El corazón de oro
A Poe
«Tiresome heart, forever living and dying!»
Edna St Vincent Millay
Ese reloj de péndulo que está en la pared de mi celda – ¿lo ves? –, ése es mi corazón. El de mi hijo es otro: un reloj de leontina, que mi marido compró en una casa de empeño. No sé nada de los dueños anteriores. Es de oro puro, de un diseño exquisito. Tiene un cristal delante, para ver la esfera, y otro más pequeño detrás, que muestra el mecanismo interno.
Fue el agitado oscilar de esta máquina lo que capturó mi atención. Me pareció el palpitar de un animalillo asustado, con las vísceras expuestas en una mesa de disecciones. Sus resortes y engranajes se movían como un órgano vital. «Parece que está latiendo», comenté a mi marido, «como el corazón de un bebé». Recién pronunciada esta frase, me arrepentí de mis palabras. Miré hacia la cuna vacía que, cubierta de franjas de luz y sombra, reposaba en una esquina, y sentí que se erizaban los vellos de mi nuca.
Mi bebé había muerto un año antes. «Muerte de cuna», me dijeron. Había dejado de respirar, sin razón. «Pero ¿por qué?», pregunté. Nada ocurre sin una causa. Recuerdo que ese día tenía hipo y le puse un trapito mojado en la frente; minutos después había muerto. (Hace poco leí que, cuando un bebé de pocos meses siente humedad en el rostro, su cerebro le indica que todavía está inmerso en el ambiente líquido del vientre y su respiración cesa). Desde entonces paso las tardes en la mecedora, contemplando las fotos de mi bebé difunto. No moví nada en la habitación: la cuna vacía seguía en la misma esquina.
He sentido un mal presagio en las fechas especiales, desde que era niña. «¿Y si pasa algo?», me pregunto cada vez que se acerca un cumpleaños o aniversario, «¿y si ocurre una tragedia en esta fecha?» Por ello, al acercarse el aniversario de la muerte de mi bebé, mi marido decidió anticiparse a la recaída de mi depresión. Fue a una casa de empeño y me compró unos zarcillos de oro. De paso, se enamoró del reloj de leontina que he descrito y lo adquirió sin preguntar el porqué del precio bajísimo. Presiento que el reloj estaba maldito: habría seguramente conjurado desgracias a sus antiguos dueños, y por ello se deshicieron de él.
Pasaron los días y mi marido se veía contento por su nuevo reloj. No lo llevaba consigo nunca, sino que lo guardaba en una cajita de ébano pues su valor, incluso sólo el metálico, era considerable. Cada mañana, antes de marcharse, le daba cuerda al aparato y lo dejaba en la cajita.
Al cabo de unas semanas supe que estaba embarazada. Había rogado a Dios por un nuevo bebé desde el día en que enterré al primero. «El Señor finalmente me ha escuchado», me dije. Pero tras breves momentos de dicha, me asaltó el recuerdo de la frase de mal agüero que escapó de mis labios aquel día. No pude sacarla de mi cabeza.
Finalmente di a luz a mi segundo bebé. Fue un varoncito, hermoso como un ángel que pintase Rafael, retrato viviente de su difunto hermano. Crecía sano, como aquél lo había hecho. Me sentía culpable de la muerte del primer bebé, y por ello seguía estrictamente todas las recomendaciones para evitar la muerte de cuna. El nuevo nene dormía sobre su espalda, en un colchón firme y sin objetos que estorbaran su respiración. Aunque no había en su cuerpo señal de enfermedad que ameritara preocupación alguna, a los dos meses me invadió un temor terrible, pues se acercaba el segundo aniversario de la muerte de mi primer hijo. El desasosiego era doble, pues ese día se cumpliría también un año desde que pronuncié aquella frase maldita. Sé que muchas personas no cuentan los días tan minuciosamente, porque no prestan atención a los signos del tiempo. Pero yo siempre estoy atenta, para anticiparme a la desgracia.
Te podrás preguntar sobre la naturaleza de mi presentimiento. Temía que mis palabras viniesen a atormentarme. Por ello cada día, cuando quedaba sola, sacaba el reloj de la cajilla de madera, y lo contemplaba en silencio. «Con ese mismo latido débil y rítmico, palpita el corazón de nuestro hijo», me decía.
