El pescador
a Yoselin Goncalves
Desde enero y durante varios meses, los camiones cargados de materiales de construcción habían viajado por los retorcidos y polvorientos caminos que comunicaban a la capital de la provincia con el pueblo de Caña Brava, para suplir a los obreros que trabajaban ansiosamente en construir el enorme puerto y las amplias instalaciones de la nueva compañía pesquera. El tranquilo pueblo de pescadores, emplazado en la costa Pacífica de Panamá, nunca vió en su historia tanto ajetreo de personas y vehículos como en aquellos afanosos días. Sus habitantes sencillos, acostumbrados a dejar sus pequeños botes a la buena de Dios, apenas atados con una soga vieja al tronco de cualquier palma o anclados con un cigueñal oxidado medio enterrado en la arena, no lograban entender el propósito de aquel puerto desproporcionado y largo, como hecho por gigantes, dispuesto para albergar perfectamente a diez grandes barcos pesqueros. Tampoco entendían la razón de construir cinco enormes cuartos fríos, así como gargantuescas instalaciones para limpiar y empacar cientos de toneladas de mariscos a la semana. «¿De 'ónde van a sacá tanto pesca'o como pa' pagá tó' esto?», se había preguntado más de uno. La compañía había traído mano de obra de otros lugares para construir las estructuras. Y a más de un pescador de Caña Brava que se aventuró a solicitar empleo como marino en los barcos que vendrían, le habían rechazado de golpe: «Los pesqueros de esta compañía son los más modernos que hay en el mundo entero, totalmente computarizados, y no se puede contratar a cualquiera». Agregaban que traerían marineros japoneses entrenados para operarlos.
Varias semanas antes de que se concluyera la obra, algunos de los pescadores más viejos y avispados del pueblo ya se habían percatado del peligro próximo. «Si la compañía tien' dié bajco pescando to'el día en ejta costa, ¡no va quedá pesca'o pa' nojotro!», decía un viejo pescador a los más jóvenes. «Y si ellos venden mile y mile 'e pesca'o entonce naiden noj va comprá a nojotro», había agregado otro. «Y pa'cabá e'jodé no nos dan trabajo en los bajco nuevo. ¡Noj vamo'a morí de hambre mesma!». La preocupación al respecto fue creciendo y comenzó a rodar por las calles, y tanto rodó que llegó hasta los oídos del Representante, una tarde en la cantina del pueblo. «Voy a hablá con er gobernador pa'vé», había dicho. Al día siguiente, el Gobernador le aclaró, sentado en un cómodo sofá en su oficina, que aquella Compañía operaba con capital extranjero, tenía a una concesión del gobierno para pescar en la zona, y no estaba obligada a emplearlos. «Es parte de la Apertura de Mercados y de la Globalización. La Modernización y la Reingeniería de la pesca requieren de personal capacitado y competitivo para que la Calidad sea Total». El Representante, que no sabía de qué hablaba el Gobernador, con los ojos abiertos de par en par, trató inútilmente de entender aquellas palabras. Como no pudo, se conformó con grabarlas en su mente.
Cuando llegó a su pueblo, el Representante reunió a los pescadores y les explicó: «Esa compañía ej de la englobación del supermerca'o, y no noj va a dá trabajo». Lo único que quedó claro fue que la presencia de la nueva compañía pesquera no les traería más que problemas. Esto alarmó más a la población, que comenzó a rumorar sobre boicotear los nuevos pesqueros.
Esta novedad llegó hasta oídos del gerente de la compañía, un joven capitalino graduado en Administración de Empresas en la Universidad de Harvard con altos honores, que había regresado a Panamá con el propósito de obtener pingües ganancias con la entrada de éste al Mercado Internacional. No le convenía tener al pueblo de Caña Brava de enemigo. Entonces, como estrategia para ganarse la voluntad de aquella gente, y con la excusa de celebrar el inicio de operaciones de la rica compañía en aquella mísera área, el joven gerente decidió hacer la fiesta más grande que hubieran visto los cañabravenses, a la cual se invitaría a todo el pueblo. Habría comida y aguardiente gratis y en abundancia. La fiesta comenzaría en la mañana y duraría un día entero. En la noche, el mejor acordeonista del momento se presentaría en el jorón del pueblo, finalizando la parranda con una tuna al amanecer. Así, hartos, ebrios y estropeados, ninguno de aquellos pescadores pobres tendría ánimos para detener a los pesqueros nuevos, que iniciarían labores al día siguiente sin inconveniente alguno.
