Destino

A Cortázar

«Una vida más tarde comprenderemos
que la vida perdimos sólo por miedo»
Juan Pablo Silvestre

Luisa jamás comprendió por qué murió. Mientras la piedra enorme del molino, ciega sobre su eje eterno, continuaba el peregrinaje circular hacia ninguna parte, sus ojos perdieron el brillo contemplando el brazo con fijación desamparada. La tarde anterior, el sol, como una luciérnaga breve en un pozo muy hondo, había brillado en esos mismos ojos. Sentadas en la terraza de su casa, Luisa y su amiga Lucía charlaban. Hablaron del amor, del sexo, de la vida futura. Y reían, ¡por Dios, cómo reían!

—¿Sabes? —dijo Lucía—. Decidí que iré esta noche a que la vieja me lea la mano.

El gesto de sorpresa en la cara de Luisa no fue tal para Lucía.

—Esa vieja loca no hará que él se fije en ti.

—Pero puede decirme si algún día él lo hará. ¿Por qué no vienes conmigo?

Una mueca de incredulidad se dibujó rápidamente en su rostro: «Yo no creo en esas cosas».

— Claro que no... —concedió Lucía—. Pero ¿no sientes curiosidad? Dicen que, desde antes de tu nacimiento, tu vida está escrita ahí, en las líneas de tu mano.

Callaron. Al caer la noche también, una junto a la otra, callaban mientras la vieja sobaba la mano izquierda de Lucía. La contempló profundamente y cerró los ojos: habló largo rato, sobre la vida, el amor, la salud, el dinero. Luisa se estremecía con cada verdad que la vieja decía sobre su amiga. Cosas íntimas, secretos entre ellas: todo lo veía. Cuando la vieja terminó con Lucía, Luisa tuvo el presagio de que su vida cambiaría. La gitana le tomó la mano izquierda, cerró sus labios con fuerza y permaneció en silencio largo rato. Luego la miró a los ojos, con lástima.

—Pero tú no crees en esto, mi niña...

—¿Qué es lo que vio, señora? —reclamó Luisa, con voz quebrada.

La angustia magnificó una pausa breve hasta hacerla parecer infinita.

—Es mejor que te vayas y te olvides de todo —dijo la anciana, sabiendo que no lo haría.

—Dígamelo de una vez, por Dios —suplicó.

La vieja cerró los ojos tristes, agitada. La palma de su mano, seca como la cáscara fina de una cebolla, apenas rozaba la mano sudorosa de Luisa.

—Sucederá muy pronto, mi niña. Está escrito aquí, desde el primer día.

Silencio. Una lágrima cayó sobre la mano desnuda y palpitante, abierta hacia el cielo.

—Dígame cuándo —insistió Luisa, y otra lágrima cayó sobre su mano cuando escuchó la respuesta—. ¿Qué puedo hacer para evitarlo, vieja?

—Destrózala si quieres vivir. Mientras la mano exista, tu suerte está echada.

La piedra giraba, lenta como el mundo, frente a sus ojos marchitos y sus labios pálidos. Esa mañana el sol había calentado esos labios, camino a la iglesia. El andar le dio tiempo para pensar en su marido, en su hija pequeña, en los otros hijos que quería traer al mundo, en los nietos que deseaba ver jugando a su alrededor.

Sintió que la vida se le iba del pecho. No llegó a la iglesia. El molino que encontró en el camino, aleteando frente a ella, era igual a la imagen de su sueño: las aspas, blancas; la puerta, abierta; la rueda, inmensa, girando perezosa sobre los granos; el interior, vacío; el sol, derramándose entre las rajas del techo.

Contempló el inmutable girar de la piedra durante una hora. Nadie oyó su grito cuando introdujo la mano. El miembro desapareció al instante en una fina pasta roja untada contra la laja. Paralizada por el dolor, Luisa cayó de espaldas, con el muñón hacia el cielo como una rama muerta. Con los ojos fijos en el remo amputado, se desangró hasta morir sin comprender lo que pasaba. Ciega ante la agonía, la piedra del molino siguió girando toda la tarde, emulando la persistencia del viento de verano. El crepúsculo se consumió impávido, ajeno al espectáculo triste del cuerpo tieso con la mano izquierda intacta y el brazo derecho truncado y enhiesto.

Roberto Pérez-Franco
2005