Una falta menor
Son necesarios siempre hombres nuevos en un gobierno nuevo.
- Villiaume
Traicionado, enfurecido, lleno de celos y de indignación, no pude creer lo que me decía. Me alejé de ella, dejándola sola en la sala, y me encerré en su cuarto. Cuando vi mi rostro en el espejo, sentí lástima por mí mismo y aparté la vista. Sin poder soportarlo más, me rasgué la camisa en dos partes y me arrojé al piso a llorar. Mi corazón estaba en pedazos. Mi mundo y mi vida, tal como los conocía, se habían acabado. Mis manos y mis pies -no sé por qué- comenzaron a adormecerse con un tipo de cosquilleo anestésico que lentamente aumentaba, creciendo hacia el centro, hacia mi torso. Salí del cuarto, buscando bajo la regadera una manera de refrescar mis ansias, y permanecí bajo el chorro de agua fría durante varios minutos, respirando penosamente. Cuando entendí que si me quedaba, todo iba a empeorar, le pedí a mi novia que llamara a una amiga suya que me estima mucho, para que me llevara a mi casa; y en un par de minutos ella llegó en su carro. Cuando entré al auto y me vio empapado y sin camisa, con el alma revuelta entre el llanto y la rabia, entendió que ya me había enterado de todo, y que había reaccionado de muy mala manera. Partimos, sin rumbo al principio, y luego tomamos rumbo a su casa. Creo que ella pretendía arreglarlo todo con un té y unos minutos de desahogo. Y debo confesar que comenzaba a calmarme, o al menos a respirar más tranquilamente, al tiempo que viajábamos lentamente en el auto, mientras yo miraba las calles a través del cristal de la ventana masticando mi desgracia. Pero cuando ya nos habíamos alejado del centro de la ciudad, ella sin querer, cometió la imprudencia de tratar de justificar los hechos con palabras y de hacerme creer que nada había pasado.
- ¡Detente aquí! -le ordené, mirándola con ojos de fuego.
Ella cayó en cuenta de su error y trató de disculparse, pero no pudo arreglar nada. Bajé del auto, hirviendo por dentro, y comencé a caminar en cualquier dirección, mientras ella intentaba convencerme de que volviera a subir. No la escuché. En realidad, no podía escuchar nada ni a nadie en ese momento. Caminaba como un bobo, como un borracho, sin saber dónde ir o a quién buscar. Lo único que necesitaba en esos instantes era ser escuchado por alguien que no tratase de consolarme, para dejar salir aquella ira inmensa que me carcomía por dentro y que envenenaba mi corazón. Irónicamente, el lugar en donde me había bajado del auto distaba sólo unas cuantas calles de la casa de él, de ese mal nacido que había estado por varias semanas viéndose con mi novia y enamorándola por teléfono, cortejándola a escondidas. Rondé por varios minutos la entrada de su casa. Incluso, en un momento en que la ira me cegó, me acerqué a la puerta y llamé. Su padre me abrió. Le pregunté por él y me contestó que no estaba en ese momento. Fue su mirada de desconcierto la que me hizo caer en cuenta de mi pésima apariencia. Hacía pocos días me había hecho un corte de cabello casi al ras del cráneo; y sin camisa y con el pantalón mojado, debí parecerle un loco escapado del hospital psiquiátrico.
Le agradecí y salí de la casa, y me quedé pensativo frente a la calle. No sabía qué hacer. Mi noviazgo estaba en pedazos, y me sentía muy herido y engañado. Y eso me trastornaba grandemente. No tenía ganas de pensar ni de hacer nada. Ni siquiera de irme a dormir. Recordé que mi automóvil estaba aún estacionado frente al apartamento de mi novia. Si quería volver a mi casa, debía ir a recogerlo, y no tenía dinero para un taxi. Así que comencé a caminar hacia allá, mirando al cielo y pidiendo a Dios un poco de calma y de tranquilidad para el resto de la noche.
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Cuando lo vi pensé que estaba drogado, o al menos muy ebrio. Venía caminando por la acera, mirando al cielo como perdido, y no traía camisa. A medida que se acercaba, pude ver que su cara corroboraba mis pensamientos anteriores, y que traía el cabello y los pantalones empapados. Eran más de las nueve. De hecho, con esa apariencia lo habrían detenido aunque fuesen las doce del día. Así que le llame, le hice un par de preguntas de rutina, y cuando escuché sus respuestas disparatadas, no tuve más salida. Aunque no lo hubiese querido, por ética de mi oficio tenía que pedirle que me acompañara. No se resistió y en ningún momento se mostró reacio, sino que colaboró amablemente. Y caminaba con normalidad, como el hombre más sobrio del mundo. Yo esperaba otra cosa, así que dudé de mis conclusiones y de mi decisión de llevarlo al cuartel. Pero en fin, caminaba por una vía pública semidesnudo y eso es una falta.