De acuerdo a este plan, llegaron a Caña Brava el día antes de la fiesta los directivos de la compañía, en una caravana de carros lujosos, encabezada por el joven gerente en un hermoso Mercedes-Benz negro y rematada por varios camiones que cargaban la comida, el licor para el pueblo, y los inmensos altoparlantes para el músico. Los modernísimos barcos pesqueros llegaron por mar el mismo día, directamente al puerto. La multitud curiosa se abarrotaba en torno al doble espectáculo de la caravana de carros y la deslumbrante flota pesquera. Los carros pasaron de largo por la estrecha calle principal del pueblo, y se estacionaron dentro de las instalaciones de la compañía. Se cerraron las puertas de la entrada y todos los curiosos quedaron fuera. Entonces los ricos directivos, pescadores de oficina, se bajaron de sus carros europeos y entraron a los despachos de la compañía. El joven gerente fue el único que, en espíritu de aventura, se atrevió a salir de la fortaleza. Todos los demás permanecieron encerrados ahí, sin asomar siquiera la cabeza, hasta que llegó el momento de partir. Habían venido de mala gana, por orden ejecutiva del gerente.
Alejandro Arias, que así se llamaba el gerente, salió al final de la tarde, vestido con una camisa de flores y un pantalón de safari que no le ayudaban a quitarse de encima el aire de turista perdido que le acompañó durante toda su visita. Salió dispuesto a conquistar aquel pueblo salvaje, con su carisma de empresario como único recurso. Más le hubiera valido quedarse dentro de su palacio del marisco, pues le hubiera ahorrado a su corazón una herida por la cual sufriría el resto de su vida.
o - O - o
Coral era una hermosa muchacha, de piel como el oro y poco más de quince años. Era la hija única de Juan Barrios, uno de los pescadores más esforzados, hábiles y lúcidos de Caña Brava.
Su madre, una mujer hermosa y trabajadora, había tirado de la yunta hombro a hombro junto al padre, durante varios años, procurando un futuro mejor para la pequeña. Había muerto cuando Coral tenía diez años, picada por una víbora que pisó una noche en el camino, cuando volvía de vender unos pescados en un pueblo cercano. Esa noche, como su mujer no llegaba al rancho, Juan Barrios salió a buscarla por los alrededores con unos compadres, pero no la encontraron sino hasta el día siguiente, muerta e hinchada, entre los matorrales a orillas del camino.
Coral nació y creció en Caña Brava, y no había visto nunca más mundo que los pueblos cercanos y el voluble mar que bañaba sus costas. Heredó de su madre la belleza y el tesón para trabajar. Aprendió a leer a los cinco años, en la escuela de un pueblo cercano, y desde entonces había devorado cuanto libro o escrito caía en sus manos. Cuando su madre murió, Coral quiso ocupar su lugar en el negocio familiar de la pesca, por lo que el tiempo libre para leer se redujo a unas pocas horas diarias. Estas horas le bastaron para obtener una cultura vasta y envidiable, gracias a los libros que conseguía prestados en la escuela y los que su padre hacía traer desde la ciudad cada semana, especialmente para su hija. Su preparación sería la envidia de muchas señoritas universitarias, si viviese en una ciudad. Igualmente su belleza, pues la Naturaleza la dotó generosamente de todo lo que una mujer puede desear para ser feliz.
