Ecos de la guerra

- Sabe, Doctor, yo creo que más que todo eso que usted me ha dicho de la sal y el colesterol, lo que a mí me pasa es porque este cuerpo viejo ya está muy cansado.

El Doctor se asoma por encima de sus lentes un instante y sigue escribiendo la receta.

- Si usted supiera lo que ha sufrido este pobre corazón, todos los golpes que le ha dado la vida. ¡Ay, bendito Dios! ¡Tantas cosas en esta vida! Si al menos, Señor, me hubieras dejado tener a todos mis hijos junto a mí.

Haciendo un rápido movimiento de mano, el doctor estampa su firma sobre el papel y se lo entrega a la señora.

- Aquí tiene. Tómese una por día, en la tardecita como a eso de las cuatro. Eso le va a controlar la presión. ¡Una por día!

La señora toma la receta y cuidadosamente la guarda en la cartera que tiene sobre las piernas.

- ¿Cómo es eso de que no tiene a todos sus hijos? ¿Qué no viven con usted?

- ¡No, Doctor! A mis dos hijos más grandes no los veo desde hace treinta y nueve años, cuando el papá se los llevó sin darme razón de nada.

El Doctor, con evidentes muestras de extrañeza, se acomoda sobre su sillón y cruzando los brazos sobre el escritorio le pide que continúe.

- Verá usted, Doctor. Cuando yo era apenas una muchacha nuevecita, cuando todavía ni había iglesia en los Hatillos de Pesé donde yo vivía, trabajaba cocinándole en su finca al señor Ernesto Ríos. ¿Lo conoció usted, o no?

El Doctor mueve la cabeza en señal de aprobación.

- Por esos años el señor Ernesto viajaba mucho a la capital, y en uno de esos viajes se trajo de paseo a la finca a un amigo suyo, un soldado gringo jubilado, pero que estaba trabajando en la Zona del Canal como mecánico del ejército durante la Segunda Guerra Mundial. Era un hombre alto y grueso; tendría en aquel entonces, unos cuarenta y ocho años; de sonrisa fácil y un mal disimulado acento americano. Acuérdese que yo solamente era una chiquilla de diecisiete años. Entonces... - se detiene un instante y una leve sonrisa brota en su rostro - Mark, que así se llamaba, me conoció y después de un par de visitas a la finca y de algunos meses de tratarnos y conocernos mejor, nos enamoramos y nos casamos. Fue una boda muy bonita en la iglesia de Ancón, aunque fue poca gente porque él no tenía familia acá y de los míos pocos podían pagar el viaje. Luego alquilamos un apartamento por allí por Calidonia y me mudé a vivir allá. ¡Imagínese usted! Yo acostumbrada a vivir en una casita de quincha y de tejas en Los Hatillos de Pesé, de pronto me veo casada y viviendo en Panamá en una casa de cemento y zinc. Estaba muy contenta. Y vivíamos muy bien. Yo creo que dejando a un lado unas cuantas copas de más de mi marido, diría que éramos muy felices.

Luego cuando nacieron nuestros hijos nuestra vida se llenó de color. Dos niñas y un varoncito, el del medio. ¡Tan lindos! Yo los adoraba y Mark todo el tiempo que estaba en casa se lo dedicaba a ellos, porque como se la pasaba viaja de aquí y viaja de allá arreglando las máquinas del ejército, a veces se pasaba tres y cuatro días fuera de la casa. Así que cuando volvía le gustaba sacar a pasear a los chiquillos, sobre todo los domingos por la tarde cuando iban al cine a ver los matinés. ¡Esos muchachos cargaban siempre unas ganas muy grandes de que fuera domingo para irse al cine! Él llevaba a la niñita más grande y al varoncito. La más chiquita, que era todavía un bebé, me la dejaba a mí en la casa.

Pero con los años las cosas cambiaron. Vinieron tiempos difíciles. Con el final de la Segunda Guerra el peligro de un ataque al Canal se hacía casi inexistente, y de las tropas norteamericanas que estaban asentadas en toda la República se retiraron la mayoría de los soldados y los equipos fueron devueltos a su país. Podrá imaginarse usted, Doctor, lo que eso significó para nosotros. Yo no ganaba nada y con tres hijos que alimentar el sueldo de jubilado de Mark no era suficiente para mantenernos. Así que, como ya no había equipos ni motores gringos, mi esposo tuvo que trabajar arreglando carros particulares, grillos y cosas así, pero como usted debe saber Doctor, el que tiene el billete es el gringo; el panameño paga muy poco.

