El hombre que llega
A Eustorgio Chong Ruiz
El hombre va por el camino, solo. La noche se prolonga en sombras cenicientas, apenas definibles bajo la luna menguante. Sólo el murmullo de sus cutarras y la respiración de fumador viejo perturban el silencio. En su mano, el fósforo se enciende para dar fuego a la pipa.
El aroma caliente de tabaco le tranquiliza un poco. Los grillos cantan entre los matorrales cercanos. Está oscuro: su mano se desliza hasta el cinto y tienta la cacha del machete. Chupa de nuevo, saboreando el humo un momento en la boca. Mira al cielo.
– ¡Chejito, carajo!
La noche se traga los pasos, acentuando la sensación de soledad. Su mujer lo mandó a llamar a la salina, donde estaba acampado por ser verano, cuando los hombres de sal deben proteger día y noche los destajos, para que no los arrastre el aguaje. «Dice tu mujé’ que te regresey, que tu hijo se sacó a una muchacha». La madre se había enterado en la mañana porque el rumor corría por el pueblo: «Chejito, el de Naya, se sacó en la noche a Esperanza, la hija de Mecho, por la ventana del rancho, en un caballo que le prestó Licho Huertas».
El hombre llega a una quebrada y se descalza. Con las cutarras en la mano, atraviesa el torrente frío. El polvo del camino le arropa la humedad de los pies. Divisa más adelante la luz de una guaricha, que se escapa por la ventana de una casa de quincha, como un ángel de fuego que huye de un abismo.
– ¡Ay, Chejito! ¡Qué pendejo eres!
Chupa otra vez la pipa, sin prisa, aspirando largamente. La lumbre le enrojece el rostro. Deja salir el humo, y con él una saloma sabrosa, clara y fuerte; esa saloma del alma que lo distingue entre los salineros. Con el grito que retumba entre los ciruelos, la luz de la guaricha se atenúa. Queda la casa a oscuras y en silencio, esperando al hombre que llega.
– Le voy a da’ una rejera.
Se detiene frente a la casa, semejante a una estatua de sal; algo le estorba el pensamiento. Medita un poco: los recuerdos de su juventud cruzan su mente, como garzas que vuelan hacia los manglares. Años atrás él y Naya, fruto recién maduro, estaban enamorados. Hicieron planes y promesas. Él se la robó una noche y la llevó a caballo hasta el río. Desde entonces vivieron juntos, en esa felicidad sencilla que por ser constante se hace casi imperceptible.
En su rostro, duro como cuero, se presiente una sonrisa. Su corazón se ablanda. Su perspectiva se modifica. Su alma se regocija por la valentía del hijo. Vuelve a salomar.
La luna se está durmiendo tras los cerros.
Roberto Pérez-Franco
2005