Juan Barrios había conseguido, gracias a su infatigable ánimo y a la ayuda de las dos mujeres, levantar su pequeño emporio desde la nada. Así, cuando la compañía pesquera hizo su aparición en el panorama de Caña Brava, Juan tenía a su haber una casa de mampostería, algunas parcelas de tierra, un pequeño camión con nevera y casi diez botes con sus respectivos motores y trasmallos, los cuales pescaban para él. Tenía bajo su mando a los mejores pescadores cañabravenses, los cuales salían al mar varias veces durante el día y la noche, a revisar los trasmallos en los botes y traer de vuelta la pesca, así como uno que otro trasmallo que necesitase reparación. Los pescados, una vez en la orilla, se limpiaban y eran guardados en la nevera del camión y vendidos en las ciudades cercanas.
Juan Barrios era un hombre de mediana edad. No obstante, envejeció prematuramente por el exceso de sol, mar y trabajo. A veces, pescando en mar abierto o manejando su camión, se sentía muy fatigado. Por eso, poco a poco, había ido delegando estas responsabilidades sobre un muchacho joven, trabajador y honrado, llamado Miguel Campos, que trabajaba para él. Juan Barrios vió nacer a Miguel y confiaba a él ciegamente sus negocios. Además sabía que, desde hacía un par de años, había una relación especial entre Miguel y su hija Coral. Los había visto muchas veces caminando juntos por la playa, al amanecer; conversaban horas enteras, sentados entre los faraguales de un cerro cercano, mirando hacia el mar. Sabía que pronto Miguel Campos y su hija formalizarían aquel noviazgo con el matrimonio. Entonces él sería el encargado del negocio familiar.
Se encontraba Coral Barrios en el portal de su casa, sentada en un taburete de cuero, reparando hábilmente algunos tramos rotos de un trasmallo, cuando Alejandro Arias la vió desde lejos, y encantado por su belleza se acercó a ella dispuesto a conquistarla rápidamente con sus encantos de príncipe capitalista. La muchacha tenía recogido el cabello en una cola, y la falda doblada sobre las rodillas. Fue fácil entablar una conversación, pues Coral era muy atenta con todos. El joven capitalino notó pronto que aquella jovencita tenía una conversación muy fluida, de un nivel superior al que solía sostener con sus amigas de la Ciudad. Con el trasmallo extendido frente a ella como una cortina y la aguja de aluminio en la mano, aquella sirena causó una impresión muy honda en Alejandro. Entre las fiestas vacías y las chicas presumidas de la alta sociedad, ya había olvidado el delicado placer que es una buena conversación con una bella mujer. Y no pudo evitar caer en las redes del amor que, en realidad, Coral nunca quiso tender para él.
Cerca del anochecer, cuando Miguel Campos llegó con otros pescadores a buscar unos trasmallos de Juan Barrios para ponerlos en el mar, encontró a Coral conversando amenamente con aquel desconocido.
- Este es el señor Arias, gerente de la nueva compañía. - los presentó Coral. - Él es mi novio y mi mejor amigo, Miguel Campos.
Los dos hombres se saludaron cortesmente. Detrás de sus sonrisas, estaban sus corazones encendidos en un súbito celo.
- ¿Ya está listo este trasmallo, Coral? - preguntó Miguel. - Se hace de noche y quiero ponerlo para aprovechar la marea.
- Dame un minuto... - musitó Coral, mientras terminaba de hacer los últimos nudos del tejido.
Coral se levantó y comenzó a recoger el trasmallo, metiéndolo en un gran saco. Miguel, dándole una palmada en la espalda a Alejandro, dijo:
- Voy a poner este trasmallo, y a recoger la pesca de otro que pusimos ayer. ¿Viene conmigo, señor Gerente?
Comprometido por la presencia de Coral, Alejandro aceptó fingiendo un coraje que no tenía. Se despidieron de la joven y se fueron caminando juntos, sin hablar, hasta la playa cercana donde el bote de madera favorito de Miguel, "La Coral", los esperaba. Con ayuda de algunos otros pescadores, lo arrastraron hasta la orilla, en donde las olas y uno que otro empujón hicieron el resto. Sólo abordaron Miguel y su invitado, pues los otros pescadores irían en otros botes a poner los trasmallos en otros lugares diferentes.
Cuando el bote llegó a alta mar, Miguel detuvo el motor. El bote se deslizó sobre el agua unos instantes por inercia, hasta detenerse perezoso más adelante. Con la máquina apagada, el bote se balanceaba con más violencia.
