El Amor del último Retoño
A Giovanna Paola Donado Stefani
I
Desde varios días antes de la tragedia, la gente se abarrotaba a lo largo de la baranda del puente para ver a los elefantes del circo que había llegado al pueblo hacía poco, sumergirse hasta dos brazas de profundidad, aspirar agua con sus trompas largas (imposibles de asimilar para aquella gente) y luego dejarla salir en chorros fuertes como una regadera sobre sus cuerpos polvorientos y arrugados. Esa tarde, la tarde que se escapó un elefante por los montes, la cantidad de gente que había venido a verlos bañarse en el río era inmensa, tanta que ni siquiera para tiempos de carnaval en las tunas de Calle Arriba se había visto en ese pueblo tanta gente reunida alrededor de un solo lugar, tanta que ya no pudieron pasar los carros por el puente, pues el tumulto ocupaba toda la vía y las personas que necesitaban llegar de un lado a otro no tenían otra opción más que cruzar a nado el río, tanta que los mismos africanos del circo, que robaron aquellas bestias de las sabanas plácidas en el lejano continente para enseñarles a hacer boberías bajo una carpa de circo, y que los trajeron caminando por el borde de la carretera desde el lugar donde estaba el circo hasta el río para que se bañaran, se espantaron al ver la muchedumbre que se asomaba desde el puente cuando se empezó a doblar bajo el peso de tantos mirones.
Los africanos azuzaron a la horda mansa para que saliera del río, para así regresar al circo antes de que llegara más gente a mirar, pero no lo lograron a tiempo, pues el puente de cemento y vigas de acero cedió ante la carga insoportable de tantos espectadores arrimados, y se desplomó sobre el río, causando la catástrofe más grande que recuerde el pueblo de La Villa de Los Santos en toda su historia. Dos elefantes murieron aplastados bajo el concreto (sin llegar a ver el día en que se pudiera cumplir su callado sueño de regresar al África para ser libres otra vez), otros tres huyeron despavoridos por los caminos del pueblo, metiéndose en las casas y trastornando completamente la paz de los ancianos, y otro más corrió asustado hacia los pajonales altos de la ribera, perdiéndose en el monte. De los catorce hombres, veintitrés mujeres y ciento ochenta y siete niños que murieron entre ahogados y despachurrados, apenas si se recuperaron la mitad de los cadáveres, pues la corriente los arrastró en tal cantidad y en tal forma que aún varias semanas después era común para los pescadores de los alrededores, encontrar los cadáveres de parientes y conocidos enredados en los trasmallos que tendían durante la noche.
Al día siguiente, el circo, con sus cebras, camellos, payasos, leones, tigres, enanos y malabaristas, y con la mitad de sus elefantes (pues no tuvieron tiempo los africanos de buscar al que se perdió en el monte), recogió sus carpas, enrolló sus guirnaldas de colores y abandonó el revuelto pueblo de la Villa de Los Santos, para siempre. Nunca más se atreverían a regresar con su función y sus elefantes, así como tampoco se atrevieron a acampar en los pueblos vecinos. Se fueron con prisa, quién sabe adónde, dejando en el sitio donde se habían establecido una gran pila de basura y un persistente olor a caca de elefante que por varios meses se encargó de recordarles a los santeños la gran desgracia sucedida.
Era una desgracia, no solamente porque murieron muchos hombres, mujeres y niños (que, al igual que todos los hombres, mujeres y niños que de esta manera mueren, resultaron ser los más buenos y virtuosos que en aquel pueblo hubiesen vivido), y no solamente porque se dio en el pueblo una terrible hambruna por lo difícil que resultaba hacer flotar los camiones cargados de comida sobre las canoas frágiles para cruzarlos al otro lado del río, sino también porque por muchos días no fue posible beber de sus aguas ni bañarse siquiera en ellas por la abundante sangre de mirones y elefantes que quedó estancada en su lento cauce. Esto sin mencionar que los hombres temerosos se negaban a trabajar en el campo debido a los rumores de que por allí anda el elefante que se perdió el otro día y te lo juro que ayer lo vi encarama'o en las palmas de la finca de Lito Pérez, tumbando pipas con la trompa. Todo lo divertido que parecía ser el asunto con eso de ver a las viejas en camisón y con rollos en la cabeza corriendo como gallinas espantadas, huyéndole a los elefantes que se metían en las casas rompiendo las puertas y llenando los cuartos de aquel apestoso olor, dejó de ser tan divertido cuando la gente del pueblo contó a sus muertos y pasó varios días sin comer y sin tomar agua, y entonces decidieron que era un precio muy alto el estar incompletos, sin puente y pasando hambre, por querer ver desde arriba a unos mugrosos elefantes de mierda que sólo les habían traído sustos, muertos y una peste del mismo infierno.
Los alborotos por la desgracia fueron tan grandes que hasta los oídos del Alcalde llegaron los relatos del puente caído, de los muertos y del elefante deambulante; y tal era la preocupación del pueblo por la posibilidad de que esta tragedia se repitiese algún día, que por primera vez en los muchos años que llevaba el mandatario metido en una oficina con aire acondicionado, dejando las cosas para otro día, temió que si no tomaba inmediatamente una posición firme al respecto, sería derrocado por negligencia. Así que se apresuró a dictarle a su secretaria, que en todos los años anteriores no había hecho otra cosa fuera de pintarse las uñas con el teléfono atrapado entre el cuello y el hombro, una resolución oficial expresando un gran dolor de parte del Estado por la terrible pérdida de los dos magníficos elefantes africanos que sacrificaron sus vidas intentando amortiguar la caída de los cientos de mirones que los contemplaban desde el puente que se desplomó. Pero viendo que esta resolución no logró aplacar las ansias del pueblo, dictó un Solemne Decreto Alcaldicio que se puso de inmediato en vigencia y que se promulgó a cuatro vientos, prohibiendo en él, de forma definitiva e irrevocable, sobre todo el territorio que comprendía la Heroica Villa de Los Santos, la llegada y establecimiento de circos y otros espectáculos ambulantes que portaran consigo elefantes u otros animales propensos a ser bañados bajo los puentes.
