Notas sobre el paraíso

A Stendhal

3 de octubre de 2004:

La inusual belleza de In Paradisum de Fauré me ha hecho esperar con felicidad la muerte, para disfrutar de gloria tan sublime. «Oh, que muera yo mil veces si eso es verdad», he dicho como Sócrates. Su perfección me lleva a sospechar que el compositor, buscando una joya para coronar su Réquiem, plagió de Dios el fondo musical del reino, en un espasmo de arrogancia. Si es así, la divina balanza deberá perdonar su herejía por el contrapeso de las almas redimidas: al pintar tan hermoso el premio, sus compases mueven al bien por sí solos, trivializando la amenaza del infierno.

En tardes tranquilas, escuchando esta pieza hasta saciarme, probé imaginar cómo sería el paraíso anunciado. Ensayé un lugar común: un vórtice de luz rodeado por infinitos querubines. Como la música lo excedía, probé redefinirlo, pero quedé inmerso cada vez en un insípido limbo blanco.

Aunque todavía sospecho que definir el paraíso es un ejercicio subjetivo (para Borges —aun ciego— era una biblioteca; para Sócrates, el encuentro con los sabios del pasado), ya no tengo que imaginarlo: estuve en él hace poco. A las cinco y media de la tarde del domingo 26 de septiembre del año 2004, el universo se plegó, y la Tierra se traslapó con el Cielo, regalándome el fenómeno efímero e irrepetible de experimentar mi paraíso en vida.

El escenario lo brindó la aparición de un arco iris. La palabra es poca cosa: el cliché arco iris no describe el prodigio de luz que extendió sus alas ante nosotros. El fulgor rabioso de ese semicírculo rajó el cielo como una sandía. Sus tonos eran tan nítidos y su curvatura tan amplia, que apenas dejaron espacio en nuestros ojos para el abismo azul que los enmarcaba.

Mi esposa y yo habíamos llegado una hora antes a visitar a mis padres. Los cuatro contemplábamos el tranquilo espectáculo, y disimulábamos la emoción del momento perfecto, conversando sobre la diferencia tonal entre el arco principal y el arquejo tributario que se insinuaba sobre él. Frente a los círculos gemelos, tres golondrinas jugaban a dibujar arabescos; a nuestros pies, los ojos húmedos de nuestros perros nos agradecían haber vuelto a casa. Todo era perfecto: teníamos salud y estábamos juntos. Mi esposa me amaba. Mis padres se sabían felices, satisfechos con la cosecha de la larga siembra de sus vidas.

Un beso me indujo el súbito presentimiento de que mi eternidad podría ser la repetición sin término de este momento de dicha inmaculada. Cerré mis ojos y rogué, como un Fausto dispuesto a vender el alma a Dios:

—Si soy digno, permite que este sea mi paraíso.

El vuelo juguetón de las golondrinas me insinuó que, tras el telón del cielo, Él sonreía.

A través de un personaje de Opiniones de un payaso, Heinrich Böll dice que le parece imposible que la felicidad dure más de un minuto, dos a lo sumo. Se equivoca: diez minutos duró aquel Edén. Lo hubiese querido infinito, pero la vida sigue. Pronto el cielo quedó desnudo, con grises sugerencias de anochecer. Ignoro cuándo volveré a sentir que estoy en la gloria. Solo sé que todavía siento los arpegios de Fauré y el brillo de aquel arco coexistiendo en mi interior.

1 de enero de 2005:

Descubrí que el fenómeno, aunque efímero, no es irrepetible: hoy, en el primer amanecer del año nuevo, durante el desayuno en familia, volví a aquel nirvana, al contemplar cómo el gozo inocente de mi sobrina recién nacida se reflejaba, sol en oro bruñido, sobre el rostro de mis padres.

24 de enero de 2005:

A este punto ya he comprendido que la experiencia, lejos de ser única, es —gracias a Dios— casi cotidiana. Borges lo advirtió: no pasa un día en que no estemos un instante en el paraíso. Como una tela de hilo deja ver a través de diminutos agujeros, así la vida nos permite contemplar destellos del paraíso en fragmentos de dicha óptima que se traslucen cada cierto tiempo. Basta con tener los ojos del alma abiertos para percibirlo.

Aunque era consciente de mi alegría, no fue sino hasta aquel día cuando comprendí que esta podía ser perfecta aun en vida. Ahora el hecho se me revela cuando menos lo espero. La epifanía llega en el jugo de una fresa en los labios de mi esposa, en el revoloteo de un pajarillo, en la brisa de la tarde, en la calma tras el orgasmo. Creo que Dios escuchó mi plegaria, pero decidió entregarme, en vez de un paraíso cíclico de dicha repetida, una sucesión de pequeños paraísos diferentes, renovados cada día.

Roberto Pérez-Franco
2005