Alejadro Arias, un poco mareado por aquel carrusel ondulante sobre el abismo azul, se sujetó con ambas manos de los bordes del bote. Miguel, como si estuviese en tierra firme, se puso de pie sin problemas y caminó hasta el saco que contenía el trasmallo. Lo sacó y extendió un poco, frente a la mirada agreste del joven Arias. Miguel se asomó por el borde del bote y tiró el primer extremo del trasmallo. El peso se hundió rápidamente, mientras la boya enorme y amarilla bailaba sobre las aguas.
- Coral es muy hermosa. - dijo Alejandro.
- Y muy inteligente. - añadió Miguel, sin apartar la vista de las redes.
- Me refiero a que es demasiado hermosa para este pueblo perdido y mísero. Ella necesita y merece algo mejor.
Miguel no dijo nada. Tomó el canalete y comenzó a remar mientras el trasmallo se iba extendiendo en las aguas, con una estela de espuma. Entonces Alejandro Arias, soltándose de una mano para demostrar más valor, agregó:
- Ella necesita un hombre que le dé lo que ella desea.
- ¿Debo suponer que usted conoce lo que ella desea? - le inquirió Miguel, mirándolo ferozmente, a la vez que arrojaba al agua el segundo extremo del trasmallo.
- Por supuesto. - dijo Alejandro, sonriendo.
Miguel volvió a callar, y este silencio irritó un poco a su invitado. Caminó hasta la popa y arrancó el motor, tomando rumbo hacia el trasmallo colocado el día anterior. La punta del bote se elevó sobre las olas y el motor fuera de borda cortó veloz las aguas con gran estruendo, dejando tras de sí una brecha de encaje blanco. La noche comenzaba a caer, y el mar tomaba un tono más negro cada vez. Pronto llegaron al lugar donde las boyas amarillas, subiendo y bajando sobre las olas, marcaban la ubicación del trasmallo.
- ¿Te sientes muy hombre, verdad Miguel? - dijo Alejandro, en un tono muy tenso. - En tu silencio, juzgas que tener a Coral para tí te hace más macho que yo.
- Eso lo está diciendo usted, no yo.
- Pero lo piensas... - dijo Alejandro, más alterado.
- Lo que piensa un pescador pobre como yo no debe preocuparle mucho a un gran señor como usted. - le respondió Miguel, en un tono que hizo a Alejandro erizarse como un perro enfurecido. Y agregó: - Ayúdeme a recoger este trasmallo, señor, para que aprenda usted algo del oficio de la pesca.
Herido en su orgullo, y pensando en Coral, Alejandro Arias tomó el trasmallo lo mejor que pudo, disimulando su asco y mascullando frases entre dientes. «Ayúdeme a sacar los pescados», le dijo Miguel. Entonces Alejandro le arrojó una mirada de odio, que el joven pescador recibió con una sonrisa: «¿Acaso no va usted a hacer mucho dinero con los peces de aquí? Es bueno que vaya conociendo a los que le van a dar de comer». Y a medida que iban desenredando los peces de entre los gruesos hilos, Miguel se los iba nombrando.
- Esta es una corvina pelona. Estos cuatro son pargos rojos. El otro de acá es un azulito. Estos dos son martillos. Y la que usted acaba de dejar ir era una corvina boquiamarilla.
Alejandro Arias buscó en el bolsillo de su pantalón, y sacó una cuchilla suiza. La abrió, y con ella cortó el vientre de un pescado, sacándole las vísceras y arrojándolas al mar. Mientras lavaba el pescado en el agua, le dijo a Miguel: «¿Ves que conozco perfectamente el oficio de la pesca?»
- Lo conoce usted perfectamente- respondió Miguel, sereno. - Sepa que, por esa sangre que usted acaba de arrojar al agua, dentro de un minuto estaremos rodeados de tiburones. Y de noche, los tiburones no salen a pasear: salen a comer. La sangre los enloquece.
