Las cuerdas doradas
A Bolívar Rodríguez
«Esclavo y señor de la Naturaleza
es el artista, porque es su amante»
Rabindranath Tagore
Recuerdo el primer día que lo vi. Era un lunes. El sol que se colaba por el tragaluz y la puerta entreabierta, iluminaba la pequeña sala. El maestro, que minutos antes me había recibido amablemente en su casa, tomó entre sus manos mi guitarra y con la agilidad que brindan los años templó las cuerdas nuevas, de un color dorado precioso, haciéndolas subir desde un tono flojo hasta la nota exacta, sin ninguna dificultad y en un dos por tres. Luego, con un indiscutible talento más de genio que de artista, la hizo temblar sin piedad y estremecerse al compás de los acordes de alegres melodías con sabor antiguo. Quedé pasmado. Sus dedos -fuertes y callosos- volaban de traste en traste con una velocidad vertiginosa, digitando tonadas tan complejas que apenas lograba creer lo que veían mis ojos y escuchaban mis oídos. Cuando hubo terminado su magistral recibimiento como bienvenida a mi primera clase, el profesor Bolívar Rodríguez me miró sonriendo y me extendió la guitarra, diciéndome: "Así tocarás algún día, si eres constante". Tomé el instrumento y lo monté sobre mi pierna, y coloqué las manos en sus posiciones respectivas. No pude evitarlo: me dio la sensación de que esa guitarra montaba a horcajadas sobre mí y de que nunca se doblegaría entre mis manos. En efecto, desde las primeras lecciones de ese día, la misma guitarra que antes se había portado mansa y sumisa entre las impasibles manos del maestro, se portó reacia y malcriada ante mis modestas peticiones. Unos cuantos compases y mis dedos comenzaron a dolerme. Era necesario hacer callos y eso solamente se lograba con tiempo y práctica, me había dicho el Profesor.
La segunda vez que fui a su casa a recibir sus lecciones, dos días después, mientras él esperaba que yo descansara mis adoloridos dedos entre lección y lección, pude presenciar una exuberante demostración de sus habilidades y su talento. Tocó para mí fragmentos música andina, argentina, española, chilena, brasileña, cubana, mexicana, y para cerrar con broche de oro, interpretó también diversos géneros para mejoranera, de música típica panameña, que dominaba a la perfección. Desconozco, en realidad, si con esto logró alentarme o no, pero lo que sí logró fue dejarme sin palabras, conteniendo el aliento por la admiración. Fue realmente impresionante verlo tocar, pero lo más impresionante fue oírle decir que durante su época de oro -una larga temporada durante la cual vivió en Argentina- su velocidad y su coordinación eran mucho mejores.
Debo confesar que en mis prácticas caseras, cuando tenía que vérmelas yo solo con la guitarra, era cuando lograba entender a cabalidad cuán grande era su talento. Solamente cuando comparé mis adoloridos, lentos y torpes dedos con aquellas veloces manazas que volaban sobre las cuerdas arrancándoles a su antojo sonidos increíbles, logré percibir el vasto abismo de experiencia y talento que me separaba del maestro. Mas aún así, en la soledad de mi cuarto, practiqué con paciencia sus lecciones.
El viernes, al llegar a su casa para la tercera clase, no le encontré en el portal, donde siempre me esperaba sentado en una mecedora. Sus vecinos me dijeron que tal vez estaría en el patio posterior de la casa, donde tenía un pequeño taller de carpintería, y que le buscase allí. Entré a la casa y la atravesé hasta llegar al patio, donde en efecto, lo encontré. Estaba sentado sobre un taburete, marcando medidas con un lápiz en un bloque de madera. Al verme, se sonrió y se disculpó por su olvido.
- El tiempo se me va volando cuando me pongo a trabajar aquí. - me dijo. Me acercó un taburete y me invitó a sentarme. Entonces agregó: - Aquí es donde escribí el Punto dedicado a tu hermana, Eka Elvira.
Luego me comentó que heredó aquel taller de su padre, que era constructor de carretas y un gran folclorista. Me mostró unas piezas de carreta en las que estaba trabajando, y varias mejoraneras que él mismo había construido. Lo que sentí fue muy peculiar. Cuando el corazón identifica sus raíces en las tradiciones de su gente, la sangre hierve y en su torrente se sienten vibrar todos los sonidos de esta tierra. Guiado por mi Profesor, pude arrancarle a la pequeña mejoranera de cedro espino, unas cuantas notas bastante cercanas a la melodía correcta.