La cosa se nos puso fea. Apenas si nos alcanzaba para vivir con decoro. Comencé a ver a Mark muy preocupado esos días. Lo frustraba ver que aunque trabajaba duro no podía sacarnos de esa estrechez económica que lo estaba empezando a ahogar. Varias veces regresó a la casa malhumorado o borracho, tirando puertas y gritándome que ya estaba harto de este país y de esta miseria. Yo me asustaba mucho y lloraba a veces. Íbamos de mal en peor.

Recuerdo que la Navidad de ese año no tuvimos esa gran cena que a él le encantaba, ni pudimos comprar regalos para nuestros niños. Teníamos el dinero contado para pagar y que no nos botara a la calle el dueño del apartamento. Por eso me extrañó que estando tan cortos de plata, el seis de enero del año 46, mi esposo me dijera que le vistiera a sus hijos porque los quería llevar al cine a ver el matiné de ese domingo como regalo de Reyes. Otra cosa que me extrañó bastante: quería que le arreglara también a la bebé, pero como la niña hacía varios días estaba enferma de la barriga, solamente vestí a los dos niños más grandecitos.

La señora hace una pausa larga. Sollozando saca de su bolso un pañuelito de tela con anchos bordes de encaje blanco y se seca unas cuantas lágrimas que resbalaban por sus mejillas.

- ¿Está usted bien, señora? No tiene que contarme esto si no quiere.

- No, no se preocupe. Yo hace rato quería contárselo para que entendiera por qué le digo que mi corazón está enfermo de tanto sufrir. Yo los vi cuando él se los llevaba por la calle, tomaditos de la mano, y recuerdo muy bien cuando desde el balcón del apartamento, vi que mi hijita me hacía así con la manito, despidiéndose de mí. ¡Tan linda mi hija!

Después de que ambos guardaron silencio por unos instantes, la doña con voz más serena prosiguió con el relato de su vida.

- Esa tarde no volvieron. Cuando la noche comenzó a caer un terrible presentimiento se apoderó de mí. A cada minuto mi angustia crecía. Y esa noche casi me muero de la desesperación cuando recibí una nota escrita por Mark en la que me explicaba lo que había planeado y me decía que él ya se encontraría en ese momento con mis dos hijos rumbo a California. Usted no sabe cómo me sentí, Doctor. El mundo se me hundía, ¡casito me vuelvo loca! Lo único que se me ocurrió fue llamar al aeropuerto denunciándolo para que lo detuvieran, pero fue inútil. Como después me enteré Mark se fue por mar en un barco de guerra del ejército. No volví a saber nada de ellos. Luego, buscando entre las cosas de mi esposo encontré una dirección en California de una tal señora Jennifer Aguilar, la mamá de Mark. Escribí varias cartas y las envié a esa dirección, pero hasta hoy no he recibido nada. Ni siquiera sé si están vivos o no. ¿Ahora entiende usted mi dolor, Doctor? Los perdí para siempre. Me quedé sola en mi apartamento con mi hija de año y medio y un montón de deudas, que vendiendo algunas cosas que teníamos en el apartamento pude pagar y aún me quedó un poquito de plata para regresar con mi hija a Pesé donde a duras penas logramos subsistir. Muchos años después, cuando tuve a mi cuarta hija, me volvió el deseo de vivir. Ahora mis dos hijas y mi nietecito son mi alegría. ¡Bueno, la vida nos los da y después nos los quita, verdad Doctor Pérez!

- Pero Zoraida, hay recursos legales. Tal vez podría... No sé. ¿Ha intentado usted contactarlos a través de la Embajada de los Estados Unidos aquí en Panamá?

- Pero, ¿será posible?...

- ¡Nada se pierde con probar!

No estaba convencido, pero al Doctor le pareció que esa tarde cuando la señora Zoraida salió con su paso lento y su bolso de mano del consultorio llevaba encendida en su corazón una esperanza chiquita, pero brillante que abrigada en su pecho ardería hasta convertirse en una realidad tan brillante como un sol.

o - O - o

- "Los pasajeros del vuelo 204 de Pan American procedente de Houston, Texas, arribarán por la puerta número dos".

- Oiste, Lupita, dijeron "Panamerican", ésa es la que me dijeron a mí. ¡Ya llegaron!

