Breve discurso sobre el Omega

a Borges

El Omega no fue el primer hombre, pero será el último. Es la suma de todas las vidas humanas, desde el inicio del tiempo hasta este preciso momento. Cada verdugo y cada víctima convergen en el Omega; cada padre y cada hijo; las experiencias simultáneas de cada amante en ambos extremos del coito; cada paciente que muere y cada médico que trata de salvarlo; cada emperador y cada súbdito. Esta es la doctrina antigua, cuyo origen nadie conoce, y con la cual casi todos los filósofos concuerdan.

En Oriente, la sabiduría sobre el Omega viene principalmente de la tradición budista, cuyos pensadores consideran al Omega la secuencia entera de todas las reencarnaciones humanas. Conocedores del Tíbet aclaran la diferencia entre el Dalai Lama (la reencarnación actual de un bodisatva específico, que ha retornado múltiples veces movido por la piedad) y el Omega (la suma total de las reencarnaciones de todos los hombres, incluyendo las del Dalai Lama).

En Occidente, el conocimiento del Omega tiene su raíz en la escuela griega. Sócrates mismo nunca discutía el tema, lamentablemente, diciendo solamente que él no sabía nada sobre el Omega. En contraste con el silencio de su maestro, Platón propuso una idea que directamente contradice la doctrina antigua. Mediante una prueba geométrica, Platón demostró que el Omega necesariamente incluye al primer hombre. De esto se desprende que el primer hombre —siendo parte del Omega— todavía vive.

Estremecido por esta consecuencia, Aristóteles se esforzó por refutar de frente a su maestro, demostrando que el Omega excluye obligatoriamente al primer hombre (a quien Aristóteles llamó el Alfa). Mediante una prueba lógica estricta —que hasta el día de hoy se considera un modelo de simplicidad hermosa— Aristóteles demostró que si el Omega incluyese al primer hombre y a la suma de todos los posteriores, entonces el Omega sería el único hombre. Esto es un sinsentido, arguyó Aristóteles, ya que evidentemente existen múltiples hombres. Por lo tanto, es imposible que el Omega incluya al primer hombre. (Nótese aquí que otros alumnos platónicos nunca aceptaron esa conclusión de Aristóteles. Estos arguyen que el Omega puede ser el primer hombre —y por ende, el único— si todos nosotros fuésemos reverberaciones o ecos de los recuerdos de una vida única: la del Omega.)

Según Aristóteles, lo más temprano que el Omega puede aparecer es como el segundo hombre. Esta última es la posición de Tomás de Aquino: su argumento de que el Omega es el hijo del primer hombre, lo coloca de lleno en la tradición aristotélica.

Permítasenos aquí detallar la teoría que Aquino da en la Summa Theologica, por ser representativa de la perspectiva predominante aún hoy entre los pensadores religiosos de Occidente. Según Génesis, dice Aquino, el Alfa —el primer hombre— es Adán. Pero ni él ni Eva marcan el inicio de la raza humana, enseña Aquino, pues una pareja no constituye aún una raza. Más bien, la raza comienza con el primer hijo: Caín. Desde su nacimiento, Caín tenía la misión de ser el Omega, la suma de todas las siguientes vidas humanas, por siempre.

Aquino, haciendo referencia a la doctrina antigua, indica que Caín —como el Omega— recibía todas las experiencias del segundo hijo de Adán, su hermano Abel. A Caín —especula Aquino— le resultó intolerable el conocer todos los pensamientos de Abel y por eso lo mató. Dios, en su sabiduría infinita, no solo conocía la causa del asesinato, sino que lo había previsto y predicho en profecías anteriores a la Creación. En su Gracia, le concedió a Caín el don de vivir alejado de todos los hombres, sufriendo en silencio la carga de su destino. Abel es presentado en la Summa Theologica como un sacrificio consciente de Dios a la raza humana, vehículo a través del cual nos otorga un espíritu de grupo, que luego Teilhard de Chardin llamaría el Punto Omega.

Seguidores de Aquino rechazan la propuesta de que existe un paralelismo entre este sacrificio y el de Jesucristo, quien fue ofrecido como cordero. Indican que el sacrificio del Cristo es de mayor jerarquía, pues sirvió para redimir al Omega, como espíritu colectivo, y cada uno de sus componentes. Existe cierto precedente de este pensamiento en la obra de Aquino, cuando explica la frase de Jesús «Yo soy el Alfa y el Omega» como una demostración de que Jesús era de una jerarquía celestial superior a la del Omega, porque Jesús incluye al Omega como parte suya.

Existe también el precedente muy anterior de San Agustín, quien arguyó contundentemente en sus Confesiones a favor de esta primacía. Jesús, dice Agustín, a diferencia del Omega, incluye en su riqueza espiritual al primer hombre, al Alfa de Aristóteles, al Adán del Génesis. Agustín propuso que el Nazareno —teniendo al Omega como componente invisible— conocía directamente las experiencias de todos los humanos, y le era dado por ello conocer y redimir los pecados de todos sus contemporáneos, y hablar íntimamente a todos sus seguidores.

Pensadores panteístas del siglo diecisiete argumentaron que el Omega es Dios. Spinoza refutó brillantemente este argumento en su Ética, demostrando que el Omega no puede ser Dios, puesto que es forzosamente uno de los atributos de Dios. El Omega —dice Spinoza— es parte de Dios, pero Dios no es parte del Omega. Resulta interesante comparar la doctrina de Spinoza con la de Aquino en este sentido.

