El escorpión
a Mariabé Martínez
La mujer entró al cuarto de baño y se desnudó. Cerrando los ojos, elevó el rostro hacia la regadera: una flor de agua se abrió sobre su cabeza. Frotó el jabón entre sus manos y esparció la espuma sobre su cara. Entre los pies de la mujer, a través de la rejilla del sumidero, apareció un alacrán, que comenzó a andar, con paso lento y torpe, contra el agua que corría.
Cuando la mujer lo vio, el alacrán se había detenido junto a su talón, casi rozándolo. Por instinto, la mujer dio un paso atrás, y el alacrán retomó su andar pesado hacia la pared del baño. Tras una breve pausa, el animal caminó a lo largo de la pared hasta dar una vuelta completa. Finalmente, se detuvo en una esquina, y se quedó ahí quieto, recibiendo con paciencia las gotas de agua y los racimos de burbujas de jabón que le caían desde las alturas.
La mujer, recuperando la calma, se tomó un tiempo para contemplar a la pequeña bestia, que seguía inmóvil en su rincón. La mujer reconoció en el vientre abultado que el alacrán era una hembra preñada. Repasó en su mente las escenas de un posible ataque: la carrera hacia su pie con la cola extendida, las tenazas que encuentran la piel, la cola que cierra su arco como un relámpago, enterrando sobre el dedo mojado el aguijón lleno por la preñez, seguido de dolor inmediato, y luego hinchazón y adormecimiento de toda la pierna, la lengua y partes de la cara.
Terminado el baño, la mujer se envolvió el torso en una toalla y miró a su alrededor. Tomó una vasija de plástico que contenía jabones decorativos, la vació sobre el borde del lavamanos, y la enjuagó con agua fresca. Entre la vasija y la pared acorraló al alacrán, el cual doblado sobre sí mismo empezó a agitarse y a golpear el plástico con la cola. Con mucho cuidado, la mujer le hizo entrar y cerró la vasija. A contraluz, volvió a contemplarlo a través de la barrera transparente. Era un animal inquietante: jamás había visto uno tan grande.
Salió del baño y dejó la vasija con el alacrán sobre una mesita en la antesala, mientras se cambiaba de ropa. Cuando regresó, la vasija ya no estaba sobre la mesa. Buscó en su cuarto, y en el baño, pero no encontró nada. En la sala, preguntó al marido – que estaba viendo algo en el televisor – si había visto una vasija con un alacrán adentro, pero el marido no le hizo caso. En la cocina, preguntó lo mismo a la señora de la limpieza.
—Sí, patrona, la encontré en la mesita. No se imagina el susto que cogí. ¡Ay, madre mía! Pero ya lo maté. Le estoy lavando la vasija, para que vuelva a meter los jabones. ¿Para qué lo quería?
El marido, que escuchó la respuesta desde la sala, exclama riendo:
—Si ya está muerto, ¿qué importa ahora para qué lo quería?
La señora de la limpieza, todavía confundida, se rio también.
Esa noche en la cama, despierta al lado del marido que roncaba, la mujer miraba al techo, en silencio, con su mano reposando sobre el vientre redondo.
Roberto Pérez-Franco
1998 (2024)