Hay múltiples similitudes entre el corazón y un reloj: ambos son maquinillas asombrosas, que trabajan sin cesar aún cuando no estamos viéndolos, sintiéndolos, pensando en ellos. Mira un reloj en la noche y vuélvelo a mirar en la mañana: verás que marchó sin descanso toda la noche y sigue marcando la hora correcta. Así también tu corazón marcha durante toda la noche, sin que lo notes. Aunque no pienses en él durante el sueño, tu corazón late para mantenerte con vida.
Una madrugada me desperté sobresaltada. Obsesionada con una idea, no pude conciliar el sueño. Tomé el reloj y fui a la cuna. Con mi oreja sobre el pecho del bebé dormido, y mis ojos fijos en el reloj, comparé los latidos con el movimiento del segundero. Verifiqué su sincronismo. Por quince minutos escuché el tum-tac del corazoncillo y lo confronté con el tic-tic del reloj: ni un solo tiempo, ni un solo salto del segundero estuvo fuera de ritmo con el latido.
Investigando en la biblioteca, llegué a comprender mejor este sincronismo. Si me permites explicarlo, verificarás que – al contrario de lo que mi esposo te hizo creer – no estoy loca. El corazón de un bebé de dos meses late ciento veinte veces por minuto, dos latidos cada segundo. Por otra parte, en el mecanismo de un reloj así hay una rueda, controlada por una aguja, que salta dos dientes cada segundo. Ya ves la relación, ¿o no? Son ciento veinte saltos de la rueda cada minuto, igual número que el de latidos del corazón de un bebé.
La similitud no termina ahí: el segundero no salta de un segundo al siguiente en un solo movimiento de la aguja, sino en cuatro movimientos más cortos, cada uno de un cuarto de segundo. Igual en el corazón del bebé: cada latido tiene dos sonidos: tum-tac, provenientes del cierre de las diferentes válvulas. ¿Acaso no es evidente el paralelismo? Cada segundo, hay cuatro pequeños saltos de la aguja, así como cuatro sonidos emite el corazón de un bebé.
Pero eso no es todo. El reloj fue adquirido el mismo día que, según mis cálculos, fue concebido el bebé. Esto podría parecerte irrelevante, pero no lo es. ¿No sería acaso que, por capricho del destino, el reloj señalaba la aparición del nuevo hijo? De ser así, ¿no podría también augurar su desaparición? No pretendo que nadie me crea, pues al principio yo también me resistía a la idea. Permíteme terminar mi narración, y comprenderás que era cierto. Sólo te imploro que no asumas que he perdido el juicio.
He leído mucho sobre el corazón humano, y sé bien que su latir no es uniforme. Esto no implica que yo mienta. La explicación es otra: la marcha del segundero tampoco era uniforme. Corazón y reloj marchaban juntos, exactos en su relación temporal. Confirmé esto repitiendo el experimento muchas veces. En las tardes de soledad, cuando cantaba al niño dulces tonterías, el segundero marchaba más rápido para seguir el ritmo a su corazoncillo alegre. Así también, cuando el nene dormía, el reloj desaceleraba su marcha, en sincronía con su corazón reposado.
Al principio creí que el reloj marchaba esclavo del corazón de la criatura. Pero luego me asaltó la duda de que la dependencia fuera en dirección contraria. La diferencia no es trivial, pues ¿qué pasaría si el reloj se detuviese? ¿No pararía también el corazón de mi hijo?
Este temor se convirtió en una ansiedad permanente y me llevó a estar muy pendiente (pero no obsesionada, como dijo mi esposo) de que el reloj funcionase siempre. Saberlo en el interior acolchado de la cajita de madera, a salvo de cualquier golpe, me tranquilizaba. Bastaba entonces mantener la cuerda para garantizar el movimiento perpetuo.
Lo siguiente es evidencia de mi buen juicio: la cuerda completa del reloj duraba dos días enteros y sin embargo no pasaba uno solo sin que me diera a la tarea de enrollarla toda. ¿No confirma esta precaución mi lucidez? También a diario ponía el reloj en la hora correcta, porque la variabilidad que le imponía el cambiante latido del bebé lo atrasaba o adelantaba hasta dos horas diarias. Que el reloj perdiera la hora no se puede explicar mediante una falla mecánica, como lo evidencia el hecho de que en algunas ocasiones se atrasaba y en otras se adelantaba.