- ¡Cálmate mamá! Ellos vienen de California, no de Texas. Además el vuelo de ellos es el 325, no el 204. Debes tranquilizarte, que te puede hacer daño, acuérdate de lo que dijo el Doctor.

- Ay sí, m'ijita, pero es que tú no sabes lo que esto es para mí.

- Ven, vamos a sentarnos por acá. Carlos los está esperando allá en la puerta y él nos avisará cuando lleguen.

- Bueno, con lo distraído que es ese marido tuyo, espero que los vea por lo menos.

(No sé cómo quiere que me tranquilice si desde hace tanto tiempo no los veo y hasta los daba por muertos. ¡Pero hay que ver los milagros que haces, San Miguel! ¡Yo sabía que no me ibas a fallar! Tienen que estar grandotes, si mi hija hasta casada viene. Bueno, yo nunca tuve dudas de mi santito querido. Por algo le prendía sus velitas todos los días. ¿Y si pasan de largo y no nos ven? Espero que no se decepcionen cuando vean lo vieja que estoy. ¡Ay Dios, tantos años! Y más años hubieran pasado de no ser porque, siguendo el consejo del Doctor, fuimos a la Embajada y escribimos a la dirección que nos dieron allá. ¡Con el coraje que me dio cuando supe que esa era la misma a la que yo había escrito hace añales y que no me quisieron contestar! Yo no sé si fue que la señora Jennifer no le entregó las cartas a Mark o si fue que él no me quiso escribir; la cosa es que ahora como están los dos bajo tierra, las cartas les llegaron a mis hijos y ellos sí me contestaron. La cosa fue que como no les mandamos la dirección de nosotros, las cartas de ellos no nos llegaron.)

- "Los pasajeros del vuelo 270 de Eastern procedente de Canadá arribarán por la puerta número cuatro".

- ¿No serán esos, hija?

- ¡Cuántas veces te he dicho lo mismo, mamá! Ellos son el 325, yo te avisaré cuando lleguen.

(¡Jesús, María y José, qué nervios! Me parece mentira, no lo creeré hasta que los vea, si es que los reconozco. Si no hubiera sido por ti, San Miguel... Hay que ver también que o fue una casualidad muy grande del destino o tú metiste la mano, porque necesitar la plata para ir a la capital a la Embajada y ganarme cinco tiempos de cero tres, fue la misma cosa. Y la sorpresa cuando llegamos allá de que mi hijo los había llamado para pedirles que le mandáramos el número de teléfono de nosotros. ¡Qué alegría para mí fue saber que mis dos hijos estaban vivos y tratando de saber de su mamá! Lo malo era que no teníamos teléfono, y tuvimos que ahorrar lo suficiente como para poder instalarlo y pagar algunos meses. Después tuvimos que esperar unas semanas a que el INTEL encontrara una línea libre para dárnosla. Apenas la tuvimos le mandamos el nú mero por carta y no había pasado el mes cuando mi hijo Ben nos llamó.)

- ¿En qué piensas, mamá?

- En nada, hija. Lo que quiero es que lleguen rápido tus hermanos.