En la clase de aquel día noté algo muy particular: el cabello del maestro, en su mayoría blanco, era largo y rebelde, y se encrespaba en oleadas casi artísticas a ambos lados de su cabeza; y me recordaron sin querer a aquel otro gran genio de la música, nacido en Alemania y autor de nueve sinfonías. Pero sus características eran diferentes: mi profesor era sonriente y de un humor estupendo. Además poseía una paciencia de santo y una incomensurable capacidad didáctica. Esa mañana escuché de su guitarra el Torna a Surriento de De Curtis. "Pronto te enseñaré el acompañamiento de esta pieza para que la toques junto a mí", me indicó. Me pareció casi imposible que yo lograse aprender algo tan complejo, debo reconocerlo, pero el maestro me lo dijo con tanta convicción que terminé por creerlo.
Seguí adelante con mis prácticas, con mucha dedicación. Durante mi cuarta clase, sentí algo que no había sentido en las clases anteriores. Mis dedos me dolían profundamente, y la guitarra, todavía rebelde e indómita, parecía endurecer sus cuerdas y alargar sus trastes para frustrar todos mis intentos. Entonces recordé unas palabras del genial Andrés Segovia, que leí alguna vez, no sé dónde, y que decían más o menos así: "La guitarra es como la mujer: no se entrega por completo hasta que no ha obtenido de ti lo que quiere". Pues la mía sí que era una mujer terca, pensé sonriendo.
Cada nueva clase aprendía nuevas cosas, que más tarde practicaba en la soledad de mi cuarto aprovechando el silencio de la noche. Por esos días pude comprobar, con complacencia, que mis dedos se habían hecho más fuertes y ostentaban ya, con orgullo, pequeños callos para protegerse de la cortante presión de las cuerdas. Fui ganando confianza y pronto me sentí en condiciones de dejarme oír.
Entonces fue cuando se me ocurrió. Le llevaría una serenata, con mi profesor, claro está, a una señorita encantadora que desde aquellos días cautivaba mi corazón y mis sentidos con su belleza y sus otros encantos. Yo llevaría mi guitarra de cuerdas doradas y mi profesor la suya de cuerdas color vino, además de su incomensurable talento - que el tiempo no logró nunca robarle - y su vasto repertorio. Se lo propuse al maestro cuando tuve la oportunidad. Le dije, para convencerlo, que la serenata me parecía una magnífica experiencia, que me ayudaría a ganar confianza en mí mismo, y aparte de eso, sería una buena oportunidad para ampliar mi repertorio y perfeccionar mi técnica. Me miró a los ojos, sin darme tiempo para preparar una cara de seriedad que respaldase mis razones rebuscadas, evidentemente carentes de verdad. Y al verme sorprendido y avergonzado, sonrió pícaramente. "¿Ella te gusta?", me preguntó. Le respondí que sí, que ella era un encanto, que era joven, bella, culta, tierna, amable y muy agradable. Mis palabras se sucedieron entonces en una larga serie de descripciones y elogios que trataban inútilmente de expresarle a mi maestro toda la admiración que por ella sentía, mientras él me miraba en silencio disimulando su risa apresada. Mis frases pasaban de describir su sonrisa, sus cabellos y su mirada, a alabar su finura y educación. Al cabo de varios minutos guardé silencio. Me dio la impresión en ese momento de que el Profesor esperaba oír de mí aún más alabanzas.
- Una criatura así se merece muchísimo más que una simple serenata. - me dijo al fin - ¡Cuenta conmigo!
Y proseguimos con las lecciones.
o - O - o
En una de aquellas clases, después de practicar más de una hora, el Profesor fue a su taller a buscar una pieza de madera -creo que era una tablita delgada para levantarle el puente a mi guitarra- y me dejó solo por un momento. Esa mañana, cuando llegué a su casa, le encontré precisamente en el taller, tratando de extraer de varios tablones de densa madera de moro, una rueda de carreta. En su cabeza llevaba puesta una boina de español viejo y en sus labios su sonrisa imborrable. Cuando quedé solo en la sala, sentí una curiosidad irresistible y tomé la guitarra del maestro.
Miré sus cuerdas color vino: la luz que entraba por la puerta abierta arrancaba de ellas hermosos tonos violetas y tintos. La primera idea que me pasó por la mente fue que aquel color de vino, con matices de púrpura, correspondía muy bien a la experiencia de mi profesor. El producto del esmero y de muchos años de maduración, resultaba, en ambos casos, excelente. Desde mi primera clase establecí, casi inconscientemente, una especie de relación jerárquica entre el color de las cuerdas de una guitarra y la experiencia, talento y velocidad de su dueño. Así, mis cuerdas doradas, a pesar de su sonido inmejorable, eran para mí como el primer nivel de aquella escala jerárquica, pues con ellas me iniciaba en aquel complicado arte. El color vino representaba, en consecuencia, un nivel muy superior de talento y experiencia.