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No lo culpo. Mis respuestas, a pesar de ser la más pura verdad, parecían tan sospechosas como las de Pinocho. Me preguntó, por ejemplo, por qué no tenía camisa. Le respondí, sin rodeos, que andaba así porque me la había quitado en la casa de mi novia, acalorado en una discusión con ella.
Luego de reprenderme por la facha y la hora, me preguntó dónde vivía mi novia. Le respondí que ella vivía cerca de la Iglesia, y esto fue lo que debió parecerle un disparate. Cuando él me detuvo yo venía cruzando frente al cuartel de policía caminando hacia la Iglesia, y no como si viniese de ella, como era de esperarse. Él notó la incongruencia y me preguntó: "¿De dónde vienes?". Traté de responderle, pero sinceramente no sabía el nombre de aquel lugar en donde me había bajado del automóvil. "Vengo de por allá", le respondí.
Con tal enredo de preguntas y respuestas, no lo culpo por haber pensado que había algo sospechoso en todo aquello. Así que no me resistí a que me llevara al cuartel, pues a fin de cuentas, él no era más que el policía del portón que daba a la calle frente al edificio. Y como yo tenía certeza absoluta de que no había hecho nada malo, confié en que todo se arreglaría pronto y sin problemas.
Me llevó frente a un oficial. Por su expresión y su actitud, supe al instante que era el superior allí o al menos el de mayor rango en aquel turno nocturno. Me miró con indiferencia al principio, como si no me viese siquiera. Pero al mirarme por segunda vez, su rostro cambió: se iluminó con un matiz que me hizo sentirme como una presa cazada. Se acercó y me miró con más detenimiento, y al instante sonrió complacido. En ese momento yo también lo reconocí. Lo recordé como si hubiese sido ayer la última vez que vi su odiado rostro: aquel hombre había sido uno de los perseguidores anti-civilistas, uno de los matones de alto rango militar que hostigaron a mi familia y a muchos otros sediciosos, llegando al extremo de allanar nuestra casa y encarcelarnos sin razón durante varios días, en una guerra de terror y de miedo, en los días de las luchas de la Cruzada Civilis ta contra el régimen del Dictador. Bajé el rostro, maldiciendo mi suerte. No lograba entender cómo aquella bestia todavía tenía un puesto -y mucho menos un puesto con poder- en un gobierno de supuesta renovación y democracia. En ese momento, todo aquello dejó de parecerme sencillo e irrelevante. Y sonreí de los dientes hacia afuera, temiendo en el fondo por mi suerte.
"Lo encontré caminando por la calle sin camisa, Señor", le dijo el guardia del portón al otro que yo había identificado como su superior. Me ofreció una silla junto a la amplia entrada, y se fue a cuidar su puesto en el portón. El edificio distaba unos cincuenta metros de la calle. Entre el portón de salida y el edificio, había un patio con árboles y arbustos, cercado por una alta estructura de metal. Soplaba un frío viento nocturno, que empezó a causarme escalofríos, pues estaba desnudo de la cintura hacia arriba y empapado de pies a cabeza. El policía de rango superior, que no se había movido ni un milímetro del lugar que ocupaba frente a mí, me miraba entonces con un poco más de disimulo. En ese momento, viéndolo con más calma, tuve la angustiante sensación de que aquel hombre estaba plenamente convencido de ser indiscutiblemente superior, no sólo a sus subalternos, sino a todos los demás seres vivientes. Sacó un cigarrillo de su bolsillo, lo encendió y se perdió tras unas puertas sin decir una palabra.
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El Teniente entró a la oficina con un cigarrillo en la boca. Hacía mucho que no fumaba en el cuartel. Desde que lo decretaron prohibido, se vio forzado a fumar bajo los árboles del patio o a esperar hasta la hora de salida. Así que, apenas le vi con el cigarrillo en la boca entrando a la oficina, supe que pasaba algo, que sucedía algo que le tenía nervioso, o muy ansioso. El Teniente es un hombre frío. Tenía que ser algo grande, que le preocupó o emocionó hondamente, para hacerlo fumar en el cuartel a pesar de todo.
De un salto quedé en pie. "Dígame, Señor", me adelanté. Él me dijo: "Ven, quiero que interrogues a un muchacho". Ahora recuerdo su cara: sus ojos tenían el brillo de la muerte. Su voz no logró disimular la turbación que lo consumía. Salió y yo lo seguí. Entonces vi al muchacho, sentado en las sillas verdes de la entrada, sin camisa y con la cabeza baja apoyada en las manos, como mirando al suelo. Era joven, de dieciocho o más años, y tenía un corte de cabello que supongo debía estar de moda. Estaba empapado y tiritaba de frío. Pero cuando levantó la cabeza y me miró de frente, me estremecí. Miraba de frente, sin miedo. Me avergüenza confesarlo, pero me sentí vulnerable. Inmediatamente supe que aquel muchacho no había hecho nada malo. Pero el Teniente había sido muy claro.
