La intrusa

a Carlos Oriel Wynter Melo

«What a wicked thing to do,
to make me dream of you»
Chris Isaak

Reconozco que nunca acepté como normal el hecho de que, tras dos décadas, todavía soñase con frecuencia con una antigua novia de mis días de adolescente. Tuve muchas otras mujeres durante los años de soltería que siguieron a nuestra separación, incluso más hermosas. Hace diecisiete años me casé con la mejor de ellas, y construí a dúo un hogar feliz, con hijos y todo. Sin embargo, ninguna otra mujer se entrometía en mis sueños, solo aquella novia del pasado.

Ya la habría olvidado por completo, si no fuese por sus inoportunas irrupciones. No habría queja si al menos hubiese permanecido tranquila, en una esquina del sueño, sin molestar hasta el amanecer. Pero ella porfiaba en tomarse el centro del escenario: aparecía desnuda ya y haciendo el amor conmigo, sin juego previo o consentimiento de mi parte. Lo cual es extraño, porque nunca tuvimos relaciones cuando éramos novios. Aquellos tiempos eran distintos, y nosotros éramos más tímidos que el promedio, y muy jóvenes. He ahí el otro problema: ella retenía en mis sueños las formas de su juventud: las piernas firmes y los senos turgentes, en punto de caramelo.

En cierto momento del coito onírico —cosa curiosa— aparecía en mí el vago recuerdo de que los años habían pasado y yo era ahora (si es que la palabra ahora tiene algún sentido en este contexto) un padre de familia, con una esposa y un hogar bajo mi responsabilidad. Pero mis argumentos no lograban convencer a la chica del sueño de que debíamos respetar la santidad de mi matrimonio, ni tampoco conseguía —o peor: no quería— zafarme por mi cuenta de su abrazo, para irme a pastar en prados más castos.

Lo que me molestaba no era el haber experimentado alguna vez un sueño de tal corte. Me parece que es, si no justificable, al menos comprensible. Lo que empezó a preocuparme fue que estos sueños habían reaparecido varias veces cada año. Hubiese ido donde un psicólogo, si no me pareciera demasiado vergonzoso confesar semejante cosa ante un extraño, especialmente dada mi edad y estatura social.

Hace unos años, vi de lejos a la intrusa. No quise saludarla, porque yo estaba junto a mi esposa, en un lugar público. Pude, sin embargo, verificar que —como era de esperarse— el calendario había surtido efecto sobre su belleza de antaño. Sentí una urgente necesidad de acercarme y preguntarle: «¿Tú también sueñas conmigo?», o simplemente implorarle que hiciera, en el futuro, un esfuerzo por mantener su espejismo al margen de mis sueños. Pero no hice nada. Ella siguió caminando, sin haberme visto siquiera. Mi esposa miraba alguna otra cosa, y yo marchaba en silencio, disimulando. Luego me sentí como un cobarde, por pretender achacarle a ella la culpa de mis desvaríos.

El peor escenario se materializó una noche, no hace mucho. En medio de uno de aquellos sueños sexuales, sentí que una mano me agarraba el hombro. A mitad de camino entre el sueño y la vigilia, el nombre antiguo se me escapó de los labios físicos. Jamás olvidaré los ojos de mi mujer mirándome a mí y a mi erección, preguntándome que a quién estaba llamando dormido. Le confesé, sin poder esconderlo más, lo que había venido ocurriéndome.

—Si es solamente en sueños y no lo puedes controlar —dijo ella—, entonces no es tu culpa.

Pero cuando me negué a consultar a un psicólogo, se molestó. Como no logré convencerla arguyendo pudor y vergüenza propia, ensayé presentando el inconveniente de revelar a un tercero un detalle tan delicado sobre un personaje público. Cuando insinuó que tal vez yo quería conservar a la susodicha disponible en mi «cerebrito sucio» para entretenerme con ella en las noches, comprendí que la discusión iba por mal camino y decidí callar.

Con la tensión del tema pendiente, seguimos con problemas durante varios meses, hasta que al fin algo cambió: leí una mañana en el periódico que —gracias a Dios— mi antigua novia había muerto. Más bien, la habían asesinado. Su marido, de hecho, fue el autor del crimen: le pegó un tiro en la cabeza mientras ella dormía. Confieso que respiré aliviado.

—Ojalá esto ponga fin a mis sueños —dije, entre ruego y sarcasmo—, y que muerto el perro, se acabe la rabia.

No se lo comenté a mi esposa, pues la simple mención de aquel nombre catalizaría nuevas y apocalípticas discusiones.

Para mi gran sorpresa, esa misma noche, ya entrando la madrugada, ahí estaba ella de nuevo: mi antigua novia, en la cúspide de su juventud, con los redondos pechos de adolescente brincando como conejos, cabalgándome cual amazona fiel a los consejos de Ovidio. Al igual que en cada episodio anterior, disfruté los primeros minutos sumido en una dulce amnesia, hasta que la conciencia —que siempre llegaba de segunda— me recordó la realidad.

—Soy una persona casada, y tú también —supliqué—; y para colmo, estás muerta. Déjame dormir tranquilo.

Pero ella se negaba, con una sonrisa pícara, y me mandaba a callar, sujetándome por los hombros y meneando sus caderas con mayor rapidez y fuerza.

Entonces sucedió algo que, por alguna razón, no había pasado en los sueños anteriores: llegué al clímax, y cedí completamente a la fantasía, gimiendo su nombre. Ella sonrió ampliamente y, sin cejar en su faena, me indagó:

—¿Sabes que tu mujer te está mirando?

Algo iba a responderle, cuando me sacudió un estruendo terrible. Tras un fulgor que lo inundó todo, vino una oscuridad de abismo. En él vislumbré el cuerpo sudoroso de mi amante, que no se detuvo en ningún momento, envuelto en un tenue resplandor como de ángel. Su piel se hizo más tibia y su galope más agresivo.

—¡Relájate, hombre! —dijo riendo—. Ahora estaremos juntos siempre.

Roberto Pérez-Franco
2005