Mientras tanto el elefante que se había escapado entre la hierba aquella tarde, había llegado lejos del lugar en donde el puente se desplomó. Recorrió con su paso lento y su corpulento balanceo, los potreros y los caseríos de la gente pobre que vivía cerca del río, arrastrando a su paso las cercas de alambre y tumbando los ranchos de pencas cada vez que con su inocencia y candidez pretendía entrar donde estaban las personas para sentirse protegido y amparado por una familia, para no seguir a merced de los peligros de aquel mundo de locos en donde los puentes se caían sobre los elefantes inocentes que nunca volverían al África para ser libres otra vez.
Vagó durante varias semanas, comiendo hierbas durante el día y echándose de medio lado -para contemplar en silencio el lejano titilar de las estrellas- durante la noche, hasta que llegó a un sitio, cerca de una gran casa blanca y roja, donde una vieja estaba sentada frente a unos baldes con ropa mojada, y con la mirada perdida en un punto vacío del espacio. Era Geña, la lavandera de toda la vida de la casa de los Pérez Franco, una mujer pequeña y delgada, de cara arrugada y de una expresión de angustiosa ausencia que le daba la apariencia de estar desconectada por completo de todo lo que la rodeaba. Desde joven había trabajado en aquella casa, lavando ropa cada martes, desde el amanecer hasta el anochecer sin más descanso que el del almuerzo al mediodía para tomarse una sopa caliente de hueso de vaca con un pedacito amarillo de melón en medio, y otro breve receso cuando sonaban las campanas de la Ig lesia al atardecer, para fumarse un cigarrillo pensando en su soledad. De allí, el resto del día se le iba en restregar ropa. En sus años mozos había merecido el privilegio de quitarle el sudor de español a caballo al pantalón, y las manchas de pólvora y sangre a la blanca e insigne camisa del Teniente Manuel José De Pérez y Delgado, después de la famosísima y gloriosa batalla de Rabelo, donde los santeños se enfrentaron como leones a los secuaces del pirata Drake, el más temido de los Golfos de Parita y Montijo, que intentaban robar los tesoros que por allí pasaban rumbo a la Gran España procedentes de los Virreinatos del Perú. Desde esos gloriosos días hasta la fecha no habían pasado por sus manos prendas tan insignes como aquéllas, pero se sentía a gusto con uno que otro traje de novia cada algunos años y un par de uniformes de niño explorador que le re cordasen con sus insignias de colores al uniforme del Teniente Manuel José De Pérez y Delgado, rebosante de condecoraciones y medallas de guerra. En su corazón de jovencita ardió una callada pasión hacia el espléndido hombre, ascendiente lejano de los Pérez Franco y, por aquellos años, el único gran señor de la hermosa casa blanca y roja, pero a pesar de haber estado en varias ocasiones muy cerca de él, se había cuidado muy bien de no mirarlo nunca a los ojos, pues tenía la certeza de que su amado Teniente era un hombre tan sagaz que descubriría en aquella sola mirada su ardiente y callado amor. Años después el Teniente Manuel José De Pérez y Delgado murió en cama, tras cinco días y cinco noches de agonía, víctima de un feroz ataque de dentera, mal que había contraído en la última de sus gloriosas batallas, contra una tribu de salvajes que bajaron de sus dominios montañosos para asolearse insolentemente en las calles del pueblo sin su consentimiento. La jovencita Eugenia, que ya dejaba de ser jovencita, se vio forzada a renunciar a su sueño de amor, y se casó con un hombre bueno, que a pesar de no ser Teniente, supo hacerla muy feliz, pero con tan mala suerte que murió al poco tiempo, dejándola viuda y con dos hijos. Geña había trabajado de lavandera en la casa blanca y roja, pasando de generación en generación, desde cuando era apenas una chiquilla al servicio del primer Pérez que habitó por estas tierras, llegado directamente desde España en una carabela bajo las órdenes de un tal Bastidas, pasando por el Teniente Manuel José De Pérez y Delgado y por otras veinticuatro generaciones, hasta llegar a los Pérez Franco. A estas alturas sus hijos le habían dado nietos, sus nietos bisnietos, y así sucesivamente, en un a cadena casi infinita de tantos y tantos años que los hijos, los nietos y los bisnietos habían muerto ya y sus tataranietos, ahora muy ancianos no tenían la menor idea de que eran tataranietos suyos.
Los Pérez Franco habían recibido a la vieja como un bien heredado al igual que la casa o los muebles que en ella había, y no tenían la menor idea acerca de su edad o de cuánto tiempo tenía yendo a lavar ropa los martes desde el amanecer hasta el anochecer. Desde que tuvieron uso de razón, vieron a la vieja llegar religiosamente todos los martes al amanecer, sentarse con sus baldes a la sombra en la terraza y lavar sin interrupciones hasta el anochecer, deteniéndose únicamente para almorzar su plato de sopa de hueso de vaca con el pedacito de melón amarillo en el medio, y para fumarse su cigarrillo oyendo las campanas lejanas y pensando en su soledad, en una rutina espantosamente repetitiva que no se interrumpió sino hasta un día en que un terrible accidente cambió las cosas por completo.
Al momento en que se escapó el elefante, habrían pasado unos tres años desde aquel martes terrible. El día había amanecido envuelto en densos nubarrones grises. Llovía con gran fuerza, y los truenos lejanos traían el eco de las montañas.
- No me gusta lavar cuando llueve. - dijo la vieja Geña ante el diluvial aguacero, dejando a un lado el jabón.