- ¿Te diviertes mucho burlándote de mí, verdad? - gritó Alejandro, poniéndose en pie con dificultad y blandiendo la pequeña cuchilla. - ¡Pues no te lo voy a tolerar! ¡Te demostraré quién es más hombre aquí!
Miguel lo miró a los ojos y se dió cuenta de que aquel hombre hablaba en serio. Así que se puso también de pie, y sacó de su cebadera de paja dos cuchillos grandes, con filos feroces, tan prestos para aliñar un pez como para matar a un hombre. Y caminó hacia Alejandro Arias, con los cuchillos en la mano, diciéndole:
- Usted habla mucho. ¿Sabe qué creo yo? Que un hombre es hombre por su carácter. ¿Quiere saber quién es más hombre aquí? Entonces, vamos a averiguarlo de una vez.
Alejandro, con el corazón helado por el espanto, vió a Miguel venir hacia él empuñando los dos cuchillos, y cayó de rodillas junto al motor. Miguel, inclinándose junto a él, cortó con el cuchillo el pequeño tubo de goma que comunicaba el tanque de la gasolina con el motor fuera de borda. Un poco de combustible goteó sobre el piso de madera. Tomó el canalete y lo arrojó al agua, lejos del bote. Luego, escogió dos pescados, de los más grandes, y les abrió el vientre. Tomó uno, y frotó el vientre sangrante del animal contra su cuerpo, quedando empapada su piel y su ropa en la sangre abundante del animal recién muerto. Sin dejar de mirarlo directo a los ojos ni por un segundo, tomó el otro pescado e hizo lo mismo con Alejandro, frotándolo en la cabeza, brazos y camisa de éste, que temblaba de miedo. Cuando ambos estuvieron bañados en la sangre de los peces, Miguel Campos le entregó al otro hombre uno de los dos cuchillos, y le dijo:
- Tome esto. Lo puede necesitar si lo atacan los tiburones. ¿Ve aquellas luces lejanas, las que titilan en el horizonte? Eso es Caña Brava. Es la costa más cercana. Le recomiendo que use esas luces para guiarse, para que no nade en círculos. ¡Nos vemos en la orilla!
Dicho esto, Miguel se guardó su cuchillo en el cinto y se arrojó al mar. Alejandro se arrimó al borde del bote y miró el agua revuelta, viendo a Miguel salir a la superficie más adelante. Lo vió nadar hacia las luces durante unos segundos hasta que lo perdió de vista. Había caído la noche y no se lograba ver casi nada, excepto algunas estrellas en el cielo. Durante un cuarto de hora, el joven Arias, aterrado permaneció en silencio, arrodillado en la popa y maldiciendo su lengua suelta. Intentó inútilmente arrancar el motor. Trató de distinguir en la oscuridad el remo flotando en el mar. Todo en vano. Pronto se dió por muerto, y rompió el llanto. El suave golpetear de las olas en el costado del bote acompañó sus sollozos durante las tres horas que estuvo a la deriva en la noche terrible de mar abierto.
Al cabo de estas tres horas, Miguel Campos, limpio y seco, llegó hasta él en otro bote, junto a dos pescadores.
- ¿Todavía está aquí? - le preguntó Miguel, al abordar "La Coral" - Le estuve esperando para cenar en casa de Coral, pero como no llegó, cenamos nosotros.
Alejandro Arias guardó total silencio. Miguel colocó un nuevo tubo de goma entre el tanque y el motor, lo bombeó un poco y lo arrancó sin problemas. Los dos botes regresaron a Caña Brava, saltando sobre las olas en medio de la oscuridad, sin que los hombres cruzaran ninguna palabra.
o - O - o
Desde que amaneció, el pueblo se encendió en el ambiente de fiesta. Durante todo el día, la comida, el licor y la música no faltaron ni un instante. Los cañabravenses, como todos los costeños, eran personas alegres y dadas a las parrandas. Muy pocos pescadores salieron ese día al mar, pues estaban aprovechando el festín gratuito, con el cual la compañía les anestesiaba la conciencia.
