Hacia el jardín
a Sinán
—Anoche soñé con ella.
—Otra vez —gimió la madre, bajando la cabeza y persignándose.
El padre, en silencio, miró a su hijo, que estaba sentado frente a un plato intacto de cereal. Tras una larga pausa, le preguntó:
—¿Qué te dijo esta vez?
—Que no se preocupen por ella. Dice que mamá no debe llorar más, pues ella está bien.
El padre miró a la madre, que alzó las cejas como disculpándose. Impaciente, se levantó de la mesa, besó el aire sobre la cabeza de su esposa, y puso su mano sobre la del hijo. Se puso el saco, tomó un maletín y salió de la casa.
—A tu papá no le gusta que hables de esas cosas.
—¿Qué significa ateo? —preguntó el niño.
La madre guardó silencio. Luego dijo:
—Debes irte a la escuela. No quiero que llegues tarde.
A la mañana siguiente, los padres desayunaban en silencio, mirando al hijo de soslayo cada cierto tiempo.
—Anoche soñé con ella.
—¿Ya ves? —dijo el padre—. Debes llevarlo hoy. Un psicólogo podrá ayudarlo. No podemos quedarnos de brazos cruzados y dejarlo crecer de esta manera.
La madre, callando, asintió con un gesto triste. Quiso preguntar algo al hijo, pero no lo hizo.
—Le conté que ustedes no me creen. Me dijo que le dijera esto a mamá: el día que ella murió, pasó algo bonito, que solo ellas vieron.
—Tú no estabas ahí —interrumpió la madre, enrojecida de súbito.
—Yo estaba en la escuela. Papá no había llegado del trabajo. Pero ella sí estaba. Ese día, ustedes dos estaban solas en la casa. Me dijo que tenía mucho dolor, y ese día entendió por qué. Me explicó que la vida es como una escuela: uno viene, aprende y se va. Ella supo que ya había aprendido su lección y era hora de irse.
El padre, iracundo, se puso de pie, viró la mesa y se arrancó la correa.
—¡Basta! —gritó—. A este carajo lo arreglo yo ahora mismo.
Tomó al niño del brazo y comenzó a azotarlo.
—¡Había una mariposa! —lloró el niño.
La madre detuvo el brazo del padre, y de rodillas frente al niño le preguntó:
—¿Qué más te dijo ella?
—Que esa mañana la mariposa entró al cuarto por la ventana abierta y voló hasta su pecho. Ella la vio, mamá, aunque sus ojos estaban cerrados. Dice que tú la viste también, que dejaste de llorar y te quedaste mirando a la mariposa mover sus alas suavemente hasta quedarse dormida. Dice que la respuesta a tu pregunta es: «Sí». En ese mismo momento ella también se durmió.
—La mariposa murió —gimió la madre.
—Ella me dijo que tú pusiste esa mariposa en su ataúd, entre sus manos.
—Tú no estabas ahí —repitió la madre, llorando.
—Ella lo vio todo —insistió el niño—. La mariposa está allá, junto a ella. Anoche me la mostró. Me dijo que ustedes no me creerían. Me pidió que la trajera para que crean.
El niño sacó de su bolsillo una cajita de madera; y de ella, una mariposa inmóvil. La madre palideció al verla.
—Está muerta, ¿no lo ves? —espetó el padre.
—Dijo que la tomes en tus manos, como ese día.
La madre tocó la mariposa, que al instante movió sus alas. Resplandeciendo bajo el sol de la mañana, como un pequeño ángel que sale de un abismo, voló por la ventana abierta hacia el jardín.
Roberto Pérez-Franco
2005
Este cuento fue publicado en el número 59 de la Revista Maga.