Con la Ilustración, la inquietud sobre el Omega pasó de la teología a la ciencia, a través de Newton, quien exploró las Escrituras obsesivamente. Este utilizaba el argumento de Caín para explicar empíricamente la razón de que el Omega no haya sido visto jamás: Caín vaga por la tierra, rehuyendo la compañía humana, por mandato divino. De ahí, dice Newton, surge la leyenda del Judío Errante. Caín, el Omega, la suma de todos los hombres, está condenado —según Newton— a vivir por siempre para contener en sí mismo las experiencias humanas de todos los seres hasta el final de los tiempos. Newton arguyó que el Omega es por necesidad eterno, al no serle permitido morir mientras todavía vivan otros seres humanos. Locke refutó el postulado de la inmortalidad del Omega arguyendo que podrá morir cuando no quede ningún otro humano sobre la tierra.

En círculos naturalistas doctos, el Omega es desde hace mucho considerado como un hecho concreto de la naturaleza. Por ello, conformidad con su existencia era un prerrequisito de las nuevas teorías científicas de los siglos diecisiete y dieciocho. Incluso en el siglo diecinueve su influencia seguía siendo considerable. Como ejemplo de esto se pueden citar las dificultades que enfrentó Darwin para que su teoría de la selección natural fuese aceptada entre los círculos científicos, hasta que el naturalista encontró una forma de armonizar sus ideas con la existencia del Omega. Mientras que los creacionistas habían salvado ese obstáculo gracias a los escritos de Aquino, los evolucionistas se vieron forzados a propugnar una explicación menos elegante. Darwin optó por definir al Alfa como lo que de primate tiene el hombre, lo que había antes de que el ancestro fuese verdaderamente humano. El Omega, luego, es definido por Darwin como la parte humana del hombre, lo que lo define como tal y no como simios. De esto se desprende que la aparición del Omega no fue súbita, sino paulatina y evolutiva.

Las tres vertientes persisten hoy en día: la budista, la tomística y la darwiniana. En el presente, muy pocos hombres cultos niegan la existencia del Omega, aunque jamás lo discuten en público. Solo en ciertos círculos filosóficos se le discute ávidamente, particularmente en dos áreas que se han mostrado propicias para el debate y elusivas para el intelecto.

La primera es sobre la naturaleza de la herencia que cada vida deja al Omega, de lo que cada humano le transmite y comunica. ¿Es solamente el enriquecimiento espiritual, como proponen los budistas? ¿O se incluye también el conocimiento práctico de todas las cosas mundanas y trascendentales que cada vida experimenta, como lo postuló Schopenhauer? Este punto, aunque oscuro, no es trivial: si el Omega posee una sabiduría infinita, tener acceso al Omega concedería un poder ilimitado.

La segunda área de debate es sobre la humanidad del Omega. La extensión del carácter humano del Omega ha sido discutida a lo largo de los siglos. Sócrates, según reporta Jenofonte, inquirió al Oráculo sobre la apariencia del Omega. Adam Smith, en La Riqueza de las Naciones, lo concibió como un príncipe, rico con el uso de todo el conocimiento adquirido tras experimentar todas las vidas humanas. San Francisco de Asís, sin embargo, predicó que el Omega era un ser sabio y sin avaricia, que debía tener la apariencia de un anciano, viviendo posiblemente como un ermitaño, o un mendigo echado en la puerta de algún templo en Roma.

Algunos agnósticos arguyen que el Omega existe, pero no como un ser humano tangible. Defendiendo esta postura, Hume arguyó que el Omega es solamente concebible como un recuerdo intangible en la infinita memoria de Dios. Kant descreyó esta idea, sugiriendo que el carácter humano del Omega la imposibilita como una opción. Para Freud, el Omega se encuentra, no encerrado en un solo cuerpo, sino cautivo en el subconsciente, distribuido a partes iguales entre todos los seres humanos.

Ampliando a Freud, Jung predicaba entre sus seguidores que, al acceder una persona al conocimiento de la existencia del Omega, la partícula del mismo que existe en esa persona se despierta y se manifiesta en el consciente. Conocer del Omega, enseñaba Jung, es abrirle la puerta; mencionar su nombre es darle vida.

Varios académicos han propuesto, a finales del siglo veinte, que esta idea de Jung no es nueva, pues aparece ya en un antiguo texto místico, llamado El Trueno, Mente Perfecta, escrito antes del siglo cuarto y redescubierto en 1945 en una cueva en el Alto Egipto, junto a múltiples evangelios gnósticos. Para el conocedor, la referencia al Omega es obvia en el documento. De gran interés resulta que el texto de Nag Hammadi le atribuye al Omega principalmente el género femenino. La traducción, si bien brusca, del copto al castellano, reza:

He venido a los que reflexionan sobre mí…
no seáis ignorantes de mí.
Porque yo soy la primera y la última.
Yo soy la honrada y la vituperada.
Yo soy la ramera y la santa.
Yo soy la esposa y la virgen.
Yo soy la madre y la hija.…
Yo soy la estéril y la fértil…
Yo soy la novia y el novio…
Yo soy el silencio incomprensible…
Yo soy la mención de mi nombre.

Esto sugiere que los miembros de ciertas sectas primitivas, aquellas que el obispo Ireneo de Lyon denunció en el siglo segundo como «llenas de blasfemia», consideraban al Omega la manifestación femenina de Dios.

Roberto Pérez-Franco
2005