negarse, por su natural inclinación pacifista, y tratar de escapar hacia Suiza vía Austria, fue capturado por las Waffen-SS y encerrado en una prisión en las faldas del Zugspitze, donde permaneció por años como esclavo del régimen.
Parece imposible que la habilidad de un solo hombre, aun contra su voluntad, hiciese tan importante diferencia en algo tan grande como la Segunda Guerra. Esta se peleó en varios niveles, siendo la criptología uno que vio batallas críticas. Requirió a los Aliados muchas vidas el robar máquinas encriptadoras de los alemanes, y a un colegio de genios incontables horas de brillante análisis matemático —y la invención de la primera computadora programable— el poder descifrar los mensajes enviados con el código Enigma. Resulta espeluznante comparar estos esfuerzos titánicos con la facilidad que Herman mostraba al romper —al primer golpe de vista— cada uno de los nuevos y crecientemente complejos códigos de los Aliados.
Dos eventos relacionados con la criptología se combinaron para permitir la caída de Alemania y la victoria aliada en la guerra. El primero ya lo he mencionado: que los Aliados rompiesen el código Enigma. El segundo, que los alemanes no pudiesen descifrar el código navajo de los Norteamericanos. Poco tuvo que ver en esto la complejidad del idioma navajo: para Herman von Hausen cualquier código era inteligible de inmediato. La explicación se encuentra en la muerte de von Hausen, quien se suicidó antes de que los alemanes tuviesen la oportunidad de obligarlo a romper este código, el cual llevó a los Aliados a la victoria.
Todos los códigos anteriores al navajo habían sucumbido ante la mirada de von Hausen. Drogado con poderosas substancias, para obligarlo a traducir contra su voluntad, revelaba mensaje tras mensaje, rompía código tras código, para beneficio de los nazis y tormento suyo.
Como se negase a dictar a los militares lo que su cerebro involuntariamente traducía al primer vistazo, fue víctima de dosis cada vez mayores. Sintió, en el febril delirio de la narcosis, que sus capacidades de inteligencia se convertían en infinitas y escapaban a su control. Los únicos momentos de descanso que tenía, entre las traducciones forzadas, los pasaba en delirios que llevaron su mente al borde de la locura. Llegó a creer que las posibilidades teóricas de los lenguajes eran infinitas, y que su mente —para abarcarlas— se hacía de poderes sin fin. Temió que cada mensaje era transmitido no en un idioma sino en infinitos, y que, por ende, cada mensaje era en verdad infinitos mensajes. Y se convenció también de que todo lo que le rodeaba contenía un mensaje.
Es decir, von Hausen sintió que él —y todo ser humano— vaga, ignorante en extremo, en un mundo donde todo encierra un mensaje, comprendiendo apenas una fracción infinitesimalmente pequeña. Aun cuando estas imaginaciones le llegaron en horas de confusión, tienen relevancia teórica.
Permítaseme ilustrar su pensamiento con un ejemplo. La metáfora de Émile Borel habla de infinitos monos frente a infinitas máquinas de escribir. Se dice que si se les permitiese martillar las teclas eternamente, alguno de ellos escribiría algún día un soneto de Shakespeare por puro azar. Usando esta metáfora, podemos decir que von Hausen llegó a pensar, durante el interminable delirio en su celda, que cada uno de los escritos de cada uno de los monos es cada uno de los sonetos de Shakespeare. Muy pocos estarían escritos en un idioma comprensible a los humanos. Los otros, que nos parecen caracteres aleatorios, serían los sonetos escritos en idiomas incomprensibles para nosotros. Incluso sonetos no escritos por Shakespeare, aun mejores.
Según esta lógica, cada Soneto de Quevedo es, a la vez, todos los sonetos de Quevedo, y es también cada uno de los sonetos de Shakespeare, en sendos idiomas desconocidos. Los sonetos aún no escritos de los grandes poetas del futuro, y los pensamientos secretos que los genios del pasado se llevaron a la tumba: todos están escritos en este momento —pensó von Hausen— en un código ignoto, que escapa a nuestra comprensión, en cualquier texto.
Y la escritura no se da solamente mediante tinta sobre papel: le pareció a von Hausen que toda la naturaleza no era más que un cúmulo infinito de mensajes, escritos en el encaje de las nubes o de la espuma de los mares del mundo, en la distribución de las estrellas en el cielo, en las venas diminutas de las hojas de cada árbol, en el trino de un ruiseñor, en los arabescos de una golondrina. Aun los granos de polvo que vuelan en el viento describirían elegías y cantos épicos en lenguas desconocidas, en caracteres tridimensionales, designando fonemas impronunciables para el hombre.
Las drogas que le aplicaban eran cada vez más poderosas, y sus delirios cada vez más frenéticos. Von Hausen llegó a pensar, en un supremo momento de confusión o clarividencia, que todo en el universo podría ser un único mensaje perfecto. Creyó que se trataba del mismo mensaje en diferentes idiomas: un mensaje perfecto, el mensaje único de todos los tiempos. Un mensaje tal estaría, de hecho, más allá del tiempo, y por lo tanto debía provenir de Dios. Entonces von Hausen entró en pánico, porque comprendió que —a medida que sus capacidades de decodificación aumentaban— podrían alcanzar el punto de entender este mensaje único, y temió que percibir el pensamiento de Dios sería fulminante: ¿cómo entender la condensación sin fin de todas las ideas en todos los idiomas, simultáneamente?
Desde entonces no quiso mirar a través de la ventana, temeroso de captar en un trozo de nube en el cielo, o en el revolotear de una golondrina, algunas palabras del mensaje divino. Permaneció con los ojos cerrados durante varios días, hasta que no pudo más. Entonces, dispuesto a terminar con tal suplicio, los abrió y se asomó a la ventana. Para su alivio, el cielo era solamente cielo, y las golondrinas, solo golondrinas. Pero esto no fue el fin de su tormento.
Su mente maltratada retenía las tendencias racionalistas de antaño, y se vio movido a encontrar, encerrado en aquella celda, una explicación lógica a su don. Partió de la premisa de que él, Herman von Hausen, tenía la capacidad de comprender todos los mensajes escritos por humanos del pasado. Entonces le asaltó la sospecha de que él no estaba descifrando los textos, sino recordándolos. Y esto significaría que él era el Omega, aquel ente antiguo que —según una antigua doctrina— poseía los recuerdos de todos los humanos anteriores a sí.
Lo encontraron muerto en la celda al día siguiente. Había roto el vidrio de la ventana, cortándose las muñecas. Podría creerse que se inmoló, antes de que los nazis pudieran obligarlo a romper el nuevo código aliado, el navajo, como un último sacrificio para terminar la guerra. Sin embargo, la razón de su suicidio no fue privar a los nazis de sus capacidades de traductor: fue su íntimo temor a la posibilidad de que se descubriese que él era el Omega, y que los nazis usasen su omnisciencia para propósitos aún más temibles que la dominación de Europa. Quitarse la vida era lo mejor que el pobre prodigio —cautivo de Hitler— podía ofrecer al mundo.
Sus temores, sin embargo, eran exagerados. Él no era el Omega. Su don tenía otra naturaleza, evidente en sus traducciones, la cual no me es dada revelar en este momento.
Roberto Pérez-Franco
2006