Preludio

a Sara Raquel Muñoz de Franco,
quien me enseñó a amar la música y la vida

Abrió los ojos y todo era oscuridad.

Respiró profundamente. Parpadeó y abrió los ojos nuevamente, pero no percibió nada más que un negro inmenso envolviéndolo todo. Su corazón se aceleró espantado, y respiró otra vez, muy profundamente, para calmarse. Buscó con las manos a su alrededor, y descubrió que apenas podía moverlas, pues había paredes a ambos lados de su cuerpo. Las cruzó sobre su pecho y notó que también sobre él había una pared, muy cercana a su cuerpo.

En ese momento, recordó algo. Había amanecido ese día con un terrible dolor de cabeza, y no se había podido levantar de la cama. Su mujer le cubrió con una frazada. Mandó llamar al médico. Él oyó la voz de su mujer, él vio a su hijo salir corriendo hacia la calle a buscar al médico. Había sentido la mano de ella, su suave mano, posada en su frente. Después de estos recuerdos, todo era confuso, oscuro: no lograba recordar nada más.

Trató de moverse, pero estaba rodeado por paredes. Arriba, abajo, a ambos lados. Su mano se posó sobre la pared superior, y la sintió fría y dura. La empujó con fuerza, pero la pared no cedió. Se tomó unos segundos para respirar. Volvió a empujarla, esta vez con tanta fuerza que su muñeca crujió, y la pared se movió un poco.

Al sentir aquel breve movimiento, un terrible pensamiento se enterró en su mente. Su respiración se interrumpió y su corazón se disparó en una carrera desenfrenada. Supo de inmediato dónde estaba y qué había sucedido. Y los recuerdos volvieron a él en estampida. Entonces todo fue claro, fatalmente claro: su mente le hizo recordar sonidos, llantos, cantos tristes, repique de campanas, cascos de caballos y las llantas de un carruaje... y el martilleo sobre la madera y el golpetear de la tierra sobre la tapa. Y luego el silencio, aquel silencio que le hacía estallar los oídos.

Escuchaba su propia respiración, y sentía el palpitar de su corazón a punto de reventar de pavor. Gritó fuertemente, y su cuerpo entero y el ataúd se estremecieron con el estruendo. Pero nadie lo escuchaba entonces.

Respiró agitadamente, tratando de controlarse, de pensar en una salida, un escape. Pero su mujer conocía cuál era su voluntad para el día de su muerte: dos metros bajo tierra. ¿Cómo escapar, atrapado bajo dos metros de tierra? Sudó copiosamente. Golpeó la tapa con los puños cerrados, y sintió la indescriptible frustración de la impotencia humana ante una muerte segura. Y perdió toda esperanza.

Entonces la lógica dejó de funcionar y el instinto de sobrevivir se apoderó de él. Se agitó ferozmente en su cautiverio, golpeándose contra las paredes de madera. Y al sentir que el aire se hacía más pesado y caliente, más vacío de oxígeno, embruteció totalmente. Gritó como un animal y arañó la tapa con desesperación, y sus uñas se desprendieron de sus dedos. Estrelló su cabeza contra la tapa hasta que la sangre que corría por su frente se mezcló con sus lágrimas de histeria.

Y enloqueció de dolor y asfixia. Convulsionó sin pensar y perdió el sentido de la realidad. Sus manos se presionaron contra la tapa e hicieron fuerza hasta que los huesos de los brazos se rompieron. Su llanto cesó y su respiración se hizo honda y vacía. Abrió la boca y los ojos, y se sintió morir rápidamente.

Entonces, cuando su cuerpo ya se había rendido ante la asfixia, dejó súbitamente de sentir dolor y recordó a su mujer. Y en su delirio, la vio venir, la oyó hablándole dulcemente, y sintió su mano otra vez sobre su frente. Y no sintió nada más.

Roberto Pérez-Franco
1995

Inspirado en el Preludio en do sostenido menor de Sergei Rachmaninoff