En esta rutina transcurrió un mes. La víspera del aniversario, sin embargo, algo cambió: mi pobre bebé, mi alma, mi tesoro... (¡discúlpame un segundo!) Mi hijo amaneció con algo de fiebre y dificultades para respirar. En el hospital nos dijeron que era una infección del tracto respiratorio superior. Según leí, ésta se relaciona a casos de muerte de cuna. Pasé la noche en el hospital con el niño, y le pedí a mi esposo – haciéndolo lucir como algo casual – que al regresar a casa le diera cuerda al reloj. ¿Podrá Dios perdonarme algún día por haber dejado esta delicada tarea a cargo de su mente mediocre, de sus manos burdas? Por eso él no me hace falta ya: era una bestia el infeliz.
La tarde siguiente mi marido regresó al hospital. Le pregunté si había dado cuerda al reloj. ¡Oh, dolor infinito!
– Vendí esa mierda en una casa de empeño – me respondió. – Nunca marcaba la hora correcta. Además, somos pobres y no podemos darnos el lujo de un reloj de oro. El dinero nos servirá para pagar el hospital del nene.
¡Cómo se me hundió el corazón en el pecho! Sin decir palabra, salí corriendo hacia la casa de empeño. Pero la encontré cerrada con candado, las luces apagadas.
Te he dicho que este reloj de péndulo es mi corazón. Obviamente no es mi corazón físico, pero mantiene con él la misma relación parasítica de sincronía que el reloj de oro mantenía con el corazoncito de mi hijo. Su péndola dorada, oscilando de ida y vuelta cada dos segundos, es mi única compañía. En las horas largas de la madrugada, cuando las otras reclusas al fin se han callado tras las reyertas del día, su toc-toc hace eco en las paredes de mi celda, exactamente una vez cada segundo, coincidente con los latidos de mi corazón. Toc a la izquierda, toc a la derecha: sesenta latidos por minuto, valor saludable para un adulto en reposo. Su vaivén me mantiene viva. Es mi vida. ¡Dios! Quisiera tanto que cesara...
Quien no ha tenido el corazón atado al latido de un reloj, con el tiempo como enemigo, no sabe lo que yo sentí aquella tarde. Sabiendo que peligraba la vida de mi hijo, averigüé con vecinos de la casa de empeño la dirección del propietario. Pero cuando lo confronté en su casa, se negó a entregarme el reloj si no le pagaba un nuevo precio que había fijado tras reevaluar su valor en oro. Por supuesto, no tenía un centavo conmigo. ¿Qué clase de persona podía pedirme algo así sabiendo que somos pobres?
Decidí confesarle la secreta razón de mi apremio: no me interesaba el reloj, sino salvar la vida de mi niño. El bastardo se rió en mi cara, me llamó loca y cerró la puerta. Golpeando en la ventana, le rogué que al menos fuera a darle cuerda al reloj, pues temía que se agotara pronto, pero me ignoró por completo.
Mi bebé era... ¿Cómo decirlo? Era mi alma. Si hubiese podido entonces sacrificar mi cuerpo, regalarle los latidos de mi propio corazón para salvar el suyo, lo hubiese hecho enseguida. Fui a la casa de empeño, y entré por la fuerza para recuperar el reloj. El dueño, que me había seguido, trató de detenerme. Lo maté con una daga que colgaba de la pared. Me dicen que lo apuñalé tantas veces que fue imposible contarlas. No lo recuerdo, pero podría ser cierto. Sólo sé que la cuerda del reloj, casi agotada, fue restablecida al máximo por mi mano temblorosa.
No sé cómo luce hoy mi hijo, después de tantos años. Mi marido no me permite verlo. En noches de nostalgia lo sueño robusto y valiente. Conservo el reloj de oro, al que doy cuerda cada mañana. Contemplando su segundero, intuyo cuándo mi hijo está feliz o triste, cuándo se ejercita o reposa. Su ritmo cardíaco, replicado en la maquinilla, me mantiene al tanto.
El otro reloj, el de pared, fue un regalo sarcástico de mi marido para restregarme en la cara mi soledad. A veces mi mirada se pierde en el disco dorado de su péndola, áurea lenteja que va y viene, como un ángel que bailase colgando sobre un abismo. Sólo tras varios años en esta cárcel entendí que ese reloj reflejaba en su latido los de mi propio corazón.
Roberto Pérez-Franco
2005