Miré con detenimiento la guitarra de mi profesor. Aquel instrumento, hecho con finas maderas de pino y abeto según él mismo me dijo, sonaba divinamente cuando él la blandía. La mía, a pesar de haber mejorado un poco con dos semanas de lecciones y prácticas, seguía sonando mustia y confusa comparada con aquélla. Así que cedí al deseo de intentar un par de acordes en el fino instrumento de mi maestro; pero al hacerlo, aquella guitarra de preciosas cuerdas color vino hizo lo mismo que hiciese la mía el primer día, negándose obstinada a hacerme la merced de sonar a melodía y no a ruido. Regresé, entonces, a la mía que me esperaba un poco más complaciente.
"La guitarra es como la mujer: no se entrega por completo hasta que no ha obtenido de ti lo que quiere". En aquellos momentos, durante mis prácticas caseras, nada resultaba para mí más cierto que aquellas palabras. Era como una amante necia, posesiva. Le dedicaba tiempo cada día, en prácticas pacientes y largas, pero aún así me pagaba mal y se negaba a entregarme lo poco que le pedía. Ya no eran mis dedos: era ella que, caprichosa, se hacía rogar. Perdía yo la paciencia y la dejaba a un lado. La miraba de lejos con ojos confusos y resentidos. La tomaba nuevamente y con paciencia le insistía, pero volvía a negarse cada vez. Solamente después de varios intentos míos y rechazos de ella, cuando decidía dejar aquello por la paz, de una vez por todas, volvía ella a endulzarme los ánimos con notas que brotaban casi sin esfuerzo. Trucos de amante.
En verdad, hay que amarla para volver cada vez, con paciencia, a ella y a sus caprichos. Así lo había hecho mi profesor toda la vida. La guitarra había sido su compañera desde los tiempos en que era un muchacho y estudiaba en Argentina, y hoy, tras medio siglo, lo seguía siendo. Era como su amante. Y personalmente, creo que esa es la única forma en que se puede llegar a ser un buen guitarrista, o un buen artista, en cualquier género de arte.
Pude darme cuenta de cuánto él amaba la guitarra un día que tocábamos juntos una lección. Recuerdo que, después de unos minutos, mis dedos comenzaron a tropezar y a enredarse entre las cuerdas. Mi guitarra, sinceramente, empezaba a afear el ritmo de guajira que mi profesor interpretaba nítidamente. Así que me detuve. Entonces él me miró: sus ojos parecían pedir licencia para seguir adelante. Sonreí, y continuó. Así pude disfrutar de más de un cuarto de hora de la mejor guajira cubana, punteada y acompañada por él mismo. Y a él le encantó hacerlo. Tocaba, y llevaba a su guitarra, su caprichosa enamorada, de tonos altos a tonos bajos, y de acordes de si a acordes de sol, de re, de la, de mi y de do y de fa, y así en infinitos tonos, semitonos, menores, sostenidos, bemoles y séptimas, paseándose a lo largo de todos los trastes, hasta abrumarme de pura admiración.
Mi escaso talento apenas si me permitía lograr que algunos acordes sencillos sonasen bien. Pero recuerdo que aún así, en una noche silenciosa, logré entretenerme por un buen rato tocando, acostado boca arriba en mi cama. Esto me permitió entender mejor lo que mi profesor sentía por su arte.
o - O - o
Por fin llegó la noche de la serenata. Después de muchas prácticas, logramos afinar mi guitarra y mi voz de tal forma que fuesen lo suficientemente buenas como para acompañar a las del maestro en su despliegue musical de aquella noche. Preparamos tres canciones y ensayamos además, pero con menor meticulosidad, una cuarta, por si acaso. Era de día aún cuando yo empecé a sentir mariposas en el estómago. Más de cuatro veces llamé al maestro para recordarle que aquella noche era la serenata, y otros tantos me senté con mi guitarra a ensayar nuevamente todas las canciones. Pero aún así, me sentía muy nervioso. Quería que todo saliese impecable, para causarle una buena impresión a mi bella Julieta. Esperé frente al reloj, royendo los minutos con expectación y con miedo a la vez, mirando la manecilla avanzar lentamente hasta marcar aquel bendito momento: las once menos cuarto.
Entonces tomé mi guitarra de cuerdas doradas y me fui como rayo a la casa de mi profesor. Llegué minutos más tarde y le encontré en la sala de su casa, sentado en la mesedora junto a su guitarra de cuerdas color vino, y con la boina de español viejo en la cabeza. Estaba sereno, tan sereno que el simple hecho de verlo aplacó mi ansiedad. "Llegas justo a tiempo", me dijo. Creo que debió haber notado mi nerviosismo, pues me habló con palabras tranquilizadoras.
- Siéntate aquí un rato - agregó - tenemos tiempo para conversar.
Me senté a su lado y le miré en silencio. Afuera la noche transcurría lenta y callada. Me tranquilicé poco a poco, tal vez contagiado por la impasible calma de aquel hombre. Me indicó que dejara todo en sus manos y él me diría qué hacer.