(Carajo, estuve cuarenta años sin verlos, ¿y ahora me cuesta tanto esperar media hora más?¡Ah, cuando pensaste tú, Zoraida, que tus hijos iban a aparecer a estas alturas! Como me asombró oír esa noche la voz de mi hijo después de tantos años, esa voz que recordaba delgada y chiquita como un pito, ahora gruesa y con acento igualita a la del papá. Esas hijas mías sí que hicieron alboroto con esa llamada, cuando esa noche sonó el teléfono y una voz extraña las estremeció con una simple petición: "Con la viuda de Aguilar, por favor". Mis pobres hijas no sabían ni qué hacer. Total que Ben quedó de volver a llamar porque yo no estaba en Chitré. Pero después cuando me buscaron ni se atrevían a decirme por miedo a que me muriera de la impresión. "Tómese esta chicha, Doña Zory, que 'tá muy buena". Como si yo no me hubiera dado cuenta de que algo raro se traían, porque no van a irme a buscar a las nueve de la noche hasta los Hatillos de Pesé para darme una chicha. "Véngase con nosotros para que hable con su hijo que ahora la va a llamar desde los Estados Unidos ". No fue sino hasta después que hablé con él que me dijeron que en la chicha iba una Valium bien desmenuza'ita. ¡Y buena que estaba la condenada chicha! También ahora por recomendación del Doctor me dieron otra pastilla, pero me parece que no me ha servido de mucho. ¡Pobrecitos mis hijos, tan mal que la pasaron! Si a mí se me salían las lágrimas cuando, en la segunda llamada, me contaron cómo los trataba Mark. Si con esas borracheras que se pegaba le daba por gritarles y pegarles, y más de una vez en medio de la histeria y la borrachera llamó a la policía para que se los llevara denunciándolos "por malos hijos". Y a ellos, claro, como nadie les creía, más de una vez estuvieron recluidos en reformatorios. María Cristina se libró de él cuando se casó, pero mi pobre hijo no pudo vivir tranquilo sino hasta el día en que murió su papá. Me contaron ellos que murió el día de Navidad quemado junto con su casa por dormirse borracho con un cigarrillo en la mano, una noche que mi hijo Ben estaba en el Reformatorio. Lo único que no se quemó fue una cajita donde me dicen que estaban algunas cartas mías, esas que nunca les llegaron, y una foto de todos nosotros que Mark envió a su madre Jennifer de regalo. Según María Cristina salgo tal y como ella me recuerda. Ben me contó que al día siguiente cuando le dieron permiso de salir del Reformatorio para ir al sepelio de su padre, en su desesperación se fugó y que asustado y chorreando sudor, llegó a la casa de su hermana. Se salvó porque los policías sabían que él no era peligroso y no lo buscaron. Entonces todo cambió. Ben consiguió un trabajo para poder pagarse la escuela y se graduó de policía, y María Cristina tuvo una hermosa hija. ¡Mi segundo nieto!...)

- "Los pasajeros del vuelo 325 de Pan American procedente de Los Angeles, California, arribarán por la puerta número tres".

- ¡Mamá, mamá, levántate! ¡Vamos donde Carlos, porque creo que llegó la gente!

- ¡Gracias a Dios que por lo menos llegó el avión entero!

- ¡Cómo eres, mamá!

- ¡Por acá, vengan! Acaban de anunciar que van a bajar por esta puerta.

- Bueno, Carlos, tú que eres el más alto fíjate para ver si los distingues.

- Pero, ¿cómo quieres que los distinga, mujer, si nunca los he visto en mi vida?

- ¡Bueno, trata de imaginártelos!

- ¡Jesús alaba'o! Espero que no pasen de largo, hija.

- No te preocupes, mamá. ¿Ves algo, Carlos?

- Bueno, ¡aquí hay un gentío muy grande!, pero todo el mundo sigue por el pasillo.

- ¿Ves, mi amor? Te dije que debíamos haber hecho un cartelón que dijera "Zoraida Gómez".

- ¿Han visto algo, m'ija?

- Te aseguro que de nada nos hubiera servido. ¡Con la cantidad de gente que viene en este avión...!

- ¡Ave María Purísima! Se nos van a pasar...

- ¡Cabezas! Eso es todo lo que veo, cabezas y más cabezas. Creo que debemos ir a la salida, tal vez ya estén allá.

- ¡Ay, San Miguel! ¡Tú nos trajiste hasta aquí, ahora no nos desampares!

- Carlos tiene razón, debemos irnos a la salida.

Pero cuando se alejaban del lugar la señora sintió el peso de una mano sobre su hombro y una voz conocida que tímidamente le habló trás de sí.

- ¿Señora Gómez?

- ¿Ben?

- ¡Mamá!

- ¡Hijo de mi alma!

Un interminable abrazo fundió sus corazones mientras, bajo la humedad de sus lágrimas, sus almas revivían el pasado. Pronto se unió María Cristina y, junto a Guadalupe y Carlos, se abrazaron y rieron celebrando su reencuentro, y por varios días compartieron juntos momentos inolvidables.

Dos años después regresaron nuevamente, esta vez trayendo María Cristina a su hija; y en la tercera visita llevaron a su madre a conocer su segunda patria. Allí conoció por primera vez a los cónyuges de sus hijos, y pudo asistir a la graduación de Ben como detective privado. Al poco tiempo el Doctor de la señora Zoraida notó en sus exámenes una estraordinaria mejoría en su enfermedad cardiovascular como ninguna terapia hubiera podido conseguirla, superando todas las expectativas.

Así fue como una humilde madre esperó cuarenta años para reencontrar a los hijos que perdió, y que vivieron tanto tiempo en una patria extraña, a la sombra de su recuerdo.

Roberto Pérez-Franco
1993