El momento cumbre se dió cuando cayó la noche, pues el mejor acordeonista del momento se presentó en el pequeño jorón del pueblo, que había sido especialmente aderezado para su presentación. Algunas mesas estaban dispuestas alrededor del jorón, con hielo y botellas de seco. Cuando el acordeón empezó a sonar, la pista de baile se llenó tanto que las últimas parejas tuvieron que bailar en la calle.
En una de las mesas estaban Juan Barrios y su hija Coral. La muchacha lucía una trenza hermosa. Miguel Campos estaba sentado a su lado, con un sombrero pintado "a la pedrá". Miguel había estado pescando aquella tarde. Los tres conversaban un poco, viendo a la gente bailar alegremente.
Alejandro Arias, vestido con el mismo saco negro que había usado en tantas fiestas del Club Unión, se paseaba entre las mesas, saludando a los pescadores. Les daba la mano y les decía algunas palabras amables, pero su mente estaba en otra parte: su mirada buscaba de reojo entre la multitud a la hermosa Coral. Cuando la encontró, sentada junto a su padre, no pudo contener su ansiedad y caminó hacia allá inmediatamente. Se detuvo a tiempo, cuando distinguió a Miguel a su lado. Al escuchar que empezaba la nueva pieza musical, respiró hondo y llegó hasta ella a pedírsela. «¿Me concedes el honor, Coral?», le dijo meloso. Entonces todos los ojos de los alrededores se clavaron en la chica. Aquel joven elegante y apuesto hubiera provocado un «Sí» inmediato e incondicional en cualquiera de las otras muchachas de Caña Brava. Pero no en Coral.
- Gracias, pero Miguel y yo vamos a bailar... -dijo tomando la mano de Miguel, y llevándolo hacia la pista.
Los dos jóvenes comenzaron a bailar, perdiéndose pronto entre la multitud de parejas que giraban al ritmo del acordeón. Alejandro, respirando hondo, fue a la cantina del jorón, pidió la botella de whisky que había dejado guardada ahí para él, y se la llevó a la mesa de Juan Barrios. Se sentó junto al viejo pescador y se tomó varios tragos, ansiosamente, con la mirada perdida entre las parejas. Conversaron algo, sobre temas sin importancia. Cuando Miguel y Coral volvieron de la pista y se sentaron, Alejandro trató de no dar muestras de los celos que lo consumían. Esperó pacientemente hasta que empezó la otra pieza y volvió a invitar a Coral a que bailase con él. Esta vez la muchacha ni siquiera le contestó: tomó de la mano a Miguel y lo llevó hasta la pista nuevamente.
En ese momento, Alejandro Arias era blanco de todas las miradas de las mesas cercanas, pero estaba demasiado herido y consternado como para notarlo. Siguió tomando tragos de whisky como si fuera agua en un día de calor, hasta que el fuego de la ira consumió todas sus energías, y decidió retirarse a dormir.
o - O - o
A la mañana siguiente, aún golpeado por la resaca, Alejandro Arias fue a la casa de Coral Barrios. «Necesito hablar contigo», le dijo. «Está bien, pero aquí no», le pidió ella. Y le invitó al hermoso cerro cercano, espigado de faraguas, desde donde se apreciaba el mar. Una vez arriba, Alejandro tomó las manos frágiles de Coral entre las suyas, y le rogó: «Ven conmigo. Te daré una vida nueva, lejos de este pueblo mísero. Ven, y te enseñaré el mundo». Ella soltó sus manos y dió unos pasos atrás. Con indignación, le contestó:
- No lo haré. Nunca lo haría. Mi vida pertenece a este lugar. Y no puedo ni quiero ir contigo. Amo a Miguel.
- Miguel... - dijo el gerente entre dientes - ¿Qué te da él que no pueda darte yo?
- ¡Amor! Simplemente eso. Amor sincero, fiel.
Alejandro Arias rió fuertemente, como si le hubiesen contado un chiste. Y, caminando en torno a la muchacha, dijo en tono sarcástico:
- ¿Amor? ¡Tú no conoces el mundo, Coral! Hay mucho más allá de estas costas y estos pequeños pueblos. Hay mucha gente, grandes ciudades, lindos almacenes, alegres fiestas... Ese es el mundo que tú no conoces, de donde yo vengo.