Eran cerca de las once y media cuando salimos caminando de su casa, a la usanza de sus tiempos. Las pocas personas que a esa hora estaban en la calle nos vieron pasar con las guitarras al hombro, pero tuve la impresión de que desconocían nuestro propósito. Entonces pensé que en otros tiempos, cualquiera que nos hubiese observado, con sólo vernos habría tenido la certeza de que íbamos a dar una serenata. Y concluí, mientras caminaba al lado del maestro, que los tiempos no cambian. Es la gente la que cambia.
Después de varios minutos, divisamos la casa. Yo me adelanté para explorar. Las luces estaban apagadas, los vecinos dormidos y parecía, en un primer examen, que no había perros. Regresé donde estaba el Profesor, y le informé que las condiciones eran óptimas.
Avanzamos lentamente, hasta colocarnos bajo la ventana. Nos miramos en silencio, y él me susurró al oído algo que al principio no entendí, pero que luego me heló la sangre.
- Dedícale la serenata. ¡Sin miedo!
Durante los primeros minutos mi mente no respondió. Entonces él tosió en voz alta, para despertar a la muchacha y comprometerme a hablar de una vez por todas.
- Yo... yo... yo te dedico... - balbuceé en voz baja, pálido y temblando de miedo. Miré a mi maestro y él agitó las manos, indicándome que siguiera. Así que cerré los ojos y me dejé llevar: - Yo te dedico a ti, bella criatura, esta serenata. A ti, dulce niña que no sabes quién soy; a ti divino ángel que me embrujas con tu mirada; a ti, cálido sol de mi cielo; a ti, desvelo de mis noches y sueño de mis días; a ti...
El Profesor me dio una palmada en el hombro para aplacar mi inspiración, pues ya conocía la duración de mis arrebatos poéticos. Así, me limité a concluir: "...a ti, bella mujer, de quien te adora de lejos". Y enseguida el Profesor inició los acordes de la primera melodía. Yo preparé mi guitarra y comencé a tocar, siguiendo el ritmo que él llevaba, mientras mi vista se fijaba en los cristales de la ventana oscura. De alguna forma, el tocar me ayudó a relajarme. Pero aquella breve sensación de seguridad y de confianza se disipó al terminar la primera pieza.
Escuché entonces algunos ruidos dentro de su habitación. Se habría despertado y de seguro estaría, según yo la imaginaba, sentada en el borde de la cama, pensando en la identidad de aquél que había osado despertarla. Esta idea le dio cierto toque de magia al momento, y entonces comencé en realidad a disfrutar de mi hazaña.
En esta época, en que la caballerosidad es un objeto de museo, la idea de una serenata a media noche a una muchacha desconocida, puede provocar dos reacciones: o la risa y la burla de los vecinos, o la pasión de la agraciada. Y nadie estaba riendo; muy al contrario, ella escuchaba nuestra música en silencio, y yo me sentí plenamente feliz.
Comenzamos a tocar la segunda canción. Mis dedos se movían libres entre los trastes, y las cuerdas obedecían a satisfacción, sin duda gracias a las interminables prácticas de las noches anteriores. En pocos momentos, ella se asomó a la ventana. Mi corazón se aceleró: no lograba ver su rostro por estar la luz apagada, pero sabía que nos observaba.
Entonces, casi al final de la canción, se abrió la puerta de la entrada de la casa y salió un hombre alto, cubierto con una bata. Caminó hacia donde estábamos y sacó una linterna de su bolsillo. El Profesor y yo terminamos aquella canción con la luz de la linterna alumbrándonos las caras de niños sorprendidos en pecado.
- Sabía que eras tú, Bolívar. - dijo el hombre, hablándole a mi profesor. - Esas canciones viejas solamente tú las recuerdas. ¡Pasa adelante, por favor! Y trae a tu discípulo, pues obviamente no andas solo...
El alma me volvió al cuerpo al oir esas palabras. Entramos a la casa, de la que era dueño aquel hombre, abuelo de mi enamorada y, como más tarde me enteré, gran amigo y compañero de juventud de mi profesor. Me presentó con mucha pompa a su nieta, preciosa como siempre y un poco avergonzada, y luego buscó en su cuarto una guitarra un poco vieja, que fue dejada a un lado y reemplazada con la mía, la de las cuerdas doradas, en la inusitada reunión de aquella noche. Más tarde se unirían al grupo algunos amigos de mi Profesor, de su misma generación, que fueron despertados a media noche e invitados a aquella fiesta repentina. Sacaron algunas botellas de vino y entre canciones de más de medio siglo, risas y recuerdos, se les fue a ellos la noche. Y a nosotros, a mi princesa y a mí, se nos fue en verlos tan contentos, y en mirarnos a los ojos, que en esto hallamos mucha complacencia y suficiente que hacer por ese día.
Roberto Pérez-Franco
1995