Mala leche
a Lili Mendoza
Rojo sobre rojo, ahí estaban, en el negro rugoso del asfalto. Los mirones en círculo dieron paso al policía de tránsito, quien llamó a una ambulancia que llegó tarde y no pudo hacer nada.
José Ortiz recibió del Banco de Desarrollo Iberoamericano una beca para estudiar una maestría en Harvard sobre el desarrollo económico sostenible de países de tercer mundo. La restricción de la beca que le obligaba a regresar a su país tras culminar sus estudios era para él una redundancia protocolar: él no deseaba otra cosa. Tras dos años en la Escuela de Gobierno Kennedy, en las riveras del río Charles, regresó summa cum laude a su tierra, con sombrero pinta’o a la pedrá, en vuelo de American Airlines.
Después del sancocho de rigor, lo primero que hizo al día siguiente fue llevar su diploma a la Dirección de Legalizaciones y Autenticaciones del Ministerio de Relaciones Exteriores. En el cuartito congestionado, tomó un número y esperó su turno. En la pared vio el nuevo logo del Centenario de la República: la última vez que lo vio antes de irse a Cambridge, tenía la silueta del primer presidente, con sus bigotes esponjosos, al lado de unas estrellas; ahora, al otro lado de las estrellas, la presidenta de turno había agregado su propio rostro, como monumento a su narcisismo napoleónico.
Tras revisar el diploma, encuadernado en cuero rojo y con el símbolo de Harvard en troquel de oro, la funcionaria le dio al joven un formulario de depósito y le dijo que fuera a pagar cuatro dólares al Banco Nacional. José caminó cinco cuadras hasta la sucursal del Banco más cercana. Al llegar vio que la fila llegaba hasta la calle. “Hoy es día de pago”, le explicó una viejita. Caminó de regreso las cinco cuadras bajo el sol del mediodía, y le preguntó a la funcionaria del Ministerio si necesitaba un formulario nuevo para pagar eso otro día. Una señora que lo escuchó le dijo: “M’ijito, allá afuera hay un señor con un paraguas de colores; él vende esas vainas y cobra cinco reales.” José salió a la calle y vio al hombre, sentado bajo el paraguas junto a un carro con el maletero abierto, lleno de timbres y formularios de depósito pagados. Luego miró la pared del Ministerio y vio un cartelón enorme que decía:
“Se prohíbe la compra y venta de timbres y la facilitación de trámites, así como la presencia de personal no autorizado con estos fines en los predios y alrededores de esta oficina pública. El Ministerio de Relaciones Exteriores no se hace responsable por los perjuicios que se ocasionen al usuario que incurra en estas prácticas, por lo cual desaconsejamos que se utilicen estos servicios no autorizados por este Ministerio.”
José no quiso cuestionar el porqué facilitar trámites innecesariamente difíciles, ahorrándole a otro la fila del banco, estaba proscrito en un país donde legisladores que salen en televisión mostrando dinero de soborno son reelegidos y bailan tamboritos con la Presidenta. Su estómago gruñía y el sol le quemaba la nuca. Pensó en ir al banco, hacer la fila con paciencia, y luego irse a la Inmaculada a almorzar y a tomarse una chicha, pues sus malteadas – aunque todavía legendarias - ya no eran ni la sombra de lo que fueron.
Caminó por tercera vez las cinco cuadras. Cuando estaba frente al banco, verificó que la fila ahora llegaba hasta la casa de empeños. Respiró hondo y se reafirmó en su idea. Cuando estaba cruzando la calle, un bus “diablo rojo”, que se había pasado la luz roja, lo atropelló. En sus últimos segundos de vida, José pensó en su madre y en su novia que habían esperado dos años para verlo de vuelta, en el cielo azul de Cambridge que tanto le recordaba al cielo de Guararé, en los dólares del soborno en la pantalla de su televisor y en el viejo del paraguas de colores con los formularios pagados de antemano. Su sangre y el diploma quedaron ahí, rojo sobre rojo, en el negro rugoso del asfalto.
Roberto Pérez-Franco
2004