Le pedí una identificación, y sin hacerme esperar me mostró su cédula, su licencia de conducir, su carné del Seguro Social y su carné de la universidad. Los revisé y, tal como yo esperaba, todo coincidía sin problemas. "¿Cómo te llamas?", le pregunté. Me contestó al instante - con el mismo aplomo que he referido - que se llamaba Luis Alberto Hernández Ruiz, que era hijo del Doctor Luis Alberto Hernández Saldaña y la Doctora Elena Ruiz de Hernández. Le pregunté entonces el motivo por el cual transitaba por la calle, medio desnudo, a esas horas de la noche. Su respuesta fue un poco complicada, pero yo le creí sin problemas. Me habló de un disgusto con su novia y de una serie de situaciones posteriores que, a pesar de sonar un poco precipitadas, encajaban perfectamente. El muchacho temblaba de frío, y se mostraba dócil y coherente. Era claro que no había drogas ni alcoho l de por medio, y por tratarse de una falta menor, a mí me parecía innecesario dejarlo en el cuartel por más tiempo.
Habiendo, pues, cumplido la orden, me acerqué al Teniente - que estaba al lado mío, fumándose el segundo cigarrillo - y le inquirí, en voz baja y respetuosa: "¿Algo más, Señor?". Me contestó que no. Entonces miré al muchacho y le hablé en un tono diferente, menos tenso. Le expliqué que aquello era una falta menor, pero que no se debía repetir. Hubiese querido dejarle ir sin más retraso, pero por ley él debía abandonar la institución debidamente vestido. Así que le pedí el número de teléfono de alguien que pudiese traerle o mandarle de alguna forma una camisa, prometiéndole que cuando llegase la prenda, yo mismo le llevaría en una patrulla a la casa de su novia a buscar su carro. Él me dio el número de teléfono de sus padres. Cuando le di la espalda, disponiéndome a llamar desde la oficina, el chico me llamó.
- ¿Me permite usted usar el baño? - me preguntó, - Quisiera orinar.
Yo le hubiese dejado, sin ningún recelo, que fuese las veces que quisiera. Pero el Teniente intervino inmediatamente, negándose. En ese momento yo creí que era desconfianza de él hacia el muchacho. Por Dios que eso fue lo que creí. Nunca me hubiera imaginado que el Teniente iba a hacer algo como lo que hizo. "Es mejor que vayas a aquellos árboles", le dijo, señalando los árboles sembrados frente al edificio; y no le dio explicaciones sobre el porqué.
El chico se encogió de hombros y sin reclamar nada, se levantó y comenzó a caminar hacia ellos. Caminaba muy lentamente, cubriéndose con los brazos por el frío. El Teniente arrojó la colilla del cigarrillo y se llevó la mano a la cintura. Desabrochó la correa del estuche de su revólver, lo sacó, apuntó a la cabeza del muchacho, echó el martillo atrás y disparó. Yo, espantado, vi al muchacho caer sobre la hierba, y miré luego al Teniente. Tenía una sonrisa muy leve en el rostro, en su rostro de asesino, de loco. Y se giró para mirarme. Su mirada era amenazante. No tuve palabras.
- ¿No lo ves? - me dijo - Estaba drogado, me arrebató un arma y trataba de escapar.
El pavor me heló la sangre. No me atreví a decir ni una palabra. Llegaron los otros oficiales que había en el cuartel, agitados y armados, preguntando por la causa de aquel disparo. El Teniente los largó diciendo que el peligro había pasado ya, y que todo estaba en orden nuevamente. Ellos obedecieron ciegamente, como siempre. El Teniente me miró con ojos aún más desafiantes, y yo bajé la mirada. "Llama a los padres y diles que vengan", me ordenó, "y entonces vienes a ayudarme con el cuerpo". Yo obedecí. Por última vez obedecí a aquel ser despreciable que me hizo odiar a los de mi linaje militar, a mí mismo y a nuestra cobardía. Al día siguiente vi sobre el pupitre del Teniente un reporte oficial acerca del incidente, donde se declaraba que el Teniente le había decomisado al muchacho un paquetito con droga - algo que en realidad nunca sucedió - y que el chico, drogado, había forcejado con el Teniente y le había arrebatado un arma, tratando luego de escapar. También ese día, sobre el mismo pupitre, dejé yo mi arma, mi placa y mi renuncia.
Roberto Pérez-Franco
1995