- Un mundo violento, corrupto, vacío. ¿Hay paz en ese mundo tuyo? ¿Tienes tranquilidad en tu espíritu? ¿Eres feliz? Aquí, en este pueblito perdido entre el monte y el mar, yo tengo paz, Alejandro. Tengo tranquilidad en mi espíritu, y soy muy feliz. No necesito nada de tu mundo vacío, pues aquí lo tengo todo.
El joven Arias se llevó las manos a la cabeza, tratando de entender por qué esa muchacha lo despreciaba a él, rico, letrado y con gran futuro, para aceptar a un pobre pescador sin preparación.
- ¿Cuál es la diferencia entre Miguel y yo? ¡Dime! - le reprochó herido.
- La manera diferente en que tú y él ven la vida.
- ¿Por qué lo dices? ¿Acaso me conoces ya?
- Precisamente: no te conozco bien, ni tú a mí, y eso no ha sido obstáculo para que tú me invites a irme contigo. No has visto más que mi apariencia, y eso es suficiente para tí, pero no para mí.
- ¡Eres tan hermosa que eso me basta!
- Y esa belleza, ¿será eterna? Eso no es amor, Alejandro, es sólo una pasión fugaz. ¿Qué pasará cuando yo envejezca? ¿Me querrás igual, o me desecharás como se desecha un objeto usado?
- Eso es un juicio 'a priori'... - dijo Alejadro, tratando de impresionarla con su latín dominguero.
- Y son esos juicios, según Kant, los únicos que nos conducirán a la verdad, ¿o no, Alejandro? - dijo Coral, y guardó silencio. Luego, mirando hacia el mar, agregó: - El hombre a quien entregue mi vida, deberá amar más mi alma que mi cuerpo; deberá considerarme parte de él mismo; y deberá amar el mar, igual que yo, ganando en él sus sustento. Miguel y yo nos conocemos desde hace años, y hemos cultivado primero una firme amistad, y luego un amor sincero. Eso no se obtiene con cualquiera, y menos de un día para otro.
El joven universitario estaba acorralado. Así que volvió a su punto de partida:
- Prefieres a Miguel porque es un pescador, como tu padre, ¿verdad? - Y riendo agregó: - ¿No ves que yo también soy un pescador ahora?
Coral lo miró, y en sus ojos había compasión hacia aquel muchacho rico. Y le dijo:
- Un pescador pesca para vivir, no para lucrar. Ama el mar, y lo vé como un hermano, no como una fuente de fortuna. Pesca con compasión y devuelve al agua los peces pequeños. Ustedes, lucradores del mar, arrasan con toda la vida que encuentran, incluso tortugas y delfines. Tú no eres un pescador, Alejandro. Miguel sí lo es.
- Está bien, esto es inútil. ¡Me voy! Pero te arrepentirás mañana de haberme dejado ir, ¡te arrepentirás! - gritó Alejandro; y dando media vuelta, bajó la cuesta, furioso.
Coral Barrios nunca se arrepintió. Un año después se casó con Miguel Campos, su mejor amigo y amor de siempre. Permanecieron en Caña Brava, y con su esfuerzo sacaron adelante el negocio de pesca de Juan Barrios. Gracias al trabajo diario, no sólo lograron sobrevivir a la presencia de la compañía pesquera sino que duplicaron en pocos años el número de botes, trasmallos y camiones que tenían a su haber.
Alejandro Arias, en cambio, se dolió toda su vida por el desprecio de aquella extraordinaria mujer. Siguió al frente de la compañía pesquera durante varios años, desde lejos. Nunca más volvió a pisar el suelo de Caña Brava. Se casó pronto con una muchacha de ciudad, muy hermosa, pero vacía. Su matrimonio duró dos años y con el divorcio perdió gran parte de su fortuna. Muchos años después, cuando sintió la muerte cerca, harto de su propia infelicidad, recordó las palabras de Coral Barrios: «¿Tienes tranquilidad en tu espíritu? ¿Eres feliz?». Ese día entendió su significado. Y lloró amargamente.
Roberto Pérez-Franco
1997