Camino hacia el corral

A Roberto Pérez Saavedra, padre y amigo

- ¡Francisco!

Al oír la voz de su padre salió de la casa.

- Ya está la yegua ensillada. - le dijo el padre, mostrándole el animal amarrado a la sombra de un árbol cercano.

Él la vio, sintió un escalofrío de ansiedad envolverle el cuerpo y regresó sobre sus pasos, mirando el suelo y respirando agitadamente. "Se nos acobardó el hombre", pensó el padre. Pero se equivocó. Esta vez el deseo de montar de su hijo superaba el terror hacia los caballos. Pocas veces había cabalgado, y cada experiencia era más desastrosa que la anterior. Años habían pasado desde la última vez que lo intentó, pero ahora no flaquearía, aunque sentía tanto miedo como antes. Caminó directo hacia el baño, cerró la puerta y se quedó parado debajo del chorro de agua fría por varios minutos. Entró a su cuarto, se puso ropa seca y salió al lugar donde la montura y su padre lo esperaban. Su padre, un doctor de prestigio y uno de los hombres más esclarecidos del pueblo, se había forjado desde la pobreza una posición solvente con su trabajo, y había procurado que sus hijos no se privaran de rozarse con la vida del campo.

La yegua que le esperaba resoplando era un hermoso animal, hija de algún caballo de carreras retirado del hipódromo, alta y briosa, demasiado alta y briosa para un muchacho inexperto. Montó mientras su padre le sostenía la rienda. Dio algunas vueltas al patio a paso lento, firmemente agarrado de la silla y frenando al animal a cada instante. Cuando se sintió en confianza, se aventuró a arrancarle un trotecillo que le estremeció todos los huesos y las tripas, y que pronto discontinuó. Entonces su padre montó en otra bestia, y se fueron a recorrer juntos los caminos polvorientos de las fincas, entre potreros y árboles de ciruela corralera.

Después de andar de un lado a otro toda la tarde, decidieron llevar de regreso los caballos al corral. El padre, consciente de lo que ocurriría, corrió su animal a todo galope de regreso por el camino, y la yegua con el muchacho encima corrió tras la nube de polvo que levantaban.

- ¡En ésta, o se aploma o se jode! - había dicho el padre.

Los caballos cruzaron el camino veloces como el viento, partiendo las piedras con los cascos enfurecidos, volando entre las ramas de los ciruelos. Los gritos del muchacho iban quedando atrás, enredados entre el polvo. Sintió que el cuerpo se le desarmaba, que se le partía en pedazos. Aferrado a la rienda rebelde, se desvivía en intentos por frenar la loca carrera del animal, antes de caer por completo de la silla o que se le desbaratase el cuerpo con los brincos del animal. Pero la yegua obedecía su propia ley, y corrió desbocada hasta que el muchacho le templó la rienda con decisión, obligándola a detenerse en el momento en que se encaramaba por un barranco rumbo a una cerca de púas, dispuesta a saltarla.

Su padre, deteniéndose también, se acercó a él. Le miró el rostro pálido y sudado, y las manos enrojecidas por el esfuerzo, y lo vio intentar una sonrisa mientras aplacaba con la rienda las ansias del animal todavía inquieto. Y se sintió orgulloso de él.

- ¡Aquí hay hombre pa'rato, carajo! - gritó riendo el padre.

Y cabalgando lentamente, moviéndose apenas, con el corazón feliz y con toda la calma del mundo, siguió el camino hacia el corral.

Roberto Pérez-Franco
1995