En el camino
A Maupassant
No sé si recuerde todos los detalles, así que contaré el suceso como me venga a la memoria. Todavía hoy se me erizan los pelos al evocarlo. Fue hace varios años, en un anochecer igual a éste. Caminaba sobre este mismo sendero, rodeado de similares árboles y malezas. Era aquel un invierno idéntico al actual, y las sombras decoloraban el verde intenso de los herbazales, convirtiéndolo en un gris demasiado penumbroso para distinguir las formas. En verdad, la única diferencia es que entonces viajaba solo y hoy tú me acompañas. Caminaba silbando una canción, para disipar el temor. Este camino es demasiado largo para ir cargando algo tan pesado como lo es el miedo.
Aquella vez venía de Los Olivos. Los arreboles coloreaban, con tristes y nostálgicos tonos lila, las nubecillas de poniente. Hubiera querido salir más temprano, pero quise evitar el bullicio y la multitud. Esperé hasta que empezó a oscurecer. Entonces salí apresurado, de vuelta a mi parcela.
Los mustios resplandores de la tarde se esfumaron, cediendo paso a las efímeras fosforescencias de las luciérnagas, que se encendieron como un segundo firmamento, esparcidas sobre los árboles, en los potreros y enredadas – como ángeles varados en un abismo de sargazos – en las hierbas del borde del camino.
Como tú sabes, el camino que va de Los Olivos a la Villa pasa frente a dos cementerios: el de Los Olivos y el de San Agustín. Entró la noche antes de que yo pasara delante del primero. Cuando divisé la silueta del panteón, pocos metros más adelante, contuve la respiración. Me invadió un pequeño temor supersticioso, que me avergüenza reconocer y que sin embargo me sale al paso en las noches solitarias. Aceleré mi andar, sin mirar siquiera hacia el costado. Cuando ya lo estaba dejando atrás, me tranquilicé un poco. Efímera calma, pues escuché a mis espaldas una voz que me llamaba.
– Muchachito, espéreme...
La sangre se me heló en las venas. No quería voltear, ni lo hubiera hecho de no haber sentido la mano huesuda que se posó suavemente sobre mi hombro. No pude distinguir bien a la persona, por la oscuridad, pero el timbre de voz, la mano y los pocos rasgos que aprecié gracias a la escasa luz de las estrellas, me permitieron reconocer que era un hombre viejo y flaco el que me había llamado, y que había llegado ya hasta mi lado.
– ¿Para dónde va por ahí?
– Para la Villa – mentí, fingiendo serenidad.
– Ah, bueno. Yo voy por el mismo lado, pero me quedo antes de llegar a La Villa. Así nos vamos conversando, para no hallar largo el camino.
Hubiese querido prescindir de su compañía, aún en esos parajes solitarios, pero el susto inicial se me fue pasando mientras caminábamos, y una amena conversación surgió.
– ¿Usted vive por aquí? – le pregunté.
– Antes vivía en Los Olivos. Pero ahora me quedo por ahí por donde lo encontré a usted – me dijo en tono alegre, y preguntó – ¿Usted no es familia de Lencho Cortés?
– Sí, soy el nieto mayor. ¿Lo conoció usted? – le pregunté, sorprendido.
– Ya sabía yo. ¡Cómo no! Claro que lo conocí. Buena persona. Trabajador. ¿Todavía tiene gana’o en Parita?
Lo miré con sorpresa y algo de resentimiento. Tú tal vez no sabes esto, pero Lencho Cortés es el nombre de mi abuelo. Él murió hace décadas, por lo que me causó mucha sorpresa que aquel hombre me preguntara aquello.
– Abuelo murió hace muchos años. ¿No lo supo usted?
– ¡No me diga! Lástima... No me había enterado.
Caminamos largo trecho en silencio. Más adelante, le pregunté:
– Y usted, ¿adónde me dijo que va?
– Voy a visitar a mi mujer.
– ¿En San Agustín?
– Poquito después...
– ¿Por el cementerio? – le pregunté, algo receloso.
– Por ahí mismo.
El corazón se me aceleró.
– Sabe – agregó el viejo – esa cancioncita que usted venía silbando es una pieza vieja, de las primeras de Yin Carrizo. Fue la que lo hizo famoso. Mi mujer y yo la bailamos varias veces en pindines que se hacían en estos jardines de por aquí. Si ella la escuchara...
– ¿Y no la escucha en el radio?
– ¡Ni que ella tuviera radio! – dijo riendo.
– ¿Por qué no le compra uno? – le pregunté.
No me contestó, como si no hubiera escuchado la pregunta. Seguimos caminando, y divisé a lo lejos la silueta lóbrega del segundo cementerio. Me sentí un poco ansioso, así que insistí:
– Usted puede regalárselo. Vaya al pueblo y se lo compra. Salen baratos.
– ¿Al pueblo? – exclamó – No, hijo, hace mucho que no voy al pueblo.
A cada paso, el camposanto estaba más cerca.
– ¿Por qué no va? – pregunté, acelerando mi caminar, con el deseo de alejarme de aquel hombre misterioso, de dejarlo atrás; pero él seguía el ritmo de mis pasos.
– No me gusta ir para nada, porque me miran raro. Ya no es como antes. Mejor no voy...
Yo sentía que un sudor frío me corría por la piel. Sin dejar de caminar, le hice la pregunta.
– ¿Y por qué su señora no vive con usted?
– Vivíamos juntos en Los Olivos. Pero cuando ella murió, la quisieron enterrar en San Agustín. Por eso ahora para ir a visitarla tengo que caminar este trecho largo. No me gusta caminarlo solo, por eso lo llamé, muchacho, para que me acompañara.
El extraño siguió hablando, pero no quise escuchar más. Eché a correr por el camino oscuro con toda la fuerza que permitían mis piernas. Me metí por el monte, salté la pared del cementerio y me escondí entre las tumbas, detrás de mi lápida. Desde entonces, procuro salir lo menos posible.
Roberto Pérez-Franco
2005