Cierra tus ojos

a mi madre

Ella no esperaba algo así. Había visto cientos de chicas de su edad que se prostituían en las calles con turistas italianos, dispuestas a acostarse por dinero o a casarse con cualquiera de aquellos, sin que mediara ningún sentimiento, con tal de escapar de aquel infierno. «Allá ellas —se había dicho—. Yo no soy una jinetera». Así, siendo hermosa y joven, vivía con modestia de la mejor manera que su honestidad y rectitud le permitían en aquella ciudad convulsa.

Él no esperaba algo así. Durante aquellos días de vacaciones, había visto cientos de hermosas chicas en Varadero: italianas, alemanas, españolas, chilenas... ¡de todas partes del mundo! Mujeres lujosamente vestidas en las cenas del restaurante del hotel, y luego tranquilamente desvestidas en los bikinis diminutos sobre las arenas blancas y tibias de aquel pequeño paraíso. Su corazón, sin embargo, no se había movido por aquellas.

La mañana del 10 de abril se encontraron: ella caminaba de regreso a su casa, luego de sus clases en el Conservatorio, y él estaba frente a la Catedral gastando las fotografías del último rollo de película antes de abordar su avión esa tarde de regreso a su patria.

Ella lo miró con disimulo. Parado temerariamente entre los turistas y una que otra paloma, apuntaba con su cámara fotográfica a la fachada del edificio, moviéndose hacia arriba y hacia abajo, buscando el mejor ángulo. Él mismo vestía como turista: shorts blancos, camiseta azul, zapatillas gringas y un sombrero de paja con una cinta de colores. Le pareció hermoso. Ella lo contempló largamente, con curiosidad al principio, luego con deseo, hasta que él terminó de tomar las fotografías y se dio vuelta hacia donde ella estaba parada.

Él la miró con asombro. Sus ojos negros lo miraron de frente durante un segundo, hasta que ella retiró la vista y comenzó a caminar hacia el mar. Ese segundo efímero bastó para que entrara por sus pupilas una descarga de energía. Vestía como cubana: un traje sencillo y largo hecho con tela de flores. Era muy hermosa. Él la siguió de cerca durante muchas cuadras, dejando la vergüenza a un lado, estudiándola con la mirada persistente, con curiosidad primero, luego con deseo, hasta que ella se detuvo al llegar al Malecón —tal vez creyéndolo distante ya— y se dio vuelta hacia donde él venía caminando.

Al verse frente a frente, los dos extraños no supieron qué hacer. Tras unos segundos de indecisión silenciosa, aparecieron en sus rostros tímidas sonrisas, que pronto derivaron en risas y luego en carcajadas. Brotaron las disculpas, luego las palabras tiernas y finalmente la invitación a una caminata por el Malecón y un helado en Coppelia para conversar y conocerse.

—En mi tierra, las playas no son tan bellas como estas, pero son para nosotros —le había dicho él.

El océano azul del Malecón y el sabor de la fresa derritiéndose en la lengua tibia fueron propicios para el amor. El cielo inmenso se abría promisorio frente a los descoloridos edificios de La Habana. Las olas libres estallaban con furia contra las piedras prisioneras. Los sabores nuevos de las delicias vedadas seducían los sentidos. El corazón se abrió y dio paso al anhelo de amor, libertad y alegría.

«Ella está hecha para mí», pensó él. «Él está hecho para mí», pensó ella. Todo era perfecto, excepto por la partida. La separación inminente empañaba el futuro. Se hicieron planes a largo plazo: él trabajaría en su patria durante un año entero, y ahorraría el dinero suficiente para venir a buscarla y llevarla con él a su tierra, para iniciar una vida común.

Ella lo acompañó al aeropuerto José Martí. Entró con él hasta donde podía, y esperó pacientemente hasta el momento del abordaje. Intercambiaron miradas, abrazos y direcciones postales. Cuando llamaron por el altoparlante a los pasajeros de su vuelo, se acercó al oído de ella y susurró:

—Cierra tus ojos.

Ella lo miró con picardía y, sonriendo, los cerró.

—Vendré por ti, amor mío. No lo dudes —dijo él, tan quedo y tan cerca de su oreja que a ella se le erizaron los vellos de la nuca.

El avión partió, y el amor quedó en suspenso. Con el paso de los días, comenzaron a llegar las cartas de parte y parte. Al principio eran largas y algo frías; luego se tornaron más apasionadas y cortas. En sus líneas, se reforzaron las promesas de amor y se profundizaron las discusiones sobre los planes futuros.

Las ilusiones crecieron a medida que pasaban los meses. Él trabajaba afanosamente, ahorraba con sacrificio, y veía con satisfacción cuán poco faltaba para alcanzar la meta. Ella esperaba pacientemente, y se preparaba para empezar una nueva vida en una tierra nueva.

Llegó el 10 de abril del año siguiente, fecha pactada para el reencuentro. Ella lo esperó desde el amanecer en el aeropuerto, pero él nunca apareció. A medianoche, se marchó.

Llegó a su apartamento y se tiró sobre la cama, a pensar en las promesas de amor y los planes comunes. Pronto se quedó dormida por el cansancio. Entonces, cuando su mente vagaba entre el sueño y la vigilia, escuchó una suave voz en su oído:

—Cierra tus ojos.

Ella los abrió, sobresaltada, pero no vio a nadie. Tras un minuto auscultando el cuarto vacío, sintió que el sueño la envolvía otra vez. Cerró los ojos, y volvió a escuchar:

—He venido por ti, amor mío. Ven conmigo —dijo la voz, tan quedo y tan cerca de su oreja que a ella se le erizaron los vellos de la nuca.

Sintió un abrazo tibio en torno a su cuerpo, y se dejó llevar.

Cuando amaneció, su madre la encontró muerta en la cama.

La semana siguiente, la madre de ella recibió una carta de la madre de él. La abrió ansiosa, y leyó la noticia: él había muerto el 10 de abril en un accidente automovilístico, camino al aeropuerto.

Roberto Pérez-Franco
1999