Se levantó y se alejó de los baldes llenos con la ropa sucia de toda la semana, interrumpiendo por primera vez en toda su existencia su labor por una razón que no fuera la sopa de hueso de vaca con el melón amarillo en el medio, o el cigarrillo al son de las campanas. Se fue caminando, pasando por la cocina, hasta llegar a un amplio ventanal por donde entraba una gran claridad, con una vista magnífica de un enorme árbol de Guayacán y del campo forrado en hierba, ensopado por el aguacero. La vieja se quedó mirando aquel árbol grandísimo, recordando cuando apenas era un brotecito verde e insignificante en la tibieza de la tarde. En ese momento, un rayo -con poder devastador incontenible- descargó su furia sobre el árbol, destrozándolo en una explosión de astillas encendidas. La pobre Geña sufrió quemaduras irreparables en ambos ojos debido al resplandor del rayo, y sus oí dos se resintieron terriblemente por el tremendo estruendo cuando la ola violenta rompió el ventanal y una corriente de astillas y fuego entró en estampida a la casa. La anciana se quedó parada como una sombra muerta frente al hueco del ventanal roto sin moverse por varios minutos. Los que llegaron después a ver lo sucedido, la encontraron tiesa como una momia, cubierta de carbón, con el pelo y las pestañas chamuscadas y los ojos abiertos de par en par. Ni siquiera se percató de que la observaban. Estaba ciega y casi completamente sorda. Ese día no terminó de lavar, ni se tomó su plato de sopa de hueso, ni se fumó su cigarrillo, ni pensó en su soledad. En adelante fue una isla incomunicada del resto del mundo. Sólo entonces los que vivían en la casa blanca y roja (antes perteneciente al Teniente Manuel José De Pérez y Delgado), comprendieron lo increíblemente necesaria que para ellos e ra la señora Geña antes de que la perjudicara el rayo. Fue necesario comprar tres lavadoras eléctricas para ponerlas a lavar los martes durante todo el día, para poder compensar la falta que hacía el trabajo de la vieja. En retribución por una vida entregada al servicio de la familia, a la ciega, sorda y chamuscada anciana se le permitió vivir en la casa donde dos siglos antes viviera el hombre de sus sueños, en un amplio cuarto con lámparas de cristal color naranja traídas desde Italia. Al principio se pasaba los días entre la oscuridad de sus ojos muertos y el silencio de su sordera a medias, y solamente lograba escuchar los truenos muy fuertes que caían cerca de la casa en los días de tormenta. Era tal su ociosidad que cayó en el pecado mortal de preguntarse el porqué de la existencia, de enroscarse en el callejón sin salida de si Dios era real o si era invento del Padre Conde para poder reco ger limosna; y en éstas y otras preguntas como éstas se le pasaba el tiempo. Pero después de varias semanas la anciana comenzó a sentir un leve aburrimiento, y sintió la necesidad de lavar, de hacer lo único que sabía hacer bien, lo único que había hecho desde que nació, durante sus casi cinco siglos de vida. Lentamente le fue entrando en la cabeza la idea de que no valía la pena seguir viviendo prisionera de aquel aislamiento cruel. Fue tal la depresión en que cayó que se le hundieron los ojos ciegos bajo las órbitas y se comenzó a secar poco a poco, hasta quedar en los puros huesos. Envejeció más en una semana que lo que había envejecido en trescientos años. Espantados ante la posibilidad de que la doña fuera a desaparecer de pura tristeza, sus hospederos tomaron una medida desesperada. Decidieron sentarla en la terraza la tarde de un martes, a la sombra, con unos baldes llenos de ropa mojada, como solía sentarse ella, para ver si mejoraba. Y fue santo remedio. La vieja Geña metió las manos en el agua y sonrió de tal manera que el rostro se le iluminó, como si acabara de regresar a la vida desde los profundos reinos de la muerte. Sacó del agua una prenda de ropa y el jabón en barra, y sin dejar de sonreír ni un instante, comenzó a lavar en silencio. Gracias a esto, dejó de envejecer, y desde entonces, la sentaron todos los martes en la terraza para que lavara y no se volviera a secar de tristeza. Lavaba todo el día, haciendo únicamente los dos sagrados descansos: el de la sopa de hueso, que nunca había sido servida sin su pedacito amarillo de melón en el medio, y el del cigarrillo cuando sonaban las campanas de la Iglesia. Pudieron vender una lavadora eléctrica, y si no vendieron las tres no fue porque la vieja no lavara con todas las ganas de antes y con la habilidad que se adquiere tras cinco siglos en aquel oficio, sino porque la pobre perdía mucho tiempo buscando a tientas el jabón en el fondo del balde cada vez que lo dejaba a un lado para restregar la ropa con las manos.
En una de esas lavadas a ciegas estaba la vieja cuando llegó el elefante, arrastrando una gran cola de pencas y alambre de púas que se le había enredado en el cuerpo. Con mucho disimulo, se fue acercando a la vieja paso a paso, arrancando con la trompa hierbas de aquí y de allá, para no llamar la atención. Se acercó con mucha lentitud, para no espantarla, pues estaba cansado de que toda la gente huyera de él. Al ver el elefante que la vieja ni parpadeaba, se alegró mucho de haber encontrado al fin una amiga de verdad, que lo aceptaba como era y que no salía corriendo cuando él llegaba. Como muestra de amistad, metió la trompa en el balde y le tiró un chorro de agua a la vieja, que se cayó del banquito y quedó empapada sobre el piso.
- ¡Zambito'el carajo! - gritó la vieja - ¡Vienes a joderme la vida a mí!
Se levantó alzando los brazos y lanzando insultos a ciegas. El elefantito, espantado, retrocedió y emitió con su trompa un sonido increíblemente estruendoso, similar al de la Banda Republicana, que estremeció toda la casa y aturdió la razón de la lavandera. Creyendo que era el mismo Satanás que venía desde los infiernos para hacerle pagar quinientos años de pecados, la vieja salió corriendo con las manos en el aire, y en su loca carrera fue a estrellarse de frente contra el tronco firme de una palma, con tanta fuerza que rebotó y cayó de espaldas, la frente marcada con cuatro grietas paralelas hundidas en la piel. Al anochecer, cuando la fueron a buscar para conducirla hasta la casa, la encontraron tendida en la hierba con la boca llena de moscas, al pie de un elefante que le echaba agua del balde con la trompa en la frente rota.
Fue una misa breve, a la que asistieron apenas los cinco miembros de la familia Pérez Franco, a la sazón habitantes de la casa blanca y roja, y unas cuantas beatas de traje negro y rosario que por vivir frente al altar se encontraron por casualidad rezando por la paz eterna del alma de la señora Eugenia. El Padre Conde improvisó un adornado sermón, en el que habló de los elefantes como parte imprescindible del Reino de Dios, afirmando que aquel pobre animal, descendiente directo del elefante y la elefanta que el Señor salvó del Diluvio a bordo del Arca de Noé, no tenía la culpa de la muerte de aquella pobre vieja. Y después de recoger la ronda de limosnas, impartió la bendición final, y los Pérez Franco regresaron a su casa, dejando la iglesia tan solitaria como antes de su llegada: el padre retirado en la sacristía, las velas ardiendo frente a los santos de yeso, y las viejas beatas b ostezando de rodillas una oración trillada por la rutina. El templo, grande y rejuvenecido, reconstruido hacía poco por la escrupulosa mano de los mejores arquitectos del Viejo Mundo, lucía resplandeciente en medio del pueblo, y sobresalía como una enorme perla, de desproporcionado tamaño y hermosura, sobre los tejados mohosos y sucios.
El templo anterior, un edificio de paredes blanqueadas con leche y de enormes vigas de madera, construido cuando los primeros poblados se asentaban en el Istmo, fue arrasado por una creciente del río desbordado unas décadas atrás, una creciente tan grande que no quedó árbol ni casa alguna en pie, en todos los alrededores. La histórica construcción, patrimonio irremplazable de la humanidad y único vestigio palpable de las artes arquitectónicas de los colonizadores en estas tierras, pasó flotando en la corriente río abajo y se perdió en el amplio horizonte del mar. Algunos hombres en canoas lograron rescatar a las beatas, y salvar algunos santos de yeso -que según dice la gente fueron tallados a mano por San Agustín durante sus pláticas con Don Bosco en los ratos de ocio-, pero el templo se hundió poco a poco hasta desaparecer a varias millas de la costa, en las aguas azules de al ta mar. No fue sino hasta cuando bajó el nivel de las aguas en el pueblo, que se hizo el gran descubrimiento. En el lugar donde había estado la Iglesia emplazada, una gran losa de piedra había quedado al descubierto. Al levantar la losa se encontró bajo ella una recámara amplia y profunda, llena de arcones de madera, barriles y bolsas de cuero que, habiendo cedido ante la corrosión y la podredumbre de los años, se habían abierto esparciendo su carga preciosa de monedas y objetos de oro sobre el piso de la bodega subterránea. Encontraron también en ella un cuerpo medio momificado, vestido con sotana, con un crucifijo colgando de las vértebras cervicales y con dos pequeños cuernos limados casi al ras del cráneo; y al lado, un libro de grandes pliegos que recogía las confesiones de aquel sacerdote que tuvo que enfrentar con la ayuda de Dios y de sus artimañas, el ataque pirata más feroz que se regi strase en toda la historia de la costa sur, escrito con su puño y letra. Narraba su triste niñez con especial atención: todos los días, relataba, lo atormentaba su madrina con eso de "este niño es el mesmo diablo", y al cabo de tanto decirlo ella y escucharlo él, comenzaron a salirle unos cuernitos pequeños, uno a cada lado de la cabeza. Hablaba de sus luchas interminables por ocultar sus cuernos de diablo infeliz, de cómo se los limaba con cuero de tiburón para mantenerlos al ras de la cabeza y trataba de cubrirlos con el cabello, y confesaba que su temor de convertirse por completo en diablo lo había llevado al sacerdocio como una última salvación. El libro contaba que la tarde en que el pirata Drake atacó el pueblo, aquella tarde gloriosa en que el Teniente Manuel José De Pérez y Delgado defendió a capa y espada el esplendor y honra de la Gran España, se hallaban las calles repletas de caravanas cargando oro de paso hacia la ruta del otro océano, y que para salvar todos aquellos tesoros de ser saqueados, los españoles los resguardaron fuera del alcance de los piratas en una cámara subterránea que habían excavado bajo la Iglesia previendo un ataque de esta naturaleza, atestándola de riquezas; y contaba además que el sacerdote había decidido permanecer oculto en el refugio subterráneo, orando por la victoria de los españoles y esperando a que la batalla terminase para que lo volviesen a sacar, y que al ver que no le rescataban, supo que los pocos valientes que conocían su paradero habían muerto en la revuelta. Resignado ante su aterrador destino, se dio a la tarea de narrar en aquel libro estos acontecimientos, y algunas confesiones, junto con la historia de su propia desgracia, y después de todo esto, a prepararse para su muerte en aquella tumba de oro y soledad.
Aquel libro contaba la historia de los primeros españoles recién llegados a las costas inexploradas de estas inhóspitas tierras de mosquitos, lluvias y salvajes; la historia de sus heroicas luchas contra la selva para construir un pueblo decente al estilo español; y la historia de la discusión para ponerle el nombre al pueblo construido entre los españoles que querían cada uno ponerle el nombre del santo de su predilección, y que duró por varios meses, hasta que una batalla vino a resolver lo que las palabras no pudieron, no porque acordasen el nombre, sino porque quedaron sin pueblo, incendiaron las casas y destrozaron en horas lo que habían construido en años. Por eso fue, según cuenta el libro que escribiese el sacerdote de los cachos limados, que cuando reconstruyeron el pueblo acordaron hacer la ceremonia de fundación el día 1 de noviembre, día de todos los santos, y llamarlo la Villa de Los Santos, para que no se diesen en el futuro disgustos o discusiones respecto a esto. La momia del sacerdote fue enviada con un lacito violeta en la cabeza, como regalo de buena voluntad del Estado Panameño, al gobierno de España; el libro fue enviado al Museo Precolombino de Portobelo; y el oro se usó para reconstruir el templo del pueblo, que había sido arrastrado por la corriente desbordada del río. No se escatimaron gastos. Arquitectos europeos expertos en estilos renacentistas, materiales de óptima calidad y dos décadas de trabajo ininterrumpido fueron requeridos para realizar la ingente obra. Se compraron las tierras aledañas a la base del templo viejo para que esta nueva versión lo superase ampliamente en tamaño y lujo, pero como ni con todos estos gastos ni con la ayuda del comité, que se robaba la mitad de los fondos, fue posible acabarse el dinero del tesoro de la bodega subterránea, tuvieron que hacerle varios pisos más a la iglesia y llenarlos con toda clase de objetos religiosos e imágenes de santos, traídos desde el Vaticano, viniendo a ser la más fastuosa y grande iglesia de todo el mundo.
En aquella iglesia fue bautizado el más reciente Retoño de los Pérez Franco, así como fue allí bautizada también la que vendría a ser el amor de su vida. La pequeña niña era tan tierna y tan bella que el sacerdote la bautizó dos veces por el puro placer de tenerla en sus manos, y al cumplir sus quince años seguía tan primorosa como entonces.
- Es como una rosa recién abierta. - dijo un día al Retoño su amigo, el rubio que siempre andaba con su perro: - Tiene una boquita de cereza y unos ojos color de helecho que te van a enloquecer.
El del perro la había observado desde la ventana mientras se bañaba, y convenció a su amigo incrédulo para que le acompañara esa tarde a espiarla y entendiera el porqué de la turbación que lo envolvía. Cuando el Retoño la vio quedó sin aliento. "Es lo más bello que he visto en mi vida", suspiró. En los días siguientes hizo cuanto estuvo en sus manos para producir un encuentro lo más accidentalmente posible con ella.
Se vieron por primera vez un sábado de fiesta, de música y desfiles en las calles del pueblo. La muchacha, vestida con un camisón rosa, miraba una caravana desde el balcón de su casa, y al pasar él en un viejo y ruidoso convertible verde, se miraron fijamente, entre la curiosidad y la atracción, y se arrojaron besos con las manos hasta perderse la caravana entre las calles. Se volvieron a ver la noche de la gran lluvia de estrellas, entre la multitud esparcida en la llanura. La gente admirada contemplaba el espectáculo, y recogía las estrellas que caían para llevárselas a sus casas y colgarlas en las salas y en los cuartos de baño. Cuando él la vio, la halló rodeada de estrellas por todos lados, iluminada y diáfana, con ese aspecto azucarado que le recordó inevitablemente al angelito de mármol que él visitaba en el cementerio las tardes grises de sus días de sole dad para verla eternizada en el momento de alzar el vuelo con las alas extendidas, para tocar sus labios fríos, duros y blancos, y para sentir que había alguien para acompañarlo en esta vida, aunque fuese de mármol. Le tomó la mano, se la besó tiernamente, y se pasearon juntos toda la noche recogiendo estrellas y tirándolas de regreso al cielo. Él le habló de música clásica, de Beethoven, Mozart y Prokofiev, de Schubert, Brahms y Mendelssohn, de Strauss, Dvorak y Chopin; y ella le habló de ballet, de los arabesque, los port de bras, los battement frapé, los petit battement, los grand-plié, los demi-plié y las révérence ; y se divirtieron un mundo enamorándose juntos.
La tercera vez que se vieron - la primera vez que pudieron verse a solas - fue cuando, aprovechando la multitud y el desorden general que provocó la caída del puente sobre los elefantes, se sumergieron en el río y se dejaron llevar corriente abajo hasta un lugar que el muchacho conocía de sus días de niño explorador. Era una pequeña cascada sobre una piedra negra, donde el agua que había caído durante miles de años había cavado una cueva que se prolongaba en un abismo de aguas muy limpias. En esa cueva entraron los dos y se escondieron por varios días para poder estar solos, días que resultaron ser los más fantásticos de sus vidas. Estuvieron el primer día abrazados en silencio bajo el chorro de agua hasta el anochecer. Al caer la noche, el muchacho se sumergió en el abismo y nadó hasta encontrar unas hierbas fluorescentes de un verde muy intenso, como el de la luz de las luciérnagas, para alumbrarse en la oscuridad de la cueva. Esa noche durmieron plácidamente, suspendidos entre dos aguas, y las corrientes frías de la cascada los pasearon toda la noche a lo largo y ancho de la cueva, y por el frote con las hierbas fluorescentes, sus cuerpos dormidos tomaron un brillo verde, semejante al de las hierbas, como de luz de luciérnaga.
Viendo esto, la segunda noche recolectaron muchas algas brillantes y se las frotaron sobre los cuerpos desnudos y tibios, y la palpitante fluorescencia de las hierbas pareció intensificarse con el amor al impregnar sus pieles. Ella sonrió divertida al verse a ambos brillantes y verdes como caramelos de menta bajo el sol del mediodía. Salieron de la cueva y corrieron por mucho rato bajo la luna, brillando como enormes estrellas fugaces sobre el negro firmamento del campo abierto.
Varios días más permanecieron en la cueva, ocultos bajo la espuma de la cascada, amándose en la callada pasión de un abrazo largo y fresco. No fue sino hasta el momento en que decidieron salir nuevamente de la oscura cueva - solamente para tomar aire y luego regresar a amarse en las profundidades - que descubrieron que sus cuerpos se habían ido cubriendo de una delgada película gelatinosa de limo verde, tal vez producto de la fricción con las hierbas brillantes. Notaron también que habían estado tanto tiempo abrazados sin verse a la cara, desnudos en el remanso fresco de las aguas, que sus rostros ya no les eran tan familiares como sus cuerpos, y al redescubrirse en aquel encuentro él la vio tan hermosa
- como si fuera hecha toda de agua color esmeralda - que se enamoró nuevamente de ella. Pensaron que ya los extrañarían en sus casas, y recogieron sus ropas que desde hacía varios días vagaban en el remolino de aguas turbulentas de la cueva, se vistieron y se despidieron con un beso en los labios.
Entonces, cuando la vio alejarse, caminando con su voluptuoso bamboleo de sirena, sintió que su corazón palpitaba en todo su cuerpo y que su alma joven se le escapó para ir volando al ras del suelo tras ella, enredada entre su pelo mojado, abrazada a su cintura, y delirando por su amor.
II
Eran como las once de la mañana de aquel jueves cuando el día se destiñó y se puso pesado de pronto, los colores de las cosas se tornaron en tonos pasteles y blancos, y el tiempo comenzó a correr más lento, y la gente desconcertada al presenciar al mundo paralizarse en aquel atolladero del infinito salieron de sus casas para contemplar espantados cómo los pájaros volaban lentos por el aire como hojas cayendo suavemente en un otoño sin viento, para ver cómo el agua que salía de las fuentes caía al pozo con una parsimonia exasperante, y para ver cómo el sol, colgando estático en el cielo, bañaba con rayos tenues aquel paraíso de tonos pálidos y parálisis total. No se oyeron los gritos de los monos en las montañas, ni se movieron las nubes en el cielo, ni las hojas en los árboles, y esto no fue sólo en el pequeño pueblo de la Villa, sino en todos los pueblos que existían sobre la tierra en aquellos tiempos. Por los latidos de sus corazones, los hombres y las mujeres que habían salido a la calle espantados por aquel fenómeno pasmante supieron que aún estaban vivos, pero las gallinas, perros, pájaros y todos los demás animales que los rodeaban, parecían disecados, estáticos en la posición en que les halló el letargo universal. No fue sino hasta el momento en que se percataron de que aquel descalabro del tiempo sólo excluía a los humanos cuando comprendió aquella gente que el mundo entero se había detenido porque Dios estaba pensando muy en serio sobre qué haría con aquella raza decadente de hijos suyos que ya lo tenían aburrido con sus malcriadeces de niños consentidos; tan en serio lo pensaba que no dejó al sol moverse de su lugar mientras lo hacía, para que no perturbara sus decisiones, para poder dete rminar en paz y sin presiones si esta vez destruiría por fin y para siempre todo vestigio humano de la faz de la tierra o si les daría por enésima vez una nueva oportunidad, aún sabiendo que al final lo defraudarían de cualquier modo. Percatándose los santeños de esto, se desató una contagiosa explosión de fervor piadoso en el pueblo, y surgieron diversas sectas religiosas provocadas por el miedo a un eventual día final. Fue durante estos días de incertidumbre entre la gente que el joven Retoño decidió integrarse a una misión de monjes de la milenaria orden de San Longuiño que pasaban por el pueblo rumbo a las montañas, aun cuando esto significó para él el sacrificio más grande que se le puede imponer a un hombre: separarse de su amada compañera, de la mujer que compartía con él lo bueno y lo malo, y que lo ayudaba a realizar sus sueños. Se sintió profundamente movido a servir a Dios por encima de todo, y aquella fue la mejor manera que encontró para hacerlo. El muchacho era ampliamente conocido en diferentes esferas por sus descubrimientos e invenciones, y su migración de los campos de la ciencia a las praderas del espíritu fue de gran significación simbólica e infundió una contraproducente sensación de urgencia en aquella humilde gente. No le detenía la certeza de que si partía nunca más haría grandes descubrimientos, pues estaba convencido - a sus diecisiete años de edad - de que su época de oro había pasado ya, y que no se repetirían días como aquél en que echó por tierra todos los conocimientos de la ciencia astronómica, revolucionándola desde sus cimientos en tan sólo unos minutos de ocio, acostado una noche boca arriba en su catre, mirando por la ventana. Esa noche su mente encontró l a respuesta a una de las incógnitas más inescrutables de la ciencia: el porqué brillan las estrellas, fabulosa conclusión que le llevó a la fama dentro del ámbito científico de la época y que coronó de prestigio su nombre. A través de la ventana vio una estrella que tímidamente titilaba en el cielo, y sobre un cristal de la ventana vio el reflejo de la luz de una vela, y su mente veloz se precipitó como una bestia desbocada a desbarrancarse en aquella conclusión indiscutible, tan evidente y simple que le sorprendió que la humanidad hubiese tenido que esperar tantos siglos hasta que él viniera a explicarles el sencillo fenómeno celeste: las estrellas no eran más que el reflejo de las luces de las casas terrestres en la bóveda lustrosa del cielo. Pero su mayor triunfo fue cuando ideó un método para captar la imagen de un ángel en el papel fotográfico, gracia s a una combinación de espejos, lámparas y luces de destello de pólvora alineados en una forma especial, colocados a ambos lados del lugar donde se sospechaba encontrarlo. Lo intentó instalando aquel complejo aparato en el techo de la casa de un hombre moribundo, en espera de que falleciese y de que un ángel viniera desde el cielo a buscar el alma del difunto. Oyó desde el tejado que los lamentos y el llanto en el cuarto bajo sus pies se intensificaban, y encendió las lámparas. Cuando sintió una leve brisa que pasó a su lado rumbo al cuarto supo que el ángel había entrado en busca del alma. Puso el dedo en el disparador y cuando percibió que aquel susurro en el aire se elevaba de regreso disparó varias exposiciones en secuencia, iluminando la fúnebre noche con los centelleos de las luces y la pólvora. Obtuvo imágenes espeluznantemente nítidas que en poco tiempo recorrieron no sólo el país entero sino el mundo. En ellas se podía apreciar claramente la imagen de la bellísima mujer alada, de muy finas facciones, con el pelo suelto y un escaso y delgado velo blanco cubriendo la desnudez de su cuerpo perfecto, y llevando entre sus brazos al difunto sonriente que saludaba la cámara con la mano.
Aquella técnica fotográfica se popularizó rápidamente como un último consuelo para los familiares de los que morían, y él, aprovechando su amistad con un enterrador, logró ofrecer el servicio de fotografía póstuma como parte del paquete funerario. Cuando algún enfermo con cierta solvencia económica perdía toda esperanza de vida, los familiares encargaban, junto con la carroza y los ramos de flores, como parte de los arreglos del funeral, una bonita foto del alma del difunto con las bellísimas ángeles que desde el cielo venían a buscar su alma. Aquel negocio le procuraba buenos ingresos y le alimentó por algún tiempo, pero tuvo que abandonarlo luego de que en una ocasión en que le fue encargada la fotografía fúnebre del alma de un General, en vez de una de la femeninas ángeles que solían aparecer en los encargos anteriores, la imagen mostraba un espantoso diablillo que le arrebataba el alma al cuerpo para llevarla al reino de las sombras.
Ahora aquel pasado de glorias había sido dejado a un lado para acoger la vocación misionera. Antes de partir, el joven hizo su última visita nocturna a la ventana del cuarto de su amada, cuidando que la luz de la luna no delatase a los vecinos su presencia. Saltó la cerca, avanzó al ras del suelo hasta la ventana, y la llamó golpeando suavemente el cristal. Ella asomó su belleza a la luz de la luna y conversaron largo rato, pero pronto las palabras se quedaron cortas para expresar el inmenso amor que sentían y tuvieron que reemplazarlas con besos. Besándose los hallaron los primeros destellos del día, y antes de irse, al momento de despedirse de la otra mitad de su alma, el muchacho le prometió que volvería, que aquel retiro era sólo temporal, sólo hasta que su corazón se sintiera en paz con Dios y vuelvo pronto, espérame, amor mío, te amaré todo este tiempo, pensaré en ti a cada segundo, y cuando regrese seré sólo tuyo. Le entregó una hermosa flor de un rojo encendido como tus labios, como mi corazón enamorado de ti, y se alejó corriendo antes de que alguien lo descubriera. Esa mañana la muchacha plantó la flor roja frente a su ventana y la contempló por varios días que le parecieron insoportablemente vacíos y largos.
La misión siguió camino a las montañas lejanas, y el joven Retoño iba con ellos. Cantaron durante el camino unas canciones en latín de las cuales el muchacho no pudo entender nada, y caminando durante el día y acampando para dormir durante la noche, al cabo de un mes llegaron al lugar donde la mano del Señor los había enviado. Era una aldea de indios ahogada en medio de un mar de selvas infinitas, en las laderas impenetrables de las montañas del Bijao. Los monjes de la misión se presentaron ante el jefe de la tribu y le llevaron como regalo un crucifijo hecho del más fino chocolate inglés. Fascinado con el delicioso sabor de aquel exquisito y raro manjar, el cabecilla les recibió en sus tierras con los brazos abiertos. Los paseó por toda la aldea, les mostró la grandeza de sus dominios, y los presentó ante sus gobernados como amigos suyos, poniendo a su disposición no sólo su persona sino también su gente y el tesoro más grande de aquella aldea: un pequeño elefante que los indios habían encontrado perdido en la selva de la montaña hacía poco tiempo atrás. Los indios lo trataban con gran cuidado y cariño, y de vez en cuando utilizaban su inmensa fuerza para mover cargas o arrancar árboles de sus raíces, para el mejoramiento de la aldea. Los indios ayudaron a los monjes a construir chozas para establecerse, y a levantar una capilla en el centro de la aldea. De ahí en adelante, cada domingo los misioneros repartían algunos chocolates entre los indios, y entre chocolate y chocolate les hablaban de los misterios del evangelio, de la nueva alianza y del amor entre los hombres. Luego les enseñaron a cantar en latín y a fablar con bastante corrección el castellano de Castilla, y lograron conocer y manejar un vocabulario básico en el dialecto de los indígenas. Así pudieron los de la Orden de San Longuiño comunicarse con aquellos hombres y mujeres de piel canela y ojos de felino, conocer su historia, tradiciones y creencias; y al comprobar que ellos poseían una teología propia, los monjes misioneros se limitaron a profesar su religión con ejemplos de trabajo y amor, sin tratar de cambiar los conceptos de aquella gente, que después de todo no tenían por qué ser más ciertos o menos ciertos que los católicos. Más tarde el joven Retoño se enteró de que aquella tribu era la misma que siglos antes había bajado de las montañas y entrado al pueblo de la Villa a asolearse en las calles para aliviar la gran epidemia de dentera que los azotaba y que había acabado con uno de cada dos indígenas. Su ascendiente quijotesco, el Teniente De Pérez y Delgado, había hecho batalla a aquellos pacíficos seres, sin detenerse a conocer sus motivos, contrayendo él mismo el mal que le quitó la vida tras una larga agonía en cama.
- Debía estar loco para combatir a estos mansos hijos de Dios. - se dijo a sí mismo el Retoño.
Luego de algún tiempo, al joven monje se le encargó el cuidado del pequeño elefantito, que había encontrado al fin en la gente de aquella aldea y en los monjes de la misión, amigos que no huían de él y que lo trataban con cariño. El muchacho lo alimentaba con hierbas, naranjas y raíces de yuca, y lo llevaba a diario a bañarse en el río; le cepillaba los colmillos, le limpiaba con un paño la trompa y lo peinaba con el camino al medio, y luego lo dejaba ir libre y acicalado a pasearse por la aldea. Cada día, al terminar de bañar al elefante, el monje dedicaba religiosamente unos minutos a escribirle una carta a su amado Ángel -como él llamaba a su novia- confirmándole que su corazón aún latía enamorado de ella y que dentro de poco tiempo habría cumplido la misión que creía se le había encargado sobre la tierra, y sería libre para disfrutar de ella y de su compañía. Cada día, luego de cerrar el sobre, cortaba en el patio la flor más grande y bonita que encontrase, y salía al portal donde un joven indio -ofrecido por su voluntad a servirle de mensajero, y diferente al de los días anteriores- esperaba la carta y la flor para llevarlas corriendo a través de la selva, mojando en cada riachuelo del camino el tallo de la flor para que ésta llegase fresca, comiendo raíces y frutos silvestres, y durmiendo en la copa de los árboles, hasta llegar -tras varias semanas de crudo viaje a pie a través de aquel infierno verde- a la pequeña villa que habían fundado los españoles hacía cinco siglos, para entonces esperar hasta la noche a que el sueño modorrase a toda la población, y saltar la cerca y meterse como un ladrón en la casa de la chiquilla, entregarle la flor y la carta de amor del misionero, y salir dispar ado antes de que alguien lo descubriese. La muchacha esperaba despierta al mensajero cada noche, y leía con ansia las cartas, que le contaban de las nuevas cosas que hacía su enamorado en la misión de San Longuiño, de cuánto la amaba y de cuánto la extrañaba, y que le prometían un pronto retorno y un reencuentro feliz. Entonces miraba desde la ventana hacia el horizonte lejano, pues sabía que en algún lugar en la distancia, su misionero suspiraba de amor por ella, tal vez acostado en su fresco catre de campaña, o mirando el cielo desde la puerta de su choza. Y deseaba en el alma estar con él para hablarle de sus sueños con el silencio de sus ojos verdes; y su corazón se conmovía de su propia soledad y lloraba largo rato sobre su almohada, hasta dormirse arañando el tiempo con sollozos cortitos. Al día siguiente, plantaba la flor frente a su ventana en una hilera de flores de diferentes días que se iban marchitando con el tiempo, una después de otra, pasando a ser parte de una sucesión de palitos deshojados que no significaban nada para el común de los mortales, pero que para ella simbolizaban todo el amor de aquel joven apasionado, un amor que iba más allá del hábito de monje, de las montañas selváticas, del tiempo y la distancia.
Varias noches pasaron en vela los dos, desde el anochecer hasta el amanecer, en largas conversaciones amorosas, ya no a través de la ventana de su cuarto sino cubriendo la enorme distancia que había entre la montaña y el pueblo lejano mediante un sistema de señales con luces en el que intervenían varios mensajeros indios en las cimas de los cerros más altos, repitiendo las señales intermitentes de las lámparas de los amantes y llevando de cerro en cerro te amos y te extraños dichos mil veces en el silencioso lenguaje de aquel amor nocturno, a lo largo de los cientos de millas que los separaban.
Una noche estaba el joven Retoño acostado de medio lado junto al elefante, contemplando en silencio el lejano titilar de las estrellas, cuando cayó en cuenta de que la obra del Creador era inmensa y perfecta, y deseó de corazón convertirse en parte íntima de esa creación, viviendo para siempre en aquella solitaria aldea en las montañas del Bijao con sus hermanos indios, los monjes y el elefante, entregado a hacer el bien para el beneficio de todos. Inspirado en este pensamiento, se dirigió a la choza del indio que ejercía de Jefe de la aldea para comunicarle su decisión y solicitarle permiso para permanecer definitivamente en aquel lugar, sin tener la menor idea de que lo que estaba a punto de ver cambiaría para siempre su destino. Llegó a la choza, se asomó a la puerta y allí estaban, el gobernante y una hermosa india que de seguro era su mujer, abrazados en el suelo, juntos como dos pajarit os bajo la lluvia. Retrocedió sobre sus pasos, y la pareja se puso de pie, con más sorpresa que vergüenza.
- No, hijos, no se preocupen, que yo no los interrumpiré.- dijo el Retoño: - Ya me voy.
Y se alejó caminando lentamente, mirando al cielo y pensando en su bella novia, deseando estar con ella como nunca antes deseó cosa alguna y desesperado por estar tan lejos de su amor. Fue entonces cuando las ansias contenidas de todos aquellos días reventaron súbitamente, en angustias, deseos y un llantito apagado que desde tiempo atrás buscaba cómo salir de su corazón. La naturaleza le llamaba, no como suele llamar a un monje misionero, sino como se llama a un hombre enamorado. Y sintió la mano de Dios más presente en su delirio por aquella mujer que en las altas estrellas que adornaban la noche, y sintió que su lugar estaba al lado de aquellos labios tibios, suaves como pétalos de rosa, y no debajo de aquel hábito de monje. Al pensarlo, no le quedó más remedio que aceptar que su alma no era el alma de un sacrificado creyente, sino la de un amante apasionado que se cuela por las venta nas en las noches de luna para enlazarse a su amada y cantar a Dios, con la pasión de dos cuerpos y un sólo gran amor. Se sentó en la cima de la montaña y divisó en el lejano horizonte, como estrellas salpicadas, las luces del pueblo lejano. Allá estaba su amado Ángel. Entonces sacó de su bolsillo una pequeña caja de caoba tallada, y de ella, una brillante esfera de luz: una preciosa estrella de destellos lilas y turquesas que había recogido junto a su amada aquella noche que llovieron sobre el campo y que lo había acompañado desde aquel momento mágico. Bañado por su deslumbrante luz, analizó mentalmente todos los aspectos de su nueva vida, y la encontró vacía y sin sentido lejos de ella. Esa misma noche partió de regreso. Se despidió de sus hermanos monjes y de sus hermanos indios, y montó en el lomo del elefante, que lo llevó a través de la selva más rápido que cualquier hombre o bestia conocida, llegando al pueblo a la mañana siguiente.
Esa mañana, la muchacha fue despertada por un delicioso aroma de flores frescas que inundaba la casa. Curiosa, se asomó a la ventana, y lo que vio le produjo un cosquilleo electrizante por todo el cuerpo, similar al que sentía en las noches de luna con los cálidos besos del misionero. Todas las flores (desde la que había plantado la mañana del día anterior, hasta la primera flor que plantó la mañana que su enamorado partió con la misión, y que se había transformado con el tiempo en un palito sin hojas ni color junto con muchas otras flores de otros días de melancolía) lucían frescas y lozanas con sus hojas verdes y sus pétalos de un rojo ardiente, y desprendían un exquisito perfume de flor recién cortada.
- Regresó. - se dijo, en un suspiro de alivio.
Entonces salió al portal en el momento justo para ver al monje que aparecía por el largo camino, avanzando rumbo a ella, salido de la selva montando sobre el elefante. El Retoño se apeó y dejó ir de regreso a su montura, y caminó hacia ella más calmado que la noche. Pasó junto a los portales, junto a la muerte, junto al manguito y junto a las flores perfumadas y radiantes, y siguió de largo hasta los brazos tibios de su amada. La joven exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando sintió la cabeza del Retoño acurrucada en su cuello, y escuchó sus palabras de amor y de sosiego. Siguieron abrazados hasta cuando se les acabaron las palabras y tuvieron que reemplazarlas por besos, y siguieron abrazados hasta cuando ya no era posible que siguieran abrazados, porque entonces ya no eran dos cuerpos cercanos, sino dos almas libres fundidas en una sola sobre el vasto horizonte del final de los tiempos.
Roberto